Las opiniones se dividen. Por un lado, es innegable que muchas personas ven en López Obrador la encarnación de un político eficaz y creen que él tiene gran penetración en las masas porque sabe emplear un discurso que toca el “alma del pueblo”, y lo califican como íntegro (honesto e intachable), que busca irrefrenablemente hacer justicia (lo que eso signifique) y lo creen dotado de un brío inquebrantable con el cual va poco a poco creando un país con renovadas esperanzas.
En cambio, muchas otras personas piensan que López Obrador solamente es un político típico que encrespa al recurrir a un discurso continuamente mentiroso, aprovechándose de los recursos del gobierno para hablar y hablar sin ningún freno, y que ha fracasado en todo lo que se ha propuesto porque es fatuo (habla sin tino), ignorante (carece de instrucción en casi todo) y estólido (incoherente y falto de razón).
Cabe analizar al personaje, sus acciones y sus conferencias matutinas en dos aspectos: la historia y el discurso.
El juicio de la historia
López Obrador alardea de conocer la historia del país y quiere darle sentido a su “movimiento” bajo ese trasfondo. Y es la historia la que nos muestra cómo los políticos populistas que llegan a la presidencia pierden el piso, se engolosinan con sus propias ideas y se aferran a la creencia de que las masas los apoyan incondicionalmente. Intemporalmente. El ejemplo es José López Portillo.
En su tiempo, fue un político carismático y dotado de un verbo convincente. De manera recurrente hacía públicas sus más subjetivas decisiones, como aquello de hablar sobre los privilegios que concedió a su hijo José Ramón, como “el orgullo de su nepotismo”. Su oposición y molestia por el cuestionamiento de parte de la prensa libre y de los críticos del régimen, cuando sentenció: “no te pago para que me pegues”. Sus compromisos más fuertes en tono fuerte: “Defenderé el peso como un perro”. O sus desafectos personales: “Tú también, Luis”, cuando acalla a su antecesor, Luis Echeverría, por intentar hacer intrigas palaciegas.
Lo más fuerte de su gobierno (1976-1982) fue la nacionalización de la banca. El 1 de septiembre de 1982, durante su último informe de gobierno, López Portillo anunció la nacionalización de la banca y el decreto que sentó las bases de operación del nuevo régimen, así como las reformas a los artículos 25 y 28 de la Constitución. Encontró o inventó una justificación: “ya nos saquearon” –en referencia a la fuga de capitales–, pero “no nos volverán a saquear” –y entonces se impuso el control de cambios–. Al día siguiente, el Zócalo de la Ciudad de México se vio copado por miles de personas que vitoreaban a López Portillo. Aquel día el Metro capitalino dio servicio gratuito durante toda la mañana para llegar al Gran Homenaje y al definitivo Culto a la Personalidad. Hasta sus críticos lo vitoreaban abiertamente. Vivió el entonces presidente días de gloria y aplausos por doquier (menos en la esquina de los grupos empresariales).
Al paso del tiempo, dicha nacionalización resultó ser un desmesurado error financiero y político, y terminó por ser revertido. Seguramente López Portillo creyó que se trataba de una medida irreversible, porque había modificado la Constitución.
Lecciones históricas: nada es para siempre y las palabras se las lleva el viento (y el tiempo). El principio de realidad termina por erradicar las ideas sin fundamento permanente en lo social y económico. Por eso los caprichos presidenciales se evaporan y terminan pasando la factura a quien transitó de una manera traumática de la gloria al infierno. Y de este nunca salió.
Un discurso chafa
Los lingüistas y otros especialistas distinguen entre los usos instrumentales y los usos argumentativos del lenguaje. Es instrumental el uso del lenguaje cuando damos órdenes, gritamos, saludamos a nuestras amistades, nos quejamos de un dolor de cabeza o pedimos una taza de café. En ninguna de esas situaciones damos razones o argumentos; simplemente enunciamos deseos, afectos, emociones. En contraste, el uso argumentativo del lenguaje se refiere a que tenemos éxito o fracasamos cuando nuestros enunciados se apoyan o no en “razones”, pruebas o similares para convencer al prójimo de que nuestras ideas o creencias valen y son atendibles, dado que las suponemos fundadas (informes, datos, hechos, evidencias). Para los usos instrumentales no se requieren mayores requisitos. Para los usos argumentales hay que cubrir varias exigencias.
