Durante la segunda década del siglo XXI hubo diversas transformaciones en Latinoamérica, en cuyos gobiernos pareció que se pasaba de una fiesta de las izquierdas al renacer de las derechas, todo ello en un contexto con un muy destacado factor en común: la corrupción.
En 2020 la editorial mexicana Sexto Piso y la Universidad Autónoma de Nuevo León reunieron en el libro Los años de la espiral. Crónicas de América Latina 42 de los textos periodísticos que Jon Lee Anderson (California, Estados Unidos, 1957) ha realizado en 14 países de la región, en los que ha dado cuenta de la realidad que va desde comunidades primitivas hasta las sofisticadas operaciones de lavado de dinero que forman grandes fortunas, lo que resulta en un panorama muy rico, diverso, contradictorio y complejo.
Esa etapa en forma de espiral está integrada, según la mirada de Anderson, por el declive de la “marea rosa” (los gobiernos de izquierda), por desigualdades sociales, violencia, migración, delincuencia, ilegalidad, populismo y, sobre todo, corrupción.
Así, en su libro el periodista señala: “La mayoría de estas naciones ya son formalmente democráticas, pero están fuertemente aquejadas por culturas de corrupción oficial, desigualdades, inseguridad pública y profundas deficiencias en el Estado de derecho. Hay una tendencia hacia el populismo autoritario y creciente militarización en las sociedades latinoamericanas, y en los últimos años esto se ha acentuado notablemente”.
Sobre el volumen conversamos con Anderson, quien inició su trayectoria periodística en 1979 en The Lima Times. Ha colaborado en medios como The New York Times, The Guardian, The New Yorker, Financial Times, Le Monde, El País, Harper’s Magazine y Clarín, entre otros. Ha obtenido diversos premios, como el Reporteros del mundo (2005), el Liberpress (2006) y el María Moors Cabot, de la Universidad de Columbia (2013). Es autor de al menos una docena de libros.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué un libro de crónicas de América Latina en la década 2010 a 2020?
Jon Lee Anderson (JLA): En esos años, sobre todo a partir de la mitad de la década, vimos un acto de distensión entre Cuba y Estados Unidos, además del acuerdo de paz logrado con las FARC en Colombia, dos episodios coyunturales dramáticos de dimensiones realmente históricas. A partir de allí, en realidad, con muy pocas excepciones, ha sido completo mi interés por América Latina.
Entonces sentí, en pláticas con mi editor mexicano Eduardo Rabasa, que estábamos con un material que podía disponerse como una lupa para mirar la historia reciente hasta el punto donde habíamos llegado. Además, coincidía con otra serie de episodios dramáticos con que cerramos la década, como las muertes de varios de los líderes icónicos de la región, como Hugo Chávez y Fidel Castro, la caída en desgracia de Lula por su encarcelamiento, la llegada de Donald Trump para desplazar la política de distensión de Barack Obama (lo que fue una vuelta al pasado de las políticas norteamericanas), el golpe de Evo Morales y la llegada al poder de un hombre de centro-izquierda populista en México, Andrés Manuel López Obrador.
En fin, se trata de una serie de episodios y acontecimientos que me hacían pensar que esta década, a la que llamo de la espiral, era inusual, coyuntural, que marcaba un antes y un después histórico.
Uno podría decirlo de cualquier década; supongo que si nos pusiéramos a pensar, habría que decir que los sesenta o los ochenta fueron décadas clave, y a la mejor lo eran, pero sin duda está sí fue una década que realmente significó grandes y bruscos cambios. Empezamos la década en 2010 con la izquierda en el poder (aunque faltaron en algunos países), la famosa “marea rosa”, con los líderes que mencioné vivos y pujantes, y la terminamos con ellos en desgracia: muertos, en algunos casos en la cárcel y, además, con una noción de la izquierda en vilo, en jaque, contra las sogas, con una nueva derecha que resurgía, populista y en algunos casos extremista, como la de Jair Bolsonaro.
Entonces estábamos en un periodo de limbo, de incertidumbre, al que decidí llamar “espiral” porque, hasta hoy, ha habido cambios. Desde que escogí el título del libro América Latina sigue siendo una región con una vida pública y un porvenir inciertos porque no ha cuajado en su rumbo. Creo que eso hace que siga siendo una región pujante, vibrante, polémica; preocupante a veces, pero también apasionante.
