Juan Gabriel (1950-2016)… ¡hacerlo todo por amor!

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Murió ayer, domingo 28 de agosto de 2016, en Santa Mónica, California, Estados Unidos, a causa de un infarto, justo en medio de una gira artística. Murió Alberto Aguilera Valadez.


Primera gran enseñanza de “Juanga”no hay que morir de viejo. No hay que morir jodido, arrinconado y agarrado a una pinche pensión gubernamental raquítica e infame, o a las limosnas que suelen dar los familiares a regañadientes. Hay que morir haciendo, hasta el último momento, aquello que más nos gusta… ¡Bravo, maestro!


Dos días antes de su muerte, Juan Gabriel dio un concierto. Y sí, es cierto, ya no cantaba gran cosa. A veces ya sólo salía a recitar, a pujar, a tararear sus canciones. La garganta ya no le daba para más… ¡pero el corazón no se le cansaba, ni aun enfermo! La gente iba a verlo, sólo a verlo, como quien va al museo a apreciar una obra de arte. Todo lo demás era ganancia. Esto suele pasar con las leyendas vivas: la gente se conforma con sólo verlas sobre un escenario.


Hay que morir con la muerte soplándonos el cuello. No hay que esperarla en una silla de ruedas. Hay que obligarla a que nos persiga, a que corra tras de nosotros, casi casi hasta rogarnos a pasar al otro barrio. Morir mientras se vive intensamente. ¡Así se debe morir!


Juan Gabriel es un ícono popular, es decir, es una figura que logra la más amplia aceptación del pueblo sentimental, profundo y visceral; cosa que no es fácil, nada fácil. Se trata de un compositor e intérprete que supo llegar al rincón más profundo del pueblo mexicano, ese pueblo que siente mucho y hasta el fondo. Un pueblo que palpa la vida a partir de sus dolores ciertos y de sus falsas esperanzas. Ese pueblo que sabe reconocerse en sus ídolos barriales. En muchas cosas se puede engañar al pueblo, menos en una: en sus sentimientos colectivos más profundos. Al pueblo “se le llega o no se le llega”, punto. ¿Fórmulas? Me reiría ante eso.


Juan Gabriel es un ejemplo de ídolo popular. Quién sabe por qué logró tocar las venas más sensibles de las masas, y no por unos cuantos días, sino por lustros, por décadas. Gente del pueblo para el pueblo. Artistas que no se pueden improvisar en los despachos de los ejecutivos del show business. Artistas que hablan desde las cuevas del dolor y de la esperanza de la gente más humilde; de la gente que puede resumir su pobre filosofía de vida en tan sólo una canción.


Juan Gabriel fue una yerba que creció de forma natural, como José Alfredo Jiménez, como Pedro Infante, comoPepe Aguilar, como Rigo Tovar, como José José. Ninguna estrategia de marketing puede crear a esta clase de personajes. Puede, a lo sumo, aprovechar su talento innato.


Yo lo conocí. Lo tuve cerca tres o cuatro veces. Gracias a mi tío Gilberto Palermo “El Príncipe del Tango” pude conocer a fondo la vida nocturna de la Ciudad de México, desde los tiempos de López Portillo hasta los de Salinas de Gortari. Gracias a eso conocí a Juan Gabriel en su época de oro, cuando abarrotaba “El Patio”, frente a laSecretaría de Gobernación. Además, tuvimos muchos amigos en común dentro del ambiente gay. Yo, sin serlo, tuve el privilegio de conocer a políticos y artistas “del ambiente” (así se le decía, para disimular).


En materia de respeto a la diversidad sexual, Juan Gabriel siguió la escuela de Carlos Monsiváis, de quien era amigo: no ser un activista abierto ni sistemático del movimiento gay (rara vez se le vio con banderas o prendas de arcoíris), sino un exponente consuetudinario del talento de la gente homosexual, esperando que, por añadidura, llegaran el respeto y la aceptación sociales.


Juan Gabriel, cuyas canciones a veces rayaban lo meloso y lo cursi, supo ser discreto con respecto a su vida privada. ¿Qué importa ésta cuando se tiene talento de sobra? Nunca basó su carrera artística en el morbo ni en el escándalo.


Juan Gabriel logró llegar a las cimas del éxito pese a tener muchas desventajas sociales: era pobre, era provinciano y era “suavecito”. Pero, además, era un hombre con una capacidad compositiva enorme e inigualable, y con una guitarra en las manos. Nada de quejas, pues. Su vida no fue fácil. Pasó hambre y pisó la cárcel. Pero se curtió en el dolor y no se permitió vivir de la lástima ni de la queja.


Se impuso a sus circunstancias y llegó a ser lo que es hoy: un mito popular, un artista del pueblo, un ícono de masas.


Por ello, es importante reconocer, sobre todo, su estatura como monstruo del mundo del espectáculo. No importa si nos gusta o no. Importa que reconozcamos su impacto en la gente sencilla, en la gente de carne y hueso, en la gente de todos los días. Porque ¿qué mexicano no ha “joteado”, al menos una vez en su vida, con alguna canción de “Juanga” y unos cuantos tequilas? Hasta el más “machito” se dobla ante la sensibilidad del “Divo de Juárez”.


En fin, ha fallecido un ídolo del pueblo de México, de la gente de habla hispana, de las personas que saben sentir, más allá del idioma, las letras de las canciones.


Vendrán los homenajes, todos ellos merecidos. Talentos como ésos son raros. Y yo terminó recordando aquella vez en la que le pregunté cuál era la causa de su éxito: “Como dice mi canción, hay que hacerlo todo por amor”.


Este artículo fue publicado en elarsenal.net el 29 de agosto de 2016, agradecemos al autor su autorización para publicarlo en nuestra página.

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