Huberto Batis murió. Cumplió un ciclo como el que a todos nos tocará si somos afortunados y dejó una huella relevante (para mí), más como un vehículo para el debate literario y un medio para el surgimiento de varios escritores, que él mismo como escritor. El tema lo platicamos él y yo cuando, hace poco más de veinte años, fui director adjunto de unomásuno. Batis también lega un esfuerzo contra las mafias literarias y un sentido lúdico e iconoclasta como pocos; su líbido, persistente en los pasillos y asidua en el suplemento cultural que muchos recuerdan, es ya legendaria. Para mí fue un enorme acicate cuando joven y aún no conocía a Batis y a tantos otros con quienes al paso del tiempo nos hicimos amigos. No le lloro, pero recuerdo grandes intercambios en las paredes del periódico. Conservo su sonrisa traviesa y cabrona, retadora siempre con la idea más concisa o disparatada, como fuera, ya que el fin era ése precisamente: suscitar el entusiasmo de la inteligencia y, en esas, echar desmadre. Creo que en tal sentido, pudo sentirse satisfecho Huberto en los últimos días del invierno de su vida.