Quisiera que el libro se lea como algo que, si bien son estampas de la última década, creo que muchas de las historias siguen muy presentes y que es una manera de picotear y de disfrutar de aspectos que continúan siendo relevantes en la región.
Espero que la gente no lo lea como una historia que ya tuvo su fecha de vencimiento, sino como una snapshot de lo actual y de lo eterna que es América Latina. Es sólo que paré el reloj de una década y dije: va, estas son 46 historias de 14 países sobre asuntos que podrían ocurrir también pasado mañana.
AR: En varias partes del libro esbozas dos tipos de izquierda: una, la vertiente de Hugo Chávez y de Fidel Castro, mientras que había otra que aparecía como alternativa: la de Brasil. ¿Qué pasó con esas tendencias de la izquierda?
JLA: No era una sola, y posiblemente haya más, así como hay varias derechas. Yo llamaría a la de Chávez y su estirpe la “izquierda de la consigna”, de la polera y boina rojas. No me queda duda de que él mismo y alguna gente que conocí a su alrededor estaban genuinamente entregados a la idea de la revolución, de los cambios radicales. Pero lo que siempre sentí en Chávez y en su entorno es una ligereza en la profundización de sus ideas, y ni hablar de la implementación de ellas. Creo que esto se ha comprobado con el tiempo.
Venezuela nunca ha dejado de ser ese país consumista, norteamericanizado, quizá producto de su ciclo de petróleo y su pertenencia a ese mundo que se engendró alrededor del capitalismo del siglo XX norteamericano, con sus burbujas en varios países aliados o grupos satelitales. Estuvo muy afincada en esa órbita y creo que nunca lo ha dejado de estar.
Tenemos esa izquierda de consigna que, si bien asesorada por los cubanos, que son más serios y más maduros en sus cuestiones, nunca llegó a calar de manera honda en Venezuela, que además tenía una población pobre no sólo sumida en la miseria sino también en grandes cifras entregada al narcotráfico, al narcomenudeo, al pandillerismo, a la sociedad de consumo criminalizado, que es un asunto que la izquierda se resiste a enfrentar en sus sociedades, sea en El Salvador o en México, en Venezuela o en Brasil.
Ese es otro aspecto de este mundo en el que el capitalismo ha triunfado en el último medio siglo: es la realidad del narcotráfico y del dinero que fluye por él incluso en los confines más bajos de la sociedad, donde antes no lo había pero después sí lo hay. Pero es un intercambio que implica la implosión de los ideales, la atomización del mundo ideal a cambio de uno netamente metálico. Eso lo vemos en todas partes en América Latina, y en el mundo hasta cierto punto.
Creo que allí es donde vemos la corrupción, tanto de la izquierda como la de la derecha. Ahora, y para no ahondar demasiado en eso, yo creo que hemos visto en la izquierda latinoamericana las pruebas de que también es corrompible. En algunos países lo hemos visto a lo grande, con bombo y platillo, como en Venezuela; en otros casos es más efímero pero sí hemos notado que partidos, sindicatos o movimientos exguerrilleros —como el caso de El Salvador con el FMLN (Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional)— son tan corrompibles como la derecha. Esto ha causado una especie de implosión del idealismo, tanto en las tendencias ideológicas como en la democracia misma como modelo.
Entonces tenemos por un lado la izquierda de Chávez, a cuyo lado pondría a Daniel Ortega, que al paso de los años resulta ser un rufián cretino; posiblemente a Rafael Correa, quien, aunque no me consta, también está acusado de corrupción, ha sido convicto y tiene que vivir en Bélgica. Hay suficientes indicios de que en su caso algo hubo, y no creo que todo sea carnada de sus rivales. En todo caso allí está la izquierda bocona, consignista.
Luego está la izquierda que también a veces tenía sus orígenes en la formación radical, como la de Lula en Brasil. Él fue un tipo que pasó años en la calle como dirigente laboral. Cuando llegó al poder, si bien compartía algunas de las tesis de los bocones, era un tipo más pragmático, muy entregado a la gente pero capaz de hacer migas con gente de otras ideas, e incluso de establecer una suerte de consenso hasta una medida en que finalmente le fue en contra, ya que confió en gente que no eran amiga sino enemiga y que buscaba derrocarlo, lo que al final logró.
