El martes 19 de febrero de 2016 Gilberto Giménez, el mayor experto en cultura residente en México, habló en la Universidad Nacional —como tantas veces— sobre el estudio académico de la cultura. Creo recordar que mencionó conocer alrededor de 200 definiciones serias de cultura, pero como es comprensible en alguien competente intelectualmente, más que la cantidad le interesa la identificación de las diversas tradiciones que históricamente han abordado el concepto de cultura. Entre estas concepciones, algunas dan cabida al análisis de hechos como el que comencé a notar antes de la toma de posesión de Andrés López en 2018 y que sigue repitiéndose: considerarlo un presidente del color de la mayoría de los mexicanos. Esta percepción sería una cuestión cultural.
En su exposición, y en varias publicaciones, el profesor Giménez identifica que una fase reciente de reflexión e investigación corresponde a concepciones simbólicas de la cultura. No sé si cuenta entre ellas a la teoría del discurso y la hegemonía de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, que tiene coincidencias con ese tipo de conceptos de cultura, pero trasciende el campo al sugerir una idea de cultura que es prácticamente sinónima de sociedad o, con más precisión, de lo que hace posible la constitución de una comunidad. La falsa novedad de que Andrés López sería un presidente moreno puede ser visto desde la perspectiva de Mouffe y Laclau. La percepción inducida no es ajena a maniobras propagandísticas del personaje ni de su partido político —llamado Morena— por las que construyeron una impresión de cercanía con las mayorías; contrastante con lo observable en años recientes. Pero, la percepción no corresponde con la evidencia ni de la apariencia mestiza de otros burócratas que han ocupado la presidencia recientemente ni con la fisonomía no indígena de López, aunque hasta algunos malquerientes, desde prejuicios, quieran verlo de esa forma.
El fenómeno apunta a un riesgo mayor: que la arbitrariedad en la atribución de significados —incluso a la imagen del presidente— sea indicativa de posibilidad de éxito de los esfuerzos hegemónicos de López y su partido. No se trata sólo de la elección presidencial de 2024 que oficialmente comienza al tiempo que este mes de marzo —ni de la continuidad de Morena en el poder burocrático— sino, flexibilizando los conceptos, del establecimiento de un horizonte de comprensión, de que parezca natural y acertado un marco cultural generado para la concentración de poder y la acción corrupta del actual grupo gobernante. La eventual buena noticia es que la administración de López —con sus fracasos en temas fundamentales como salud, seguridad, educación, justicia y cultura— podría quitar el halo que las izquierdas se han atribuido por décadas. El peligro es que Andrés López se convierta en un referente político tan maleable y de consecuencias tan perjudiciales a través de décadas porvenir como lo ha sido Juan Domingo Perón (1895-1974) en Argentina. Por eso es indispensable aclarar el carácter de la intervención de Andrés López, para mejor combatirla.

En el libro recientemente publicado por Jorge Germán Castañeda y Joel Ortega Juárez, Las dos izquierdas. Lo que nunca se contó sobre la izquierda mexicana (2023), los autores, para dar un panorama político coherente de la acción de las izquierdas, identifican dos bloques: una izquierda independiente y la izquierda de la Revolución mexicana. Al hacerlo, han optado por una aproximación distinta a la teórica y doctrinal que realizan otros, como el historiador Carlos Illades, quien también cuenta entre las corrientes de la izquierda mexicana al nacionalismo revolucionario derivado de la Revolución. El término nacionalismo revolucionario se utilizó desde poco después de la redacción de la Constitución de 1917 y según Guillermo Sheridan fue decretado como ideología oficial del partido de la Revolución tan pronto como 1929. A su vez, Ortega y Castañeda enfatizan que desde su visión: “conviene distinguir entre el nacionalismo revolucionario de la izquierda de la Revolución mexicana, de aquel que a partir de los años veinte del siglo pasado, y sobre todo a partir de 1940, pasó a ser la ideología oficial del estado mexicano, sin que imperara mayor correspondencia entre dichos postulados y las políticas públicas concretas aplicadas en la realidad, con la excepción del periodo cardenista”. En uno u otro caso, el gobierno de Andrés López es una puesta en práctica del nacionalismo revolucionario, pero requiere de una caracterización más amplia y exacta para enfrentar sus eventuales consecuencias culturales.
