Ernesto Laclau no fue un pensador latinoamericano. Si hubiera que ponerlo en términos tan limitados, Laclau fue un filósofo francés que supo nutrir su teoría política con otras tradiciones, como la filosofía del lenguaje de Wittgenstein. Su origen, identidad y conocimientos argentinos y latinoamericanos fueron apenas anécdota, a pesar de ser importantes. Por el alcance de sus ideas —difiriendo yo de sus propósitos electorales— y en contraposición a paradigmas que él postulaba, describiría a Ernesto Laclau como intelectual universal o, más precisamente, abrumadora, venturosamente occidental.
La belleza de la danza no la da el atractivo de los bailarines, aunque éste también sea parte de lo que llamamos danza. Veía recientemente un ciclo de películas de un director por entero prescindible, inflado en un festival. En una de las cintas, muchos bailaban, pero me interesaron dos figuras: la protagonista atlética y una figurante obesa. A pesar del arrasador atractivo de la primera, me interesó más la segunda. En sus movimientos residía la danza.
Cuando algunos hablamos de “entretenimiento” escapamos sólo parcialmente de la descalificación de ciertos filmes como “productos”. Nos acercamos terriblemente a la etiqueta abiertamente denigratoria de “comercial”. Pareciera haber una aversión, una manía, una fobia al deseo de reconocimiento a las creaciones y principalmente a la ineludible calidad de mercancía del cine. Sin embargo, ni siquiera los pequeños círculos del cine experimental escapan de lógicas sociales de prestigio ajenas a la certeza del arte por el arte. Es uno de los pequeños grandes triunfos de la retórica izquierdista. Pero cualquier película, por sublime que sea, es un producto.
El gobierno de Margaret Thatcher es ejemplo de construcción de hegemonía en Gran Bretaña y de genuina y positiva influencia global. Tras el interludio de Major, fue sucedida por Tony Blair, quien a pesar de pertenecer al partido contrario —de signo socialista— preservó y acentuó políticas iniciadas por ella.
Aun años después, pensadores de izquierda como Stuart Hall y Ernesto Laclau seguían fascinados por Thatcher: notaban que había operado hábilmente en todos los planos, enlazando coherentemente sus políticas con procesos sociales e históricos; aunque ellos diferían de su visión liberal. Sólo así sucede el cambio cultural: no por acción gubernamental sino por confluencia de factores sociales. Alguna vez, cuando le preguntaron cuál había sido su mayor victoria, Thatcher respondió: “Tony Blair”. Ahora con todo y graves daños autoinfligidos, en 2024 en el país gobierna de nuevo alguien del partido y con perspectiva cercana a la de Blair. Son hechos distantes de proclamar transformaciones por anticipado y falsas revoluciones de conciencias; pero, todavía en el gobierno en curso en México se consumará la peligrosa legalización del autoritarismo.
El artista requiere conocer minuciosamente su medio y el análisis es competencia desarrollable. Alguna vez con los poetas José Luis Bobadilla y Luis Felipe Fabre —supongo que por alguna clase compartida— teníamos en nuestras manos fotocopias de un ensayo de Jean-Luc Godard, quien no era ni es santo de mi devoción. El cineasta escribía decenas de páginas a partir de una sola imagen. Les pregunté si nosotros seríamos capaces de escribir algo semejante en ese momento a partir de sólo un verso. No lo éramos, todavía.
Ahora ya no recuerdo si había leído, visto u oído la información, pero le conté que Juan Pablo II habría visto La vida es bella, la película escrita, dirigida y protagonizada por Roberto Benigni, en que el personaje del padre, con tal de hacerle todo llevadero, mantiene hacia su hijo la buena cara de que su cautiverio en un campo de concentración nazi sería un estricto campamento de concurso en que aspiraban a ganar un tanque militar. Al concluir la proyección en una sala del Vaticano, el papa habría dicho: “Eso es el amor”. Mi interlocutor había sido provincial de los jesuitas y me pareció que me escuchaba con la misma mezcla de comprensión y horror con la que también me oía contarle sobre mis lecturas de los místicos. Quizá fue sólo algo circunstancial, pero en ese momento mi escucha se negó a refutar o acompañar mi entusiasmo por la anécdota alrededor de La vida es bella, que, por lo demás, por protocolo y otras razones quizá sea inverificable. Años antes de esa conversación, ante uno de los crímenes de la guerra civil que puso fin a Yugoslavia, Juan Pablo II expresó algo que sí es documentable. Dadas las miles de violaciones de mujeres y niñas en Bosnia y Herzegovina —por parte de combatientes que se identificaban como serbios— Juan Pablo II hizo un llamado a dar continuidad a los embarazos y a no discriminar a los inocentes bebés resultantes. Se trataba, según él, de “transformar un acto de violencia en un acto de amor y bienvenida [porque] las barbaries del odio y el racismo deben tener como respuesta la fuerza del amor y la solidaridad” [mi traducción]. Era, por supuesto, una solicitud inconcebible, fuera de toda razón ordinaria, demanda imposible para la absoluta mayoría de los seres humanos. El papa aludía a una revolución lejana al cambio de régimen de propiedad de los medios de producción: la experiencia transformadora del amor, una potencialidad espiritual de improbable cumplimiento, pero existente; un más allá de cualquier cultura, hegemonía y sociedad. Creo que ahí está la radicalidad de Jesús de Nazaret: en el llamado a vivir y buscar generalizar la excepcionalidad, algo que probablemente nunca ocurrirá, pero con poder y belleza categóricos.
Años después, también por su infinita comprensión, convertí a quien acaso era el decano de los jesuitas mexicanos en la única persona con quien he compartido la desgracia que tantas consecuencias ha tenido y que quizá después contribuyó a que se apagara en mí la fe, a perder la percepción de la presencia tangible de Dios.
Personajes que se aferran —hasta con uñas— a una vida “burguesa” pero se postulan ante los demás, particularmente sus afines, como guerreros anticapitalistas. ¿Se creerán su discurso o estarán en control de él? La respuesta es la diferencia entre cinismo y delirio. Que su vida es ridícula es un hecho.
El festival de cine latinoamericano que organizamos por tantos años en Londres estaba, sin que lo supiéramos, a punto de iniciar una de sus últimas ediciones. Me contactaron de una empresa naciente que buscaba promocionarse en nuestras funciones. Se trataba de operaciones para alcanzar públicos interesados en cines ausentes de la cartelera común. Era la entonces desconocida plataforma MUBI.
El sobresalto de caminar por cualquier ciudad italiana. Andaba yo cerca del Vaticano y noté una librería con títulos tanto en italiano como en español. Entré a ver, terminé en la caja con varios volúmenes, incluyendo el de un antropólogo y jesuita peruano que me había auxiliado a decidir el tema de mi tesis de maestría (grandes afectos y agradecimientos retrasaron mi aceptación de que —a pesar del gatopardismo— la Contrarreforma no puede sino ser doctrinal y preservadora del statu quo, como evidencia Francisco). Al concluir el pago de los libros la dependienta me dijo con acento italiano, pero en español: “Gracias, padre”. Deambulé por mucho tiempo entre la intensa decepción por esa percepción y sobresaltos que no se apaciguaban ante la apariencia de muchas italianas.
¿Alguien puede animarse —sin exceso de desvarío— a sugerir que 505 años después todos experimentamos los beneficios de la existencia y del arte de Leonardo?