A mí no me consta que Lula fue corrupto, pero le acusaron y pasó año y medio en la cárcel, y ahora está libre. Pero sí es cierto que había gente alrededor de él que sí es corrupta; incluso el PT en Brasil tiene muchos aspectos de ello. El quehacer político en Brasil es netamente corrupto y él trajo también a su grupo.
Ahora espero ver a Lula volver a la tarima, y ojalá logre desplazar a este patán extremista maligno que es Bolsonaro, un poco como Biden después de Trump (aunque ahora esté defraudando a muchos). Pero más allá de eso, puede ser como un viejo sabio que sepa volver a unir a la gente y a poner de nuevo al Estado brasileño en el buen camino.
Entonces vimos a un Lula capaz de hacer amigos con antiguos rivales, con presidentes de todo el mundo, que buscaba que Brasil tomara su rol idóneo como una gran nación que hasta intentó mediar entre Estados Unidos e Irán. Todo eso se ha perdido con su declive y el de Dilma Rousseff en los últimos años. Pero a lo mejor se puede retomar.
Además, aunque en público era muy leal a Fidel, a Chávez y no tendía a criticarlos, detrás del telón Lula intentaba ayudar y asesorar para que se hicieran mejor las cosas.
Hasta hace poco el genial viejo Pepe Mujica hizo lo mismo; ahora es más crítico. Ya no tiene nada que perder, y nadie tampoco le puede increpar su virtud revolucionaria tras haber pasado de líder montonero a 12 años en la cárcel, y después a ser uno de los más honestos mandatarios que hemos visto.
Michelle Bachelet, quizá más al centro, junto con Lula pertenece al mismo grupo de izquierdistas más pragmáticos, que saben que tienen que lidiar con otras tendencias. En el fondo son demócratas: creen en la alternancia en el poder y en la posibilidad de que sus ideas y algunas nociones del socialismo se empiecen a incorporar dentro del tejido capitalista de sus sociedades a través del regateo, la buena política y la alternancia.
Entonces ellos son más socialdemócratas que de la estirpe revolucionaria, que en realidad se ha quedado como una cosa retórica en manos de los demás, que han resultado ser tan corruptos como sus contrincantes de la derecha.
Entonces sí hay dos grupos grandes.
AR: Vamos sobre el aspecto económico. En uno de los reportajes sobre Venezuela citas a Pepe Mujica, quien dice: “No puedes hacer socialismo por decreto. Nosotros en la izquierda tenemos la tendencia a enamorarnos de lo que sea que soñemos, y entonces lo confundimos con la realidad”. ¿Cuál ha sido el costo de esta suerte de enajenación para América Latina? Ha habido varios líderes que han puesto la ideología por encima de muchas otras consideraciones incluso técnicas.
JLA: Ha sido desastroso porque casi se ha perdido la validez de la marca de izquierda y también de la democrática. Tanto en la izquierda como en la derecha vemos esa estirpe del caudillismo que se ha vuelto un poco canónico. Quizá aquí habría que mirar bien el legado de Fidel Castro, que, si consideramos el medio siglo que estuvo en el poder, creó una especie de figura canónica para la izquierda en América Latina, que era él, y que no movió ficha. La región venía de una tradición caudillista desde la época española, pasó por los conquistadores, los caciques y los libertadores, hasta los dictadores. Fidel representa uno de todos aquellos.
Entonces lo que necesita América Latina son políticos más sensatos, cuya personalidad no importe tanto como lo que hacen. Veinticinco años después de Chávez y Maduro, en teoría Venezuela debería estar mejor de lo que es, no peor. No todo es culpa del imperio: ellos tuvieron un trillón de dólares en sus manos en menos de una década, producto del petróleo. ¿A dónde fueron a parar? Ningún otro país latinoamericano tuvo tanto dinero en tan poco tiempo.
Hay sólo una explicación: la corrupción. Entonces, con pocas excepciones, lo que plaga la región entera es la falta de Estado de derecho y de transparencia. La corrupción es el gran lastre en América Latina, sea producto de la evolución política de cada Estado, de la herencia española e incluso la norteamericana, o producto del dinero fácil del narcotráfico durante el último medio siglo.
Yo creo que es la suma de todo eso, más una falta de empeño en consolidar las estructuras necesarias para una democracia saludable; es decir, con un Estado de derecho, que los policías, los jueces y los políticos sean honestos, y que los que están en el fuero público consideren un honor y un privilegio servir cuatro o seis años para el bien común, para sus conciudadanos, no una oportunidad para llenarse los bolsillos.
