Tal parece que la república que promueve el gobierno es tan amorosa que amenaza con llegar a ser desbordadamente cursi por la avalancha de sentimientos que despierta y moviliza. Ya desde hace años se ha manejado un lenguaje altamente emotivo, cuyo fin es polarizar. La campaña pasada y el arranque del gobierno se han usado para atacar viejos símbolos de poder, como las pensiones de los ex presidentes, convertir a Los Pinos en un centro cultural, “vender” el avión presidencial y cerrar el NAIM. Por otra parte, cada día ocurre una nueva ocurrencia por parte del ejecutivo y su partido que mantienen ocupada a la opinión pública, alejando su vista de los asuntos de gobierno. Y finalmente, la constante alabanza a un pasado mítico busca encuadrar las emociones populares a la veneración de un líder que encarna las virtudes del patriotismo.
En efecto, los sentimientos se encuentran a flor de piel en este sexenio y no es algo casual, sino premeditado. Un lenguaje emotivo fomenta la fe en alguien en lugar de cuestionarlo toda vez que es percibido como alguien “bueno”; y hace que se odie a quien es señalado como “malo”. Como resultado, el individuo termina cerrándose a la argumentación y a la posibilidad de atender información que choque con sus prejuicios, haciendo que simplemente reaccione para defender sus creencias.
Un lenguaje cargado de emociones sirve para aglutinar al grupo que cree en un líder, especialmente cuando se le percibe como víctima de ataques. Esa ha sido una táctica usada a lo largo de la historia: nombres “como cristianos” o “protestantes” se usaron primero para denostar y después para identificar a las comunidades, por ejemplo. ¿Este recurso ya no sirve? Tomemos un tuit de un conocido “maromero”, cuyo nombre se omitirá no por guardar su identidad, sino porque sirve para demostrar el argumento:
Nos quieren abajo, sin verlos a los ojos. Y si nos atrevemos a hacerlo, somos las enojadas, los chairos, las nacas, los ignorantes. Ya basta. Este país también es nuestro. Que no se olvide.
Otro efecto de emotivizar el lenguaje es apelar a la excepcionalidad de quienes se perciben como dueños de la razón: ellos sí pueden hacer cosas que condenaban a los considerados “enemigos”, porque son “buenos” en esencia. Como resultado, se impulsa una visión ad hominem de la política; facilitando meter cualquier tipo de falacia, creencia o absurdo si es congruente con los sentimientos del grupo.
Una vez lograda la emotivización del lenguaje, la lucha política se reduce no a argumentos, sino a sentimientos. Algunos ejemplos: “los conservadores tienen celos al presidente por haberse reunido con Jared Kushner en la casa de un empresario en plan de amigos”, “no se explica la oposición sino porque tienen pejefobia”, “quienes critican a la Cuarta Transformación son clasistas, racistas o temen perder sus privilegios”.
El triunfo de esta estrategia puede llevar a la marginación del opositor, pues ellos están mal porque sólo saben odiar y desean destruir a la comunidad y sus conquistas. Así han funcionado las teorías de la conspiración a lo largo de la historia: el considerado “otro” es relegado a guetos o excluido de la vida comunitaria por sus diferencias.
Veamos cómo funcionan estos mecanismos cognitivos a través de un tuit de otro conocido “maromero”:
Lo que me molesta de que defiendan a Porfirio Díaz es que revela muy cabrón sus preferencias: les vale madre las condiciones sociales de un país mientras haya crecimiento económico para unos pocos, las élites. “Si a los de arriba nos va bien, al país le va bien” y no es cierto.
El primer paso es descalificar a otros porque “le molesta” algo que cree o siente. De ahí se inserta la falacia del falso dilema: o se apoya a Díaz o a lo que considera “bueno”, ignorando que puede haber posiciones críticas. Es decir, le interesa resaltar el apoyo al oaxaqueño porque lo asocia con una visión elitista que, sin argumentar, desacredita sin ofrecer opción. Finalmente adereza su tuit con expresiones coloquiales que resaltan las emociones: “muy cabrón”, “les vale madre”.
¿Qué hacer con esta estrategia? Primero, reconocer que el objetivo no solo es dividir sino ganar creyentes: si se les ataca directamente se les reafirma en su postura y les ayuda a mover simpatías a su favor. Otro riesgo es caer directamente en sus falacias o peor aún, explicarlas ante un público que ya no sabe de argumentos sino de sentimientos; lo cual también desean.
Segundo: si por algún acaso se está en una discusión con ellos, hay que interpelarlos no por sus argumentos, sino señalando sus falacias o tácticas e invitarlos a pulir sus argumentos. No es bueno darles el gusto de mostrar su posición como “justa”.
Finalmente, y una vez que se les logra ver en su perspectiva, se les puede satirizar. Por ejemplo, tomar sus tuits y desdoblar sus argumentos, descontextualizarlos o contestarlos con labia. Hagan judo con sus falacias. La restauración de la democracia será lúdica o no será.