Todos conocemos el Jenga, juego cuya popularidad devino global en los 90 y que sigue gozando de distribución masiva. Vale, sin embargo, recordar su mecánica: sus implementos son 54 paralelepípedos en apariencia idénticos pero que acusan imperceptibles diferencias en sus dimensiones; para iniciar el juego es menester erigir con ellos una torre, cada uno de cuyos niveles consta de tres bloques; los jugadores van removiendo por turnos un bloque –cuidando de que su ausencia no comprometa el equilibrio todo de la estructura– que van disponiendo en lo alto para formar un nuevo nivel; el equilibrio va precarizándose por fuerza pero, si los jugadores son hábiles y cautos, resiste muchos movimientos; cuando uno realiza el que compromete el equilibrio de la torre, ésta colapsa.
Nuestro sistema electoral se parece mucho al Jenga en la medida en que está edificado a partir de elementos cuya disparidad estructural resulta imperceptible pero relevante: participan de él dos órganos de Estado –el INE y la FEPADE, autónoma de jure aun si no necesariamente de facto– y uno de los poderes de la Unión –el Judicial, al que esta adscrito el Tribunal Electoral– pero también los partidos políticos, el Ejecutivo, el Legislativo, la ciudadanía. Conciliar atribuciones, agendas e intereses no es fácil cuando, como en el Jenga, su lógica debe por fuerza ser dinámica para existir, y está determinada por los movimientos de todos los jugadores; para que siga habiendo juego –para que la democracia se ratifique en su ejercicio–, los participantes deberán no sólo seguir las reglas sino ser prudentes, so pena de que el edificio se venga abajo de un plumazo.
El equilibrio de nuestro sistema electoral parece amenazado incluso desde antes de este sexenio: la credibilidad del Instituto Nacional Electoral ha venido siendo minada con injusticia e irresponsabilidad por un actor que cuestiona la legalidad de todos los procesos electorales que pierde y que hoy ejerce control formal sobre el Ejecutivo y el Legislativo, parece haberse hecho de uno informal y pernicioso sobre el Judicial y amenaza con minar la autonomía del INE merced a estrategias que van del hostigamiento mediático al anuncio de una reforma electoral que podría comprometer su autonomía. En paralelo, la actuación del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación es errática desde hace años, lo que evidencian tres presidencias fallidas y polémicas, una curiosa fidelidad al Ejecutivo de la que después pareció retractarse y una serie de escándalos de corrupción, ninguno resuelto a satisfacción.
En las últimas horas, la crisis en el TEPJF ha estallado, y de la peor manera: ante una ilegitimidad percibida en la gestión de su presidente, la mayoría de los magistrados ha optado para su resolución por declararse en una rebeldía violatoria de la normatividad de la institución y probablemente de la Constitución, que hoy redunda en dos presidencias paralelas e igualmente ilegítimas. El resultado de este movimiento es harto preocupante: el presidente acaso depuesto –resulta difícil evaluar si lo está dado el limbo jurídico en que sucede todo esto– apela para dirimir el conflicto a una Suprema Corte cuya autonomía también ha sido ya puesta en entredicho; y el presidente de la República ha aprovechado para declarar que hay necesidad de reformar no sólo el Tribunal sino también el INE, y que todos los integrantes de los órganos de gobierno de ambos deben renunciar.
No dudo que el Tribunal necesite poner en orden su casa. Sin embargo, pretender hacerlo a la mala cuando el INE está en la mira del Ejecutivo y de su mayoría legislativa es una jugada peligrosa. En los próximos días habremos de ver si el edificio de la autoridad electoral resiste un movimiento que no cabe leer sino como torpe, caprichoso e inoportuno. Como en el Jenga, la preocupación es una: que un acto precipitado redunde en el colapso, que el juego termine para todos.