Vamos a ver más de lo mismo. Yo diría que América Latina está en una crisis moral debido a esa tendencia, con muy pocas excepciones. Menciono a dos a nivel nacional, sin querer decir que me identifico en todo con sus gobiernos o que no tengan flaquezas: Uruguay y Chile.
Aunque hay grandes diferencias entre sí, son dos países donde, a mi entender, es muy difícil sobornar a un juez o a un policía. Además, sobre todo en el caso de Chile, a pesar de estallidos y grandes colisiones sociales han encontrado la paz en este camino de una Constituyente en que están empeñados. Han demostrado una gran madurez en llegar a un acuerdo nacional: hasta su presidente, que es de derecha, aceptó que había cometido un error en sus primeras percepciones y juicios en torno al estallido social, lo que es una excepción en el hemisferio entero.
Asimismo, ambos países han tenido una alternancia entre el centro izquierda y centro derecha sin mayores exabruptos, lo que han eludido los demás países.
Ojalá más de los países puedan ir avanzando hacia ese tipo de armonía social, la que, con pocas excepciones, no vemos.
AR: Hay una parte en la que citas a Eric Hobsbawm por su libro clásico sobre los bandidos. Allí hablas de una entrevista con un líder criminal que está en la cárcel y que dice que no les interesa lo social sino sólo el beneficio. Al respecto me interesó mucho la huella que dejó Pablo Escobar en Colombia. ¿Qué ha pasado con los bandidos y los revolucionarios en América Latina? ¿Cómo ha afectado el crimen a esta época?, ¿qué pasó con él en la marea rosa? ¿A su declive contribuyó la delincuencia organizada?
JLA: Claro que sí, el narcotráfico ha calado muy hondo en lo que es la izquierda. Fidel lo mantuvo apenas a raya en Cuba, que es, quizá, el único país en el Caribe y Centroamérica que no está contaminado por el narcotráfico.
Pero claro, en los años 1988-1989 el narco casi se traga a la isla cuando ocurrió el caso de Arnaldo Ochoa y los hermanos De la Guardia. Pero lo trató con mano dura, y es que su principal general estaba intentando hacer migas con Pablo Escobar. Si eso sucedió en Cuba, miremos bien a los demás países, y muchos que sucumbieron a eso. Es muy difícil resistir esas cantidades de dinero, además de la intimidación que significa para mucha gente que está en los escalafones más bajos de la sociedad.
Hemos visto presidentes, a ministros en ello, por ejemplo, en México. Mira hasta dónde ha llegado la corrupción, que nos consta, con gobernadores, con fiscales generales, jefes de policía. Es bochornoso, pero tampoco es increíble si consideramos el gran poderío que han llegado a poseer los narcotraficantes y los cárteles.
Eso ha influido y ha contaminado la marca de la izquierda.
Creo que lo que dijo el viejo Pepe Mujica es muy cierto, aunque jamás ha querido salir a decirlo en voz alta y acusar a sus amigos de Venezuela: en este país hay gente dentro de altas esferas de la revolución bolivariana que saben de narcos en ellas y no han hecho nada, o bien uno deduce que son cómplices de ellos.
Sobre aquel gánster brasileño: cuando le pregunté si el grupo al que él ayuda a dirigir, el Comando Rojo, que tenía su origen en una organización guerrillera urbana, todavía tenía pretensiones sociales, me dijo, mirándome fijamente: “No, Jon. Hoy somos criminales nada más”. Palabras textuales.
Creo que desde hace rato ha sido hora para que la izquierda se mire bien en el espejo y se haga una autocrítica de verdad. Mira al FMLN en El Salvador: sus dos presidentes están prófugos y les han dado asilo en Nicaragua. ¿Quién es Daniel Ortega hoy día? Es como un pachá de Turkmenistán, y con su mujer y sus hijos son los dueños de su país. Es increíble que la izquierda cayera en comportamientos tan oscurantistas y primitivos de corrupción abierta.
Si Cuba, esa otra izquierda austera, heroica, retórica, un poco masoquista, quiere mantener su revolución o algo de ella, ya le toca abrirse porque tiene una juventud que nació muchos años después de la revolución y quiere alternativas. Si no se cuida terminarán nada más con una dictadura.