Las clasificaciones que se han hecho —en ocasiones meras etiquetas, no infrecuentemente descalificatorias— son múltiples y no necesariamente alejadas de la realidad. Por ejemplo, el militarismo de la forma personal de gobernar de Andrés López es rasgo inescapable para la historia: se trata de acaso la peor herencia de entre sus varias innovaciones autoritarias. También está la denominación de populismo que paradójicamente abarca desde ser una adjetivación imprecisa —que quiere igualar a López con Echeverría y López Portillo— hasta el deseo de ser un régimen populista: más de un miembro del gobierno cree, erróneamente, estar poniendo en práctica postulados de Laclau —el más significativo teórico del populismo— en una operación hegemónica, no dándose cuenta de que inventar polarizaciones sociales no es antagonismo, ni mucho menos ser alternativa contrahegemónica. Esto, y más, debe ser abordado respecto a la acción del gobierno de Andrés López.
Los intentos y la insistencia del presidente en desaparecer contrapesos institucionales, así como su permanente búsqueda de socavar posibilidades de crítica independiente pueden ser vistas como parte de una regresión autoritaria, pues tales fueron las circunstancias durante buena parte del sistema político mexicano del siglo XX. No es la única similitud. El historiador Robert Freeman Smith rastreó los antecedentes del nacionalismo revolucionario en el creciente nacionalismo económico y las actitudes antiestadounidenses anteriores a la Revolución mexicana, asimismo, por su análisis de la intervención económica y cultural de países ricos en México, identificó el libro Los grandes problemas nacionales (1909), de Andrés Molina Enríquez, como un paso significativo en la formulación de tal ideología; que Freeman Smith describía como control nacional en la economía y la sociedad, así como, curiosamente, “un movimiento por la regeneración nacional”. Por estas y otras razones, es pertinente, pero incompleta —como expresó primero en un artículo en la revista Proceso en 2019 y luego en su libro Regreso a la jaula. El fracaso de López Obrador (2021)— la caracterización de Roger Bartra del gobierno de López como retropopulismo pues hay elementos de restauración y renovación del antiguo régimen. Por mi parte, encuentro dos rasgos culturalmente distintivos y problemáticos.

El nacionalismo revolucionario de Andrés López es falsario. Hay ejercicios de conteo y seguimiento de frases engañosas, promesas incumplidas, discursos distractores, enunciaciones sin sustento y llanas mentiras expresadas por el presidente. No es sólo la distancia con cualquier esfuerzo de verdad, sino que esto se da en un ambiente internacional de posverdad, de difusión de distorsiones con objetivos políticos. Tampoco se trata de originalidades políticas mexicanas pasadas o presentes. El historiador Leonard Folgarait enfatizó que la experiencia nacionalista revolucionaria —en especial como proceso cultural en los años veinte y treinta del siglo XX— no fue una excepción mexicana, sino que ante cambios sociales significativos hubo procesos de búsqueda del ser nacional que quedaron plasmados en forma artística y fueron utilizados por los nuevos gobiernos para consolidarse en países como Alemanía, Italia y la Unión Soviética. Pero, además, estamos en un tiempo en que filosofías posmodernas —relativistas e incluso irracionalistas— son aceptadas y legitimadas como emancipatorias, a pesar de que sus puestas en práctica apunten a lo contrario.
Los ataques del presidente a instituciones de educación superior, los intelectuales y los periodistas —así como su apoyo a una académica vuelta ideóloga como encargada de la ciencia y a un subsecretario de salud que por oportunismo político desincentivó el uso del cubrebocas, entre otros graves yerros durante la pandemia— participan de una deriva oscurantista. Un propagandista presidencial solía insistir que había una dimensión pedagógica en las acciones políticas de López, si así fuera se trataría de enseñanzas contrailustradas o, cuando menos, tan gatopardistas como en el pasado: ilusoria apariencia de cambio y generación de confusión. La dimensión falsaria del izquierdismo de López puede alinear a México con regímenes y sociedades que padecen tanta represión como la rusa bajo Vladímir Putin, en donde su invasión a Ucrania es presentada, sin pudor, como gesta positiva.