La política es una práctica que debe realizarse con base en argumentos. La cuestión es que hay discursos políticos que se construyen con elementos falaces, además de mentirosos, y por lo tanto, falla el discurso de los políticos. Falla y fallará, aunque sea aceptado, al menos temporalmente. Motivos para admitirlo transitoriamente hay muchos: miedos, fanatismos, desinterés, etc.
Si no se ofrecen pruebas, o si las pruebas están amañadas (por ejemplo, haciendo uso de medias verdades), o se apoyan en informaciones equivocadas, sesgadas (cuando se callan datos incómodos), la argumentación solo es un ejercicio de respiración y emisiones de voz que pueden engañar un tiempo, pero luego quedarán como “flatus vocis”; locución latina que significa algo así como “soplo de voz”, pero su sentido apunta más bien a la idea de la “palabra vacía”. La tradición filosófica medieval identifica con ese nombre la acción de emitir palabras carentes de sentido y defenderlas como si lo tuviesen.
Por su recurrencia a enunciados sin bases, sin razones, sin fundamento; por usar frases inconexas y palabrería que funcionan más como mecanismos de defensa (frente a sus presuntos “adversarios”) en lugar de dar información cierta de acciones gubernamentales, las conferencias mañaneras de López Obrador ya son solo “flatus vocis”. Se reducen a un repertorio de frases pronunciadas en eso que se conoce con un “ambiente controlado”, es decir, donde el orador –el presidente– no va a ser interrumpido por preguntas incómodas o cuestionamientos que le molesten. Nadie interroga al presidente sobre la fuerza y pertinencia de las bases de lo que dice. Una porque no tienen bases, y otra porque sus bases no son más que circulares, es decir, “valen” porque él lo afirma y punto.
Entre las muchas frases repetidas (como “disco rayado”, diríase hace tiempo) está esa de “vamos bien”. Es ambigua porque nunca queda claro a quienes se refiere: ¿al gobierno y su partido o a la gente y sus necesidades?
Ese “vamos bien” sería incontrastable con los hechos –reconocidos a regañadientes por el gobierno– del desabasto de medicamentos indispensables para cubrir el derecho a la salud de los mexicanos y en particular para los niños con cáncer. Ese “vamos bien” no puede ni siquiera pensarse cuando la inseguridad, la violencia y las muertes a manos de criminales impunes ensombrecen a buena parte del país. Ese “vamos bien” insulta a las familias que sufren los feminicidios de sus hijas. Ese “vamos bien” no puede sustentarse cuando se dejan de investigar las denuncias del acoso sexual de niños en escuelas.
Ese “vamos bien” no es para nada amigable para quienes perdieron su empleo y vieron abruptamente disminuidas sus condiciones de vida. Ese “vamos bien” no puede tener sustento cuando se regala dinero y no se crean condiciones para que las personas realmente puedan tener educación y empleo dignos. Si el dinero en las arcas del gobierno escasea, si la deuda crece y crece, entonces no vamos bien.
Lección: los “flatus vocis” de las mañaneras –se reconozca o no– responden a un mismo tipo de discurso, el que Jacques Lacan llamaba “el discurso del Amo”, que es un discurso generalizador y totalizador, pero que solo vale porque lo profiere el Amo. Yo, la verdad, hablo. Un discurso que intenta “capturar la verdad acerca de todo” termina por no decir nada útil ni verdadero. No es eficaz. No informa, porque no es su propósito exhibir datos, sino mantener una campaña política. La imagen del político.
Vienen a ser las mañaneras una especie de espejo para el narcisismo de quien cree que las masas que hoy lo aclaman, lo aclamarán siempre.