Una revolución, por definición, sacude el ambiente social y lo hace dinámico; si deja de hacerlo, ¿qué es? No es una revolución, y no se puede justificar la tenencia eterna del poder nada más por utilizar ese término como si fuera una bandera sagrada. No, tienes que volver a ganarla, y la única manera es arriesgarse en elecciones.
AR: En el libro hay algunas historias que son fascinantes y que me interesa que comentes qué nos dicen de América Latina: la Torre de David en Venezuela, un gran edificio financiero cuya construcción quedó inconclusa y que se convirtió en una suerte de ciudad vertical de los pobres. Otra es el de la presunta construcción del canal de Nicaragua, un gran proyecto que se realizaría con capital chino, y el de los pueblos aislados que viven prácticamente en forma primitiva en Perú y en Brasil.
JLA: Son netamente historias de América Latina. Aunque parece estrambótico eso de la Torre de David con su gente, cada latinoamericano sabe de la existencia de los pueblos jóvenes, de las villas miseria, de las favelas, porque cada ciudad los tiene. Esta es una de las regiones más desiguales del mundo, y por ello no hay mexicano o peruano, brasileño o uruguayo, que no sepa de la existencia de la miseria y de las invasiones de tierra.
También muestra una cosa incierta: dónde empieza la legitimidad y dónde lo clandestino. Eso está a la flor del día y se observa cuando alguien sale de su casa en todos esos países. No está cuajada la legalidad y la legitimidad todavía muchas veces se consigue arrebatándola.
Eso se debe a la falta de soluciones de los Estados latinoamericanos. Difícilmente hemos visto en otros lugares que la gente pobre ocupe un rascacielos, aunque tampoco es tan descabellado. Eso explica la Torre de David, que es una historia icónica de la región y que puede resonarle a cualquier latinoamericano.
Están las historias de la gente indígena, como los kayapó explotándose a sí mismos con las minas de oro, o los pobres mashco piro en Perú saliendo de la selva tras 100 años después de una masacre. Son episodios muy dramáticos que a mí me calaron hondo, que han sido un constante en la historia latinoamericana desde hace 500 años y que persiste. Es como viajar en el tiempo, y América Latina te da esa posibilidad: estamos viviendo todos los siglos a la vez.
Los mashco piro eran habitantes tanto del siglo II como del XIX, cuando sus bisabuelos o tatarabuelos tuvieron que irse a la selva, pero también del siglo XXI, cuando aparecieron delante de mí.
Lo del canal de Nicaragua era, nada más ni nada menos, que una intentona china de repetir lo que habían hecho los paisanos míos 100 años antes en Panamá, metiendo sus dedos en la misma bañera. Fue muy interesante.
Es un continente en el que la gente se proyecta ilusiones, que piensa que puede encontrar fortunas, tesoros escondidos, tomar el poder. En algo América Latina sigue siendo una frontera, con sus riesgos y sus premios, con sus tierras para ser saqueadas y también almas para ser conquistadas.
AR: Volvamos a la izquierda: su gran promesa es la justicia social. ¿Qué pasó con ella? Mencionas, por ejemplo, en el caso de Brasil la Bolsa Familia, pero en otro los programas parecen más bien de un uso muy clientelar, usados para conservar el poder. Al respecto también está el caso extravagante de Haití con su presidente Sweet Micky, quien, aunque no de izquierda, dijo acerca de una pequeña obra en una comunidad: “Es que esta gente siempre ha vivido en la mierda, y va a seguir viviendo en la mierda. Pero esto es algo”. ¿Qué ha ocurrido con las políticas sociales?
JLA: En demasiados casos vemos estos episodios que son claramente ejemplos de politiquería. Difícilmente se separa a un hombre de una mujer que alega que tal obra pública es algo producto de su propia ilusión. El dicho de Sweet Micky subrayó su cinismo en el país más hecho mierda de todos.
Sin embargo, cuando estuve con Andrés Manuel López Obrador en campaña, él hablaba de las grandes obras que quería hacer: el Tren Maya, la refinería, reactivar una cementera, en fin. Las ha seguido, con mucha controversia, por supuesto, porque es muy obstinado.
