Después de leer concienzudamente todos los artículos que defenestran a Jacobo Zabludovsky en el semanario Proceso. Después de ver en cómo le prendieron incienso en su antigua casa, Televisa. Después de recorrer los Timelines de Twitter de los opinólogos más “doctos” sobre temas de periodismo. Después de sumergirme en otras líneas del tiempo en las redes sociales de “gente cualquiera” que utilizó el hashtag
#Zabludovsky, y sacar mis propias estadísticas sobre el contento o descontento de las masas sobre su labor periodística. Después de abrir Youtube y dar un recorrido puntual por las entrevistas más emblemáticas que se recuerdan en su paso por 24 horas (y antes). Después de mirar por el mismo medio las entrevistas que le hicieron otros periodistas, sobre todo cuando ya se encontraba en el invierno de su vida. Después de la lacrimógena despedida que le hizo Lolita Ayala en su espacio de noticas. Después de desvelarme viendo la utópica charla que Adela Micha pergeñó desde su mesa, y después de recordar la ocasión en la que lo tuve de frente, o más bien sentado a un lado en una sobremesa en el legendario restauranteSan Ángel Inn (donde rápidamente invitó a su casa a Nacho Solares y habló de uno de sus temas favoritos: el tango), creo que luego de todo esto, al fin, tengo una opinión más o menos justa sobre el personaje.
Y digo “justa” no en el afán de sentarme en el sitio de árbitro moral, pues creo que lo mío más bien es el libertinaje. Justa en un sentido global; sin apasionamientos ni alabanzas. Sin juegos verbales ni calificativos gratuitos.
Estas palabras son las de una espectadora como cualquiera; una mujer que nació a principios de la década de los ochenta y que siempre vio al citado periodista como un seño correcto, bien vestido y sin bigotes… Porque un niño poco entiende sobre corrupción y favores políticos.
Esa era la imagen que tenía de Jacobo Zabludovsky en los primeros años de mi vida; cuando me sentaba a cenar y de paso veía el noticiero. “Jacobo”, como le llamaban sus televidentes por una suerte confianzuda, “Aparecía en medium shot con su ensayada sonrisa simpática, traje y corbata impecables y enjaretada su cabeza por un par de audífonos enormes que lo convertían en una caricatura de sí mismo”, citando a Vicente Leñero. Y mi padre lo escuchaba y mentaba madres “porque era un vendido”, mientras que a mi madre le simpatizaba por su seriedad. El primero era (y sigue siendo) un asiduo y encendido lector de Proceso y la segunda era (sigue siendo) una ferviente seguidora de Televisa y su programación. ¡Vaya par! Y en ese contexto quien esto escribe fue formándose una opinión propia sobre los asuntos que acontecían en México y el mundo ¡De ese nivel la dicotomía! Así de ambiguos mis conceptos de “claridad” desde la primera infancia: por un lado, la lucha por la libertad de expresión de Julio Scherer, por otro, la cosmética de la fábrica de sueños que ayudó a edificar don Jacobo.
Hoy que las dos “piedras angulares” del periodismo mexicano han desparecido de este plano de existencia (una más pandeada que otra, por supuesto) las opiniones de los herederos de ambas corrientes presentan una pronunciada (y sana) bifurcación. “Hay de periodistas a periodistas”, dicen los febriles defensores de la libertad de expresión schereriana; esos quienes creen poseer un espíritu impoluto e incorrupto, pero que si los examinamos bien, seguro tienen sus aristas sombrías.
Los “periodistas buenos”, claro está, son aquellos que nunca ponen al servicio del poder sus plumas, pero, ¿existe en realidad esa especie? Hablando en términos prácticos: ¿los diferentes medios en los que trabajan dichas plumas no tienen convenios con uno que otro gobierno turbulento? ¿Hay una uniformidad en el ejercicio de “la verdad” o sí existen dos o tres figuras “intocables”?
