Si el humanismo es una filosofía de vida que, al margen de creencias sobrenaturales, afirma la responsabilidad de llevar una vida ética y responsable que conduzca al bien común, entonces se contrapone a ciertas aristas no muy agradables de la condición humana, intrínsecamente muy maltrecha. Porque, con un poquito de abrir los ojos, queda claro que la maldad no es una aberración, sino parte de nuestra naturaleza y que, bajo ciertas condiciones, se puede explayar a terribles extremos de crueldad. El psicólogo Paul Bloom afirma que “los perpetradores de violencia, nos dicen, deshumanizan a sus víctimas; la verdad es peor”; y explica que la moralidad no está ausente en los crímenes y que es más bien su interpretación retributiva la que los justifica a ojos de los perpetradores. Hablar de “monstruos” sólo sirve para disminuir su responsabilidad al simplificarlos y distorsionar sus motivaciones. En cuanto a las víctimas, no sólo no se les deshumaniza; bien al contrario, precisamente porque se les ve como humanas, es que se les humilla: si no hubiera conciencia de la conciencia del otro, no tendría sentido la humillación. Entonces la verdad a la que se refiere Bloom, peor que la idea de una deshumanización, es que “nuestras mejores y peores tendencias surgen precisamente de ver a los otros como humanos”.
Como diría Nietzsche, somos “humanos, demasiado humanos”, y las situaciones límite desnudan nuestra esencia, la que resulta de nuestra herencia, nuestra vida y nuestra voluntad. En la película Adiós, Mr. Haffmann, recién estrenada, un judío dueño de una joyería en la Francia ocupada por los nazis decide traspasarla a su empleado en lo que termina la guerra. Sin embargo, la represión arrecia y se ve obligado a quedarse escondido en el sótano de la tienda. Cambian entonces los roles, porque no sólo el empleado pasa a ser el dueño, sino que el dueño pasa a ser el empleado. A partir de ahí, se retrata la degradación del nuevo jefe, encandilado por un estatus para el que no estaba ni psicológica ni moralmente preparado. Medrando con los nazis mientras endurece el trato hacia el indefenso, probablemente ya anidaba, a flor de piel, el despecho, uno de los motores más frecuentes del mal. La Real Academia ofrece una definición magistral del sentimiento: “Malquerencia nacida en el ánimo por desengaños sufridos en la consecución de los deseos o en los empeños de la vanidad”. Como decíamos, el abusivo con su víctima y mandilón con los invasores probablemente ya estaba infectado de esa “malquerencia”. Para acabar pronto, y no hacernos guajes con la naturaleza del mal, bien sabemos que incluso su presentación radical puede trascender lo extraordinario y convertirse en rutina y en burocracia, como bien lo explicó Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalem: un reporte sobre la banalidad del mal.
Nuestra situación modifica nuestro proceder (where you sit is where you stand, dijo un sabio gringo), pero el caso es que todos somos susceptibles de cometer barbaridades. Es lo que por estas tierras se conoce como “sacar el cobre”, deleznable sustancia que puede ser filtrada y contrarrestada por el carácter. En la película, el joyero judío es un emblema a la dignidad. Porque no todos son, somos iguales, para usar una frase que se dice mucho últimamente. No, algunos se empeñan sólo en su vanidad y en sembrar odios. Están entre lo peorcito de la condición humana, por mucho que se parapeten detrás de un humanismo de hojalata, con el cobre a flor de piel.