Yo lo veía un poco como una especie de Roosevelt en sentido mexicano. Cuando yo veía a México y a los mexicanos pensaba que muchos viven en una realidad que tiene mucho de la de Estados Unidos en los años 30, después de la Gran Depresión, con grandes desigualdades, mucha pobreza y la necesidad de empleo para crear la infraestructura de un gran país. Entonces en ese momento le di el beneficio de la duda ante ese tema y le veía cierta lógica; pero, por otro lado, sonaba muy idealista y un poco naíf porque él no tenía una respuesta a los temas de la inseguridad y el narcotráfico, y es obvio que todavía no la tiene. Pienso que esa ha sido la gran flaqueza de su presidencia hasta ahora.
Pero teóricamente lo que él proponía no era descabellado; quizá se puede argumentar que una refinería en la hora del nacimiento de las soluciones energéticas verdes no es lo más sensato. Este es otro debate, y yo le entendí que tenía que dar empleos, por lo que no dudé de su sinceridad y de su verdadero idealismo en torno a su entrega con su gente. Yo creo que le apasiona la noción de ayudar de manera verdadera, y no me parecía un politiquero en ese sentido.
Ahora, de que tenga otras cualidades y otras flaquezas, puede que sí. Pero en eso le di algo como lo que le decimos en inglés throwback (regresión), casi como un ciclo atrás, a la época de Roosevelt, Attaturk u otros líderes nacionalistas, algunos malos, otros mejores, hacedores de grandes infraestructuras para sus países, modernizándolos. En ese sentido López Obrador siempre me ha parecido un hombre con un pie en la historia (él la vive) y con el otro en el presente.
Cuando me habla gente como Mujica o Bachelet, también les creo. Lula tiene un gran carisma y, no importa de qué hable, te convence. Es muy cálido; Chávez lo fue también, y en el fondo era también bromista.
Uno siente que Lula también cree cuando habla de las obras sociales que quiere llevar a cabo, y las ha hecho. Él criticó muchas de las políticas rurales del país y, además de la Bolsa Familia, realizó otras políticas. Pero hay muchos otros que hacen politiquería, la que no es genuina ni auténtica ni duradera.
AR: Parece que 2016 fue el annus horribilis para la marea rosa. Para entonces sucedieron o habían ocurrido varios hechos: Donald Trump ganó las elecciones, murieron Hugo Chávez y Fidel Castro, el referéndum sobre la paz en Colombia. Después llegaron al poder Jeanine Añez, Jair Bolsonaro y, más recientemente, Nayib Bukele. ¿Por qué sucedió ese declive?
JLA: Creo que el detonante fueron los casos de corrupción. No hay que olvidar el famoso escándalo Odebrecht, que empezó a ser la vitrina de la corrupción del hemisferio y cayó el velo de los ojos de mucha gente.
También ocurrió el declive de las bondades materiales provenientes de Venezuela. Hay que recordar que por 2013 y 2014 empezó a bajar el precio del petróleo, lo que coincidió con la muerte de Chávez, la llegada de Maduro al poder y no solamente el estancamiento sino la caída al abismo de ese país.
Durante la década previa ese país había sido el mecenas de la izquierda de la región al pagar candidaturas y campañas políticas, bancar a presidentes amigos, al crear grupos comerciales y filosóficos afines. Dio préstamos por doquier y creó subsidios para presidentes como Ortega, los del FMLN en El Salvador y otros con créditos de petróleo, que, a su vez, solventaron la corrupción en esos países.
El dinero de Venezuela para Daniel Ortega nada más era, según tengo entendido, de 500 millones de dólares al año, que le llegaban en petróleo subsidiado, que él, a su vez, podía revender en el mercado libre. Según todos los cálculos, le significaban a Ortega un botín de 500 millones de dólares al año para su disposición, en un pequeño país en el que la mitad de la población gana un dólar al día.
Entonces yo creo que la corrupción fue el palo con el que pudieron cargar contra Lula, Maduro, Correa y Kirchner. A esta última ni la había mencionado, pero la única vez que la traté traía una cartera que vale como 10 mil dólares. Hay que recordar al ministro de ella que fue pillado al intentar esconder varios millones de dólares en un convento a las 3 de la mañana.
Entonces está la percepción de corrupción, pero también la imposición de nociones caudillistas, la tendencia a imponer, de eternizarse en el poder a través de una retórica impositiva. Evo Morales lo intentó, llevándose todas las leyes y la Constitución por delante para intentar ejercer, a pesar de todo, un tercer mandato. Sí, Jeanine Añez no era tampoco demócrata, pero fue él quien detonó la situación.
Creo que fue eso: un hastío con la corrupción moral y material.
