A usted y usted y usted y a ti,
gracias por su solidaridad
en el cuarto aniversario de
que mi amada Yaz
se despidió de nosotros.
Juan se fue; dicen que hacia el mediodía de ayer.
Y mire usted lo que es el destino, este camino que, valga la perogrullada, tiene inicio conocido más fin incierto.
Para Juan, este camino iniciado a mediados de la década de los años 70 del siglo pasado, fue de ascenso, de reportero suplente en El Universal y hasta codearse con las grandes ligas de la política nacional, como reportero y columnista de primera plana.
La de Juan es una de esas historias de reporteros, de periodistas que se tejen llenas de anécdotas con la información ganada, eso que las nuevas generaciones confunden al interrogatorio (que no entrevista) con chacalear. En esos ayeres del diarismo nacional se acuñó el adjetivo “Chacal” como medalla de orgullo y reconocimiento entre pares al reportero que obtiene la información exclusiva. Vaya.
A usted que me honra con su lectura le ofrezco nuevamente disculpas porque no abordaré tema alguno relacionado con la conferencia mañanera que, en Palacio, urde la mentira cotidiana y de brochazos de historia patria nutre a los asistentes.
No, no referiré que la empresa de Juan es una de las que entró en la etapa de inanición financiera porque no se ciñó a la idea de inclinar la cerviz frente a un falaz predicador que, dueño del poder, se sirve impune del aparato que entraña el máximo cargo de elección popular y determina cómo y a quien entrega mendrugos publicitarios.
Debo decir, a usted que me lee, que los periodistas, paradojas de la vida, alimentamos a la sociedad de información, de noticias que llevan firma pero somos eso, simplemente eso, una firma. Y nadie se ocupa de saber qué hay atrás de esa firma o del autor sin nombre de un trabajo que se imprime o acompaña a una imagen o se escucha por la radio y, hoy, se consulta en las redes sociales.
Los periodistas somos noticia cuando nos involucra el escándalo, o perdemos la vida en el ejercicio del oficio, como soldados en cumplimiento del deber. Pero, incluso hoy, tiempos de pandemia, pasan inadvertidos los fallecimientos de miembros de esta infantería que informa y comunica a la sociedad con el poder público y los actores sociales.
Hay quienes, insultantes personajes que pululan en las redes, se atreven a desconfiar de la causa por la que un periodista muere o decide morirse por propia mano.
Juan decidió irse por cuenta propia y acotó: “Soy yo quien decidió hacerlo”.
Y escribió una carta a Omar García Harfuch, secretario de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México, para comunicarle esa decisión de quitarse la existencia, que requiere de mucho valor.
¿Sabe usted por qué le llama “querido hermano” a García Harfuch?
Porque lo conoció de niño y es hijo del hoy desaparecido Javier García Paniagua, hijo a su vez del también ya fallecido general Marcelino García Barragán, hijos de El Grullo, Jalisco, tierra que fue también de Juan.
¡Ay!, Juan, de qué tamaño fueron las presiones que te obligaron al salto hacia ese espacio insospechado.
“Perdóname por acudir a ti en esta circunstancia, pero es la única manera que tengo de evitar especulaciones sin fundamento. Se trata de una decisión personal”, escribiste en esta carta enviada a Omar García, tal vez redactada en tu oficina del primer piso de la planta de Publicaciones Llergo, en el 517 de avenida Ceylán, luego de hablar con Heriberto Galindo, quien no atisbó en tus palabras premonición alguna.
Juan se fue y con él se desprende una rama de este añoso árbol que es la familia periodística, familia de la que sólo se habla cuando le cae la desgracia y de la que el inquilino de Palacio se ocupa para descalificarla y estigmatizarla, insultarla y hacerse el gracioso y golpear a quienes hoy les cobra facturas aunque, falaz, dice que no es venganza.
A Juan lo conocí en aquella cobertura que le encargaron, como reportero suplente de El Universal, de la reunión de la Asociación Latinoamericana de Periodistas para el Desarrollo que devino en La Federación Latinoamericana de Periodistas. Por allá de 1974.
Fue reportero de guardia y demostró que las notas de ocho columnas también se ganan desde la guardia en la redacción de los periódicos. Columnista con Solo para Iniciados en El Universal, el género del artículo de opinión lo abrevó en ese espacio que nos abrió Manuel Mejido Tejón en El Universal Gráfico, cuando los colegas llamados Los Niños Héroes decidieron abandonar la plaza y Enrique Sánchez Márquez, Fidel Samaniego y el de la voz la ocupamos.
¡Ah!, que tiempos. Y Juan crecía y se le reconocía como uno de los principales y más importantes columnistas políticos de México. Amigo de los amigos, leal y siempre con esa sonrisa franca delineada por el bigote tupido que se desparramaba en las comisuras.
Juan el de las botas vaqueras y los jeans y el cinturón piteado, enemigo de los trajes. Buen reportero.
–¿Cuándo vas a hacer periodismo? — le preguntó Carlos Salinas de Gortari, entonces Presidente de la República y su amigo.
–Cuando ya no seas Presidente— respondió Juan y junto con Carlos Salinas estallaron en la franca carcajada que entrañó esa relación que quién sabe cuándo entró en desuso.
Juan y sus atavismos, Juan y sus relaciones y sus decisiones y la mirada siempre puesta en hacer ese periodismo que no tuviera que pasar por encima de la amistad, ésa que es a toda prueba y no se olvida ni desecha cada seis años o tres, cuando el poder se acaba.
–¿Qué haces ahí? Vente a hacer lo que sabes hacer; vente a hacer periodismo— me dijiste un día cuando me ganaba la chuleta como subdirector de Comunicación Social en la entonces delegación política de Milpa Alta.
Y, ¿recuerdas Juan?, platicamos en tu oficina y me contrataste como reportero de asuntos especiales en la revista Impacto, que recién habías comprado como emblema de Publicaciones Llergo, éstas que años atrás agentes de Manuel Bartlett, a la sazón secretario de Gobernación, asaltaron en acto represivo contra la que llamaban “publicación al servicio de la ultraderecha”.
¡Qué jornadas, Juan! Con colegas como Elba Chávez Lomelí, Jorge Alejandro Medellín, Gustavo Castillo y otros que ahí hicieron sus pinitos. Y llegué a la dirección de la revista y luego me despedí.
Atrás quedó una historia de una amistad que nació en esos días en los que nos comíamos el mundo a puños y el Pulitzer se nos hacía poco y el Premio Nacional de Periodismo no aparecía en la cotidiana tarea de obtener la nota exclusiva y llevar el pan a la casa.
Juan se fue ayer y me dolió el alma, como solo duele –paráfrasis de Alberto Cortez— cuando un amigo se va.
Y los amigos y colegas, hermanos de oficio, no siempre se despiden como lo hizo Juan, cuya vida es digna de una novela. ¡Caray!, Juan, me quedo con el recuerdo de esos días plenos de periodismo en la redacción de Impacto, donde mi vida emprendió una etapa singular que se agotó cuando los años comenzaron a acumularse.
Reitero mis disculpas a los lectores de este espacio. De nosotros, los periodistas, no se escribe diario ni se rinde homenaje y reconocimiento. ¿Será porque somos los invisibles transmisores del acontecer de la vida económica, política y social?
Hasta luego, Juan. Conste.
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