El nacionalismo revolucionario de Andrés López es encomendero. La encomienda fue un sistema del inicio de la colonización particularmente perverso pues —aunque temporal y geográficamente acotado— se postulaba como mecanismo para el cuidado de los indios, cuando en la práctica disfrazaba restricciones, abusos sobre las personas y después dio pie a pasar por encima de las leyes. Un elemento más del retorcimiento de la encomienda fue que por su retórica de protección —aunque inefectiva— y de evangelización y aculturación se volvió más difícil condenarla que una práctica tan flagrante como la esclavitud. Algo paralelo ocurre con políticas sociales del presidente López: se ofrecen a sí mismas como deseables e inatacables. El viernes 29 de marzo de 2019 sucedió algo más que un desliz: para explicar “la función del gobierno” respecto a “la gente pobre”, el presidente Andrés López los comparó con “los animalitos —que tienen sentimientos, ya está demostrado— ni modo que se le diga a una mascota: ‘A ver, vete a buscar tu alimento’, ¿no? Pues se les tiene que dar, ¿no?, su alimento. Sí, pero, en la concepción neoliberal todo eso es populismo, paternalismo”. Se trata, en lo profundo, de la lógica de la encomienda: ver a quienes son personas —conciudadanos— como dependientes y colocarse el detentador de poder gubernamental como opción virtuosa de control sobre quienes no merecen plena calidad humana.

Las políticas asistencialistas pueden tener beneficios marginales e incluso inciden pasajeramente en las estadísticas, pero no generan la riqueza necesaria para la vida digna que cualquier ciudadano merece. Conllevan una mecánica de control similar a la observable en la disección del nacionalismo revolucionario que Bartra ofreció en un texto de 1993, por medio de cuatro características que funcionaron como postulados doctrinales y actitudes políticas: la desconfianza, xenofobia y antiimperialismo particularmente ante Estados Unidos; la política de nacionalizaciones para limitar la propiedad de la tierra, monopolizar los recursos naturales y actuar contra la acumulación de capital; el gobierno intervencionista legitimado por su imaginario origen revolucionario y el autoafirmado apoyo popular y, finalmente, recurrir a la identidad mexicana como “fuente inagotable de energía política”. Además de la muy referida concentración de poder —así como artimañas de compra del voto— está el trascendente problema de la desciudadanización de muchos mexicanos, una tendencia que lejos de aliviar, perpetúa una cultura política no democrática. De nuevo, aunque parezca un ogro filantrópico redivivo, no se trata de una excepción mexicana, sino de un proceso global que acaso sea algo más que una ola de populismo, nacionalismo étnico y liderazgos autocráticos: el inicio de una era de pérdida de libertades.
El nacionalismo revolucionario de López es, en el par de defectos que por ahora describo, un fenómeno del siglo XXI, aunque las acciones de su gobierno parezcan anacrónicas. Según Ortega y Castañeda: “todas las tesis de Morena-gobierno forman parte del glosario de la izquierda de la Revolución mexicana”. Sin embargo, el desafío es que simultáneamente son parte del autoritarismo contemporáneo y que —por separado y en su conjunto— son disfuncionales y aun contrarias a la consolidación de una sociedad democrática y desarrollada. El legado cultural del presidente Andrés López y su izquierda falsaria y encomendera pueden ser sumamente perniciosos en la búsqueda de ideales de libertad e igualdad: hay que evitar la consolidación de su hegemonía desde diversas batallas culturales.
Autor
Escritor. Fue director artístico del DLA Film Festival de Londres y editor de Foreign Policy Edición Mexicana. Doctor en teoría política.
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