AR: En muchas partes del libro está presente Estados Unidos, y destacan los textos sobre el acercamiento de Obama con Raúl Castro. ¿Cuál fue la influencia norteamericana en esta década que trata el libro? Fueron políticas muy diferentes con los gobiernos de Obama y de Trump.
JLA: Como siempre, creo que la situación es bien resumida por el viejo dicho mexicano: “Tan lejos de Dios, tan cerca de Estados Unidos”. Este país, tan poderoso económica, cultural y militarmente, se ha convertido, sea como sea, en el imán de la región, en el lugar de las peregrinaciones de los pobres para buscar una vida mejor.
Mi gran crítica es que los aspectos positivos del modelo democrático de Estados Unidos no han sido lo suficientemente bien compartidos con sus vecinos. En su empeño por exportar ese modelo durante la Guerra fría a sangre y fuego, Estados Unidos miró para otro lado, mientras que los criollos en turno, fueran militares u hombres con saco y corbata, alegaron ser demócratas, cuando en realidad eran rateros y asesinos, menos democráticos.
En muchos casos Estados Unidos sirvió para sostener una suerte de perversión de la democracia en la región, a cambio de estabilidad y acuerdos comerciales que le convenían, bases militares o puertos, libertad para que sus corporaciones manejasen negocios, para que hicieran importaciones o exportaciones de productos minerales.
Ha sido un mal vecino en muchos casos. Pero Obama fue un buen hombre, con sus debilidades y cometió errores, pero no creo que haya hecho nada por maldad durante su mandato. Se le puede culpar de asuntos, pero no los hizo por ser malévolo. Con América Latina intentó cambiar la historia; su lectura no era tan distinta a la de muchos latinoamericanos y era muy crítico con su propio país. Quiso genuinamente cambiar el chip, el rumbo, para aceptar la diferencia, e incluso era capaz de aceptar que Cuba se quedara comunista, que Venezuela fuera bocona y adversaria. Estaba convencido de que, así como en Estados Unidos hay partidos que se dicen de todo y hay alternancia, eso podría funcionar a nivel hemisférico con sus vecinos.
De eso se trató el increíble momento de la distensión con Cuba y las pláticas que llevaron al acuerdo de paz en Colombia, en el que él ayudó porque era como el socio invisible del presidente Santos y las FARC. Fue un momento casi dorado que vino y se fue.
Lo de Trump fue grotesco, de caricatura, durante los cuatro años que estuvo: volvió a la retórica, al verbo, y llevó a la diplomacia al punto más bajo que hemos visto tanto para el interior de Estados Unidos como para sus vecinos. Era un tipo desdeñoso, vulgar, cretino; cuando hablaba de los mexicanos yo sentía vergüenza propia y ajena.
Fui crítico de López Obrador en su decisión de acercarse e intimar con Trump. Entiendo por qué lo hizo, pero creo que le costó dignidad; hubiese preferido verlo obstinado ante Trump. Sé que con eso le podría haber ido mal y a lo mejor su decisión favoreció a millones de sus conciudadanos, pero fue un episodio difícil de presenciar.
Entonces Estados Unidos, tanto al comienzo de los años de espiral como al final y hasta ahora, sigue siendo un referente para la región, y su máquina económica es ineludible.
Ahora vemos los primeros pasos de China en la región, primero como un gran comprador de minerales, soya y otros productos, y aparentemente también con intentos como estar detrás del canal de Nicaragua y algunos de Huawei en Panamá. Buscará llevarlos más allá porque donde vea una oportunidad en el tablero de ajedrez que es el duelo geoestratégico que sostiene con Estados Unidos, la va a aprovechar. Eso va a continuar y lo vamos a ver.
Creo, por ejemplo, que Bukele está jugando ahora la carta china. Veremos algunos puntos de tensión entre Estados Unidos y ciertos gobiernos si se van con China, con algunos episodios cruentos. Dudo que la mayoría lo hagan porque los chinos no son santos de la devoción de mucha gente, y mucho menos en Occidente. Es una cultura tan ajena y su presencia es tan transaccional que, en comparación, hasta los gringos salen como Robin Hood.
AR: Hay varias partes del libro donde dices que la década que cuentas significa la caída del proyecto castrista. ¿Qué impacto he tenido esto en la política del continente?
