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domingo 15 diciembre 2024

Escudo y espejo

por Nicolás Alvarado

Me prohibí durante años el uso de la palabra populismo, al menos en lo que concierne al proyecto político de Andrés Manuel López Obrador. De entrada, porque había sido sobreutilizada. Devenida meme –en su acepción antropológica: idea preconcebida susceptible de imitación acrítica–, había perdido toda fuerza, servía para indicar que el de la voz se oponía a un cierto proyecto de nación pero, en su repetición cansina, no ofrecía argumentos para las razones de esa distancia. Más importante: la rechazaba por pensar, en un primer momento, que era un líder carismático sin interés ni respeto por la arquitectura institucional o el Estado de derecho (un Fox), pero que, llegado al poder, se moderaría, buscaría la estabilidad social y la viabilidad administrativa, y que sería un presidente efectista y mediocre (un Fox). Anticipaba, pues, un sexenio perdido, no uno de destrucción sistemática del Estado. Creía que viviríamos en el México de los años setenta, no en algo que resulta cada día más parecido a la Venezuela, si no de Maduro –no hemos llegado (todavía) a la pauperización, la guerra civil y la represión del disenso–, sí a la de Chávez.

Me equivoqué.

Quien me lo ha hecho ver es Pierre Rosanvallon, autor de libros indispensables para comprender las democracias contemporáneas pero particularmente de uno, La contre-démocratie (2006) –cuyo título original se sobreentiende, pero cuyo subtítulo bien vale traducir: La política en la era de la desconfianza–, que hiciera dibujo temprano de un ejercicio ciudadano basado en el descrédito de la élite política que, si bien presentaba la virtud de procurar agencia, presagiaba el riesgo de una incursión masiva en la antipolítica, perfilada ya desde entonces por el francés como caldo de cultivo de populismos.

La profecía parece haberse cumplido, y no sólo en Venezuela sino en Bolivia, Argentina, Brasil y Reino Unido, contra todo pronóstico en Estados Unidos y ahora en México. De ahí que Rosanvallon entregue este año El siglo del populismo que, si bien no conoce todavía distribución mexicana, está disponible ya en papel en España (Galaxia Gutenberg) y, para los francófonos, en e-book en idioma original (editado por Seuil, a la venta en FNAC, legible en Kobo).

Lo que postula con lucidez es una crisis de la representación política, en la que hay que entender el término no sólo como delegación de funciones sino como puesta en (la) escena. El grueso de la sociedad, argumenta, no se ve en el escenario político, no se reconoce en los rasgos, las formas, la agenda, la experiencia de vida de quienes detentan el poder en su nombre. Por tanto, aun en democracias de calidad –no que la nuestra lo haya sido– rechaza las mediaciones (instituciones, medios, intermediación de la sociedad civil organizada) a favor de opciones políticas que le ofrecen una promesa de gestión inmediata. He ahí puerta franca a los populismos.

Populismos hay muchos y no uno, argumenta, porque, a diferencia del socialismo, el liberalismo o el fascismo, el populismo no sería una ideología –no tiene corpus teórico, nadie se reivindica como tal– sino un método de acceso al poder y conservación de éste que estriba en la creación de una narrativa binaria que opone un “ellos” –la élite– a un “nosotros”, en que el pueblo muta de suma de individualidades ciudadanas a masa proletaria ultrajada y, por tanto, indignada. El discurso, que encuentra eco en la invisibilidad de esos ciudadanos sin agencia, mitificados en “pueblo”, tiene por resultado gobiernos fuertes que se abocan a destruir esas mediaciones en una operación que promete devolver el poder al pueblo burlado pero que, en la práctica, no hace sino concentrarlo en un Ejecutivo omnímodo, omnipotente, imparable.

El siglo del populismo es un catálogo argumental para denunciar lo que vivimos hoy en México. También es un espejo de nuestro fracaso como élite, una admonición de lo que debemos restañar en nosotros si queremos un día próximo restaurar la democracia.

Nos quedan, a lo sumo, tres años y medio.

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