“El hombre piensa porque tiene manos”. Esta atractiva frase de Anaxágoras fue citada por Aristóteles con el entusiasmo de quien se dispone a refutarla. Para el autor de la Ética, las ideas no son consecuencia de lo que se hace con las manos; al contrario, la habilidad manual existe para poner en práctica el pensamiento.
Desde su origen, la especie ha dependido de la relación del cerebro con los dedos, la forma en que la vida interior se vuelve material.
Es más fácil estudiar los resultados de la mente que los proyectos que ahí se incuban. A propósito de este misterio escribió Nietzsche: “Podemos sentir cómo late nuestro corazón, cómo se expanden nuestros pulmones, cómo trabaja nuestro estómago, pero no tenemos ninguna señal de la actividad de nuestro cerebro. La fuente de nuestra conciencia es inaccesible a nuestra conciencia”.
De los jeroglíficos egipcios a las redes sociales, la escritura es un trabajo manual que no siempre se ha hecho del mismo modo. ¿En qué medida los instrumentos determinan el discurso? ¿La creatividad depende del medio en que se ejerce?
El propio Nietzsche reflexionó sobre el asunto en sus años finales, cuando se convirtió en el primer filósofo mecanizado. Agobiado por el insomnio, un cansancio crónico y la mala vista, buscó un remedio desesperado para seguir escribiendo. En 1881 se enteró de un invento concebido para los ciegos, la máquina de escribir, que no dependía de la vista sino del tacto. Años después, el poeta Gerardo Diego resumiría la rara magia de pulsar teclas bajo un dictado cósmico: “Son sensibles al tacto las estrellas/ No sé escribir a máquina sin ellas”.
Para paliar su mermada condición física, Nietzsche buscó el clima cálido de Italia. En 1882 recibió en Génova una máquina de escribir de forma esférica creada por el danés Rasmus Malling-Hansen. Aunque el teclado se dañó un poco con el viaje, el filósofo se entusiasmó con el invento al grado de dedicarle una oda que comienza así: “La esfera de escritura es una cosa como yo/ Aunque está hecha de hierro se daña fácilmente con los viajes”.
Es posible que el estilo aforístico del último Nietzsche se reforzara con ese instrumento; del mismo modo, podemos suponer que el muy leído Byung-Chul Han debe su estilo epigramático a las tecnologías digitales; sus libros breves e intensos parecen el exitoso resultado de quien se sirve de los pulgares para filosofar por un teléfono de gama amplia.
La escritura a mano ha tenido notables defensores. Heidegger consideraba que la mediación mecánica alteraba el ritmo natural de las ideas. Le alarmó que, después de milenios dedicados a la caligrafía, el ser humano se entregara a un veloz artilugio que suprimía la elaboración física de las letras, y comentó en sus lecciones sobre Parménides: “La máquina de escribir separa la escritura del dominio de la mano, es decir, del dominio de la palabra. La palabra misma se convierte en algo tecleado”.
Cualquier persona que se expresa por escrito se deja influir por el medio que utiliza. La pluma fuente que se desplaza con sedosa suavidad sobre el papel parece llevar en su interior sorprendentes adjetivos y un teclado que se resiste invita a percutir en él. ¿Podemos imaginar En busca del tiempo perdido sin la existencia de la pluma fuente?
Por desgracia, ese hermoso utensilio debe ser recargado, deja manchas y se presta más para la firma de un tratado de guerra o un contrato nupcial que para la escritura de circunstancia. La agitada vida moderna exigía una herramienta de batalla y en 1943 Ladislao Biro patentó el bolígrafo, que en México se popularizó cuando Estados Unidos lanzaba bombas nucleares y recibió el nombre de “pluma atómica”.
Juan Forn recordó que las distintas maneras de escribir son inseparables de la evolución: “Darwin explicó, escandalizó y puso fin a la era victoriana cuando dijo que la repetición de un acto crea hábito, y que el hábito se va convirtiendo en instinto”. De manera vertiginosa, los nacidos a mediados del siglo XX pasamos del bolígrafo y la máquina de escribir a la máquina eléctrica y de ahí a la computadora y al teléfono, lo cual significa que adquirimos instintos sucesivos.
Hoy en día, el índice es esencial para la tablet y el pulgar para los mensajes de texto. La historia de las manos es la historia de las palabras.
Pensamos para usar los dedos, para convertir ideas en actos, es decir, en escritura.
Este artículo fue publicado en Reforma el 20 enero de 2023. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.