JLA: Creo que todos aceptamos que estamos delante del fracaso del proyecto castrista. Se creó una noción de que se podía resucitar, a través de Chávez y de su dinero; eso ya terminó. No hay un joven en el continente, por más izquierdista que sea, que mire a la isla como el porvenir: sabe que no lo es.
Considero que estamos en un limbo interesante que, después de medio siglo, no deja de ser coyunturalmente grande. No sabemos a dónde vamos a ir; creo que estamos ante una crisis no solamente de la democracia sino de la izquierda y de los idealismos en América Latina, y no sólo allí sino en las Américas. Estados Unidos, desde Trump, es un país como los demás.
Que el modelo castrista finalmente fracasó no deja con qué. Creo que la izquierda no está muerta; la consignista, la chavista, la de Ortega, se fue porque no pudieron replicar o emular con seriedad y sinceridad el modelo cubano porque este es sostenible sólo porque está en una isla. Pudo sostenerse por las artimañas de Fidel; hoy en día luce con fecha de vencimiento. No sabemos cuál es, pero se nota que no es sostenible como cuando tenía dinero detrás y a Fidel en el poder (y a Raúl también).
Eso ya pasó o está por pasar; lo que queda es el empeño genuino de alguna gente (no necesariamente los líderes en el poder hoy en día) que ha demostrado autenticidad, sinceridad y entrega, impulsada por ideas socialistas, en ambientes más pequeños. Puede ser un cura o una monja por allí, con obra social, ya que quedan todavía algunos cuantos teólogos de la Liberación, así como varios activistas sociales empeñados en buscar sociedades más justas.
Algunos ministros aparecerán y pasarán por los gobiernos, y habrá politólogos y economistas que busquen crear programas tipo Bolsa Familia. Está, por supuesto, el viejo Pepe Mujica, que es el referente máximo y quizá el único sobreviviente de la época guerrillera con nombre y apellido que realmente representa la posibilidad de un socialismo (más bien, socialdemocracia) futuro.
Se me vienen a la mente también los zapatistas, el subcomandante Marcos y la gente que llegó a la tarima grande, pero para la que todo coincidió para que no pudieran perdurar allí. A lo mejor también se sobreextendieron y volvieron a sus caracoles en Chiapas, donde, según me cuentan amigos que los conocen, están empeñados en la vida comunal de acuerdo con su propia filosofía y principios, lo que es loable. No sé; tal vez sea un poco como en Israel cuando todavía era un lugar admirado por los kibutznik, esas pequeñas comunas en el desierto antes de la Guerra de los Seis Días a principios de los años sesenta.
Creo que quedan algunos ejemplos a retomar, pero la izquierda que necesita ahora América Latina es una que logre transparencia, gobernanza, pulcritud y obra social verdadera.
AR: Para terminar: has realizado tu trabajo periodístico en todo el mundo. En ese sentido, ¿por qué se distingue América Latina?
JLA: Principalmente porque es un mundo nuevo e híbrido, como lo son todas las Américas, llenas de sangres mixtas. África es negra, los árabes son árabes, China es China, India de los indios. Por supuesto que es más que eso, pero América es el mundo nuevo donde se han fusionado todas las sangres: aquí llegaron blancos y negros a mezclarse con la gente indígena. También llegaron árabes, japoneses y chinos, y aquí se ha fomentado una especie de mestizo.
Entonces es gente nueva, lo que es un proceso dinámico. En la lupa de la historia humana esto es muy reciente, muy fresco y muy volátil, por supuesto.
Pero creo que donde hay fusión de sangres, por más que haya costado, está también el porvenir de la humanidad. Con todas sus flaquezas, es lo que tiene América Latina y que no posee el Viejo Mundo con su sectarismo. Los árabes y los judíos no se matan en América Latina; a lo mejor no se quieren, pero no se matan. Las guerras europeas no han continuado en estas tierras nuevas; se han creado otros conflictos, pero al menos se han librado de los sectarismos del pasado.
Entonces América ofrece un chance para que la sociedad humana se lance desde una nueva plataforma. Eso es muy interesante y es lo que la hace distinta a cualquier otro continente en el mundo.
Yo siempre digo que soy muy optimista por eso, ya que, en el fondo, ofrece esperanza. Por más negro que se vean el presente y el horizonte mediano en América Latina, al final yo soy optimista porque sé que esa fusión de sangres es muy virtuosa y sacará mucha creatividad, efervescencia humana y una sociedad mucho más interesante y justa al final, porque es la perfección del ser humano.