La pregunta queda en el aire…
Regresando a Zabludovsky (y luego de refrescar un poco la información que se tiene sobre él) es verdad que fue un soldado fiel a la causa de sus patrones, sobre todo del prepotente Emilio Azcárraga Milmo. Es verdad también (y quien no lo vea es porque vive de ello) que fue un comunicador pandeado al régimen; amigo cercano de los presidentes más abyectos. Es verdad (aunque surjan opiniones contrarias) que por órdenes superiores, para él el 2 de octubre del 68 “fue un día soleado”. Es verdad que frente a un Dalí disminuido (y a mi gusto un tanto farsante) se vio torpe con sus entrevista. Es verdad que, de una u otra manera, fue cómplice y parte del crimen que cometió (y sigue cometiendo) Televisa al ofertar una televisión jodida para un pueblo jodido por su influencia.
Todo eso (y muchas cosas más) son a todas luces ciertas. Pero, ojo: esto sólo lo aceptamos las personas que podemos ver más allá de la mirada que un monopolio y una “dictadura perfecta” nos han querido retacar. Y algo es seguro (y en sus declaraciones posteriores queda de manifiesto): Jacobo Zabludovsky lo sabía.
En su fuero interno siempre supo que su “chamba”, lo que finalmente sostuvo a su familia, era un catalizador de la metástasis del cáncer que hundió al país en el oscurantismo priista que está de nuevo cubriéndonos con su manto.
¿Y qué se hace en estos casos? ¿Pedir que le corten la cabeza? ¿Defenestración? (si es que se puede echar por la ventana a un cadáver).
Hoy muchos bailan sobre la tumba del “periodista malvado”. No importa si en el fondo Jacobo, el hombre, fue un “alma” noble. Y en este punto quisiera darle otra connotación al término “alma”: la connotación que se le daba en la Rusia de Gogol, donde las “almas” eran simplemente esclavos.
Según las crónicas de Monsiváis y del propio Julio Scherer, Jacobo Zabludovsky fue en el tiempo de Azcárraga Vidaurreta y Azcárraga Milmo un esclavo, es decir, “un alma” que los patrones acomodaban a modo para sus fines usureros. ¿Suena espantoso? Así parece (en el universo de los justos y los próceres de la libertad de expresión), y más horrible suena el asunto conociendo el otro lado de Jacobo, las luces: su erudición con respecto al tango y a la historia de la Ciudad de México, su afición a la lectura (el viejo leía todo lo que caía en sus manos sin prejuicios ni veleidades intelectuales) pero ante todo nuestro enjuiciado poseía una cualidad que muchas veces se confunde con defecto: la lealtad a prueba de balas que tuvo hacia los amigos.
Por eso mismo digo que Jacobo era una buena alma, porque defendió (y alcahueteó, sí) a sus amigos a sabiendas que iba ser tildado en el futuro como el escudero de una horda de pillos innombrables.
¿Defendió lo indefendible? El clamor popular (en el sentido específico que en este plano lo “popular” es la voz de unos cuantos) reza que sí. El “Hoy es un día soleado” es recordada como la frase más hiriente de su repertorio, por la indiferencia presentada vía satélite ante un hecho tan reprobable como la matanza en Tlatelolco…
La biografía de un ser humano (imperfecto como todos) no se puede reducir al espectro limitado de su oficio, ya que el transito de una persona por el camino de la vida es lo más parecido a un cuadro claroscuro.
Leyendo detenidamente un texto de Vicente Leñero que se publicó en la Revista de la Universidad de México en junio del 2014, donde el célebre escritor introduce un relato de ficción que presenta a un Zabludovsky converso, inevitablemente recordé otro texto de Giovanni Papini basado en un poema de Browning titulado “La conversión del Papa” en el cual el hijo bastardo de un supuesto “hereje” que fue quemado por sus ideas pasa toda su vida pergeñando la venganza perfecta: llegar al papado y en plena coronación desconocer a Cristo frente a sus fieles.
Pero algo sucede con esta alma momentos antes de consumar su gran plan, cuando ve a la gente (al pueblo) a quien engañó durante toda su vida profesando una fe que despreciaba, esperando que aquel “santo” tomara el puesto que su Dios le había otorgado por sus virtudes.
