La reacción de la Iglesia al asesinato a manos del crimen organizado de los padres jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora en la Sierra Tarahumara fue contundente. El Episcopado mexicano hizo un llamado enérgico al gobierno federal a “revisar las estrategias de seguridad, que están fracasando”. En la misa de cuerpo presente de los curas asesinados, el padre jesuita Javier Ávila dijo: “Desde este recinto sagrado, espacio de reconciliación, de paz y de esperanza, respetuosamente pedimos al señor presidente revise su proyecto de seguridad pública, porque no vamos bien y esto es clamor popular. Este evento lamentable no es aislado en nuestro país. Los abrazos ya no nos alcanzan para cubrir los balazos”. El propio Papa Francisco tuiteó “¡Cuántos asesinatos en México!”.
Aunque el llamado del Episcopado haya sido a las autoridades de todos los niveles, es claro que la estrategia cuestionada es la del gobierno federal que es en realidad un solo hombre: Andrés Manuel López Obrador. No se recuerda un señalamiento tan puntual de parte de la Iglesia a un presidente mexicano. Los obispos michoacanos alguna vez pidieron a Peña Nieto revisar la estrategia en Michoacán y a Felipe Calderón le reclamaron extorsiones en templos religiosos, pero no habíamos visto una molestia institucional tan categórica. Ahora que una institución de poder real fue sacudida por la violencia homicida, muchos hablan de haberse llegado a un punto de inflexión. La pregunta es cuánto poder real aún tiene la Iglesia.
No es noticia que el poder real de la Iglesia está en declive. Si lo medimos por porcentaje de feligreses, ha habido una reducción sustancial en los últimos 70 años. En 1950, según censos históricos divulgados por el INEGI, el 98.2% de la población se declaraba católica. En 2020 ya sólo era el 77.7% de la población, una caída de más de 20 puntos. Si lo medimos por número de sacerdotes, hay un grave déficit de la vocación clerical. Los poco más de 17 mil sacerdotes no alcanzan para cubrir el territorio. En 2005 ingresaban a los seminarios cerca de 9 mil jóvenes por año, hoy son menos de 5 mil, una reducción del 30%. Cada vez hay menos seminaristas y la edad promedio del clero rebasa los 55 años, según la Organización de Seminarios de México (Osmex).
Aun así, México es el segundo país con más católicos en el mundo, después de Brasil. Es un poder considerable aún. Sin embargo, contra el crimen organizado –en términos de poder coercitivo real– no hay mucho que hacer. El Cardenal de Guadalajara, Francisco Robles Ortega, dejó clara la impotencia frente a la delincuencia que ya cobra derecho de piso del 50% en las fiestas patronales en el norte de Jalisco, con denuncias similares en Nayarit, Durango, Tamaulipas, Coahuila, Michoacán, Nuevo León, Morelos, Chiapas, Chihuahua y Estado de México. Desde el 2021 el Episcopado ha advertido sobre el auge de la extorsión.
En teoría, el Estado es el que debería proteger a las congregaciones religiosas, sobre todo en un país laico. Pero el Estado en México en estos momentos no sólo está en plena complacencia con los criminales sino en manos de un intransigente, de ahí que su respuesta a los clérigos haya sido que están “muy apergollados por la oligarquía mexicana”. Así, la Iglesia enfrenta a esos dos poderes reales al mismo tiempo: al crimen organizado y a un Estado indulgente. Más allá de pronunciamientos y llamados enérgicos que tal vez puedan tener un efecto electoral, no parece que la Iglesia pueda salvarnos de los tiempos que corren. Buscar en ella el punto de inflexión es un grito de desesperación entendible pero ilusorio.