Debemos a los celtas el rito que convoca a las almas extraviadas y dio lugar a Halloween. Como otras fechas religiosas, ésta tiene su origen en el clima. El 31 de octubre anuncia la cercanía del invierno. Los días comienzan a ser más cortos y las memorias más largas. En torno a las fogatas se evoca a los espíritus que ya no están ahí. El cristianismo encontró otra línea divisoria el 1o. de noviembre, Día de Todos los Santos, para celebrar a quienes superan el purgatorio y alcanzan la vida eterna.
Nada de esto se manifiesta en las calabazas de plástico que venden los centros comerciales. Los clientes que contemplan murciélagos, telarañas y calderos de utilería, no piensan en los druidas ni en los fieles difuntos, sino en el precio.
En México, la Noche de Brujas se extiende al Día de Muertos: la Catrina convive con personajes de los Simpson, Scooby-Doo o el manga japonés; unos piden su “calaverita”, otros su “Halloween”.
Levantemos el festivo inventario de nuestra necrología: comemos calaveras de azúcar, Aguascalientes tiene un Museo de la Muerte, nuestra novela emblemática transcurre en el más allá de Comala y las más variadas zonas del arte aluden a la invencible Calaca, de la poesía de Muerte sin fin a los grabados de José Guadalupe Posada, pasando por La vida no vale nada, de José Alfredo Jiménez, y Mátenme porque me muero, de Caifanes.
Resulta simplista decir que el mexicano se burla de la muerte porque no le teme. Para empezar, hay muchos tipos de mexicanos y no todos tratan del mismo modo a la Pelona. Pero algo parece incontrovertible: el gusto por contar magníficos chistes en los velorios no viene del desprecio a la muerte, sino, por el contrario, de la urgente necesidad de sublimarla.
En el México contemporáneo numerosas familias ni siquiera saben dónde están sus desaparecidos. El país se ha transformado en una necrópolis sembrada de fosas comunes. “La muerte tiene permiso”, diría Edmundo Valadés. Aun así, del 31 de octubre al 2 de noviembre regresa la pasión por el pan de muerto, los altares con flores de cempasúchil y las películas de terror donde un visitante llega con una sierra eléctrica.
Los celtas llamaban darach (roble oscuro) a los druidas que extraviaban el rumbo. La verdad sea dicha, el Halloween contemporáneo le debe más a las ganas de tener escalofríos que a la necesidad de establecer contacto con almas errabundas. Algún dramático editorialista podría decir que los druidas oscuros han triunfado sobre los esclarecidos. No hay que llegar a ese extremo para saber que en estas fechas el comercio y el morbo son más fuertes que la espiritualidad. El humor negro de las “calaveras” rimadas coexiste con formas menos ingeniosas de la celebración, como la costumbre de disfrazar a los niños de limosneros de ultratumba que amenazan con hacer maldades si no obtienen su ración de caramelos. Esta economía del chantaje recreativo ocurre en el país con mayor índice de diabetes infantil. Lo adecuado sería dar jícamas y zanahorias a los pedigüeños, pero lo sano resulta anticlimático.
Ser amargo es fácil, ser alarmista requiere de inventiva. Procuremos lo segundo analizando el futuro que llegó antes de que nos enteráramos.
“Los chinos nunca mueren”, decía mi abuela. Se refería a que se pasan los documentos de identidad unos a otros. Hoy en día, un tráfico parecido domina el planeta: la principal mercancía son los datos personales, según demuestran Facebook y Google. La diferencia es que este tráfico es secreto. De manera subrepticia, las plataformas que surgieron para vincularnos extraen la información que nos define. Sin necesidad de encender el fuego de los druidas o celebrar Pentecostés, los motores de búsqueda entran en contacto con espíritus. Nadie tiene más datos tuyos que tu teléfono, es decir, que las personas con acceso a tu teléfono. Para un sistema operativo siempre es Día de Todas las Almas.
Del mismo modo en que los documentos de los inmigrantes chinos han pasado de generación en generación, la IP de una computadora es más valiosa que el cuerpo que la originó.
En su novela Almas muertas, Gógol planteó la posibilidad de capitalizar recursos de los siervos que han fallecido. El mundo digital ha logrado algo superior: monetiza tu intimidad como si ya hubieras muerto. Al escribir tu password, das tu “calaverita”.
Este artículo fue publicado en Reforma el 1 de noviembre de 2019, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.