En ese momento cae de rodillas y se ve vulnerado no por los poderes de la institución podrida que está a punto de tomar bajo su mando, sino por los rostros contritos de los seguidores de sus mentiras…
Ahora me permito reproducir un fragmento del texto de Leñero:
La Conversión de Jacobo Zabludovsky
(…) Muchísimo tiempo después, en marzo del año 2000, cuando se apartó o fue apartado de Televisa por Emilio Azcárraga Jean que deseaba iniciar su gestión sin ataduras, Jacobo Zabludovsky se lavó la cara, las manos, se sacudió de recuerdos y pesadillas, y reinició con extraordinaria vitalidad su camino hacia la conversión. Poco a poco, no de golpe, se transformó en el Zabludovsky el bueno.
¡Ocho de julio no se olvida!, clamaríamos ahora las víctimas del atentado. Pensando en eso —a 38 años de distancia— se me ocurrió escribir un breve relato de ficción. Es este:
Se abre la portezuela de un cuatro puertas negro y de él sale un hombre de 86 años en pleno dominio de la verticalidad. Asombra su entereza, su salud, la invariable sonrisa con la que extiende sus labios hacia quienes lo aguardan en la banqueta.
Es Jacobo Zabludovsky en el momento de llegar al recinto de la Cámara de Diputados para recibir la Medalla Eduardo Neri por sus 70 años de actividad periodística.
Después de los primeros apretones de manos, de escuchar palabras de anticipada felicitación, de recibir quizás un abrazo que le descompone por momentos su traje negro de dos botones, el celebrado cruza un pasillo entre ruido de aplausos.
Llega al foro. Escucha una elogiosa presentación. Se le entrega la medalla. Más elogios, más apretones de manos.
Lo invitan a que ocupe el atril para pronunciar el discurso que lleva escrito en hojas de papel bond.
En el nutrido salón, los legisladores e invitados se remueven en sus asientos, expectantes. Él empieza a leer con la modulación y el timbre de voz que tanto le conocen los presentes. Dice:
“Esta mañana no vengo a otra cosa más que a pedir perdón. Quiero pedir perdón a todos los que ofendí o lastimé o desacredité durante mi larga carrera periodística. Perdón por haberme sometido a las exigencias de la empresa en la que trabajaba, del gobierno al que servía, de los políticos a los que me rendí. Perdón por torcer la realidad. Perdón por no haber contribuido en aquellos desafortunados años a la libertad de expresión que ahora pretendo ejercer con profundo arrepentimiento. A eso he venido esta mañana: a pedir perdón”.
El silencio es absoluto en el recinto. Lo rompen, segundos después, un par de manos que aplauden lentamente y que desatan por fin el aplauso estentóreo, universal, a Jacobo Zabludovsky”.
Este escenario de ficción que nos regaló con su finísima prosa Vicente Leñero evidentemente nunca iba a pasar de ser eso: un escenario, una utopía. Aunque si somos un poco condescendientes y nos despojamos de fobias, el último Jacobo concedió ciertas pruebas de “arrepentimiento” por su lealtad a las huestes infieles del imperio televisivo que ayudó a construir (y del que fue expulsado por serle fiel a su hijo).
Para concluir:
El 2 de julio fue para muchos el verdadero “día soleado”. El día en el cayó el mito. El día de las lapidaciones hacia un hombre que tuvo uno enorme defecto, el peor: la lealtad (no a un pueblo sumergido en la ignorancia) a sus amigos.
Un hombre que para muchos “marcó escuela”… aunque sus pupilos sean remedos de periodistas y “almas muertas” al servicio del poder en turno.
Pero ya lo decía Nietzsche en su celebérrimo “Así habló Zaratustra”:
“El hombre es algo que debe ser superado. Por eso debes amar tus virtudes, pues perecerás por causa de ellas”.
Jacobo Zabludovsky pereció (públicamente) a causa de su virtud: ser “alma”, y ser leal.