En 2022 causaron tremendo revuelo, y con justa razón, las admoniciones del Papa Francisco contra la homosexualidad a la que consideró pecado (aunque después intentó enmendar con retruécanos sobre la sexualidad fuera del matrimonio y derivaciones por el estilo). En general, la respuesta mundial fue rechazar la filípica aunque a mí, hijo de los años 60, me habría gustado que el repudio se expresara con amor, así fuera el tipo de amor que no profesó Cristo y menos la Iglesia Católica. No sé, hubiera sido fantástico que miles de homosexuales se besaran en el Vaticano y las principales catedrales católicas del orbe para asentar que el amor no tiene barreras. Incluso, no necesariamente como reto a los cánones de católicos sino como vía alternativa: “Amaos los unos a los otros”, entre los devotos que también son homosexuales.
Eso fue lo que pensé aquella vez cuando leí que, a principios de los 1900, hubo alguien a quien le disgustó el amago del Papa Pío XI de excomulgar a quienes bailaran tangos porque, según él, eso era pecado. Una de esas bailarinas se llamó Carmen Valencia, nació en Sevilla el 18 de junio de 1882. Era esbelta y bajita por lo que le apodaron “Tórtola”, así como la pequeña ave europea de cuello alto, clisos encendidos y tonos grises.
A principios del siglo XX, el tango era catalogado como prostibulario por la Iglesia y la aristocracia europeas, ante todo en Italia y España (a pesar de sus raíces andaluzas). Pero Río de la Plata fue la médula de los santiguamientos porque, en sus barrios populares, surgió ese baile que también tiene orígenes afroamericanos (por ello me inclino a pensar que el significado primigenio de la palabra “tango” sea “lugar de reunión”, donde los esclavos desfogaban sus frustraciones). Las figuras mezclan sudores, entrelazan brazos y muslos e interpretan cuitas amorosas mediante la jerga conocida como lunfardo. La “Tórtola”, como he dicho, formó parte de esas historias. Lo hizo a sabiendas de que su tangueo desafiaba el sermón religioso, más aún porque lo hacía sin ropa interior y no como un paloma chiquita de plumaje parduzco, insignificante, sino como un hermoso cisne blanco. Su desplante libertario significó también una profecía cumplida porque, más de cien años después, millares de personas bailan tango sin que ello suscite la furia de Dios.
El día que me quieras
La rosa que engalana
Se vestirá de fiesta
Con su mejor color
La Tórtola voló por primera vez a México en diciembre de 1917, cuando la vehemencia revolucionaria aún cobraba vidas y el sound track del amor tarareaba:
Valentina, Valentina
Rendido estoy a tus pies
Si me han de matar mañana
Que me maten de una vez
Ese furor formó vientos favorables para Carmen “La Tórtola” Valencia porque la animaron a hacer de sí un homenaje al placer y el canto libertario, volando como ave en libertad. Los poetas e intelectuales del mundo pronto lo supieron, y los mexicanos entre ellos. Rubén Darío le llamó “La bailarina de los pies desnudos” y Ramón López Velarde desparramó tinta en su honor. “La Tórtola” fue una experta en ritos orientales, africanos bayaderos pero acaso sobre todo, se constituyó en icono de la liberación femenina y el erotismo, lo que también enojó a quienes se creen depositarios del mensaje divino en la Tierra, como lo muestra el escándalo que detonó desde su primera aparición pública en 1908, en el Teatro Gaity de Londres.
Desde luego, estoy sacudiendo el recuerdo de un ser excepcional, aunque el polvo impida la claridad deseable porque, salvo una pieza velada y oscura, no hay registro videográfico. Lo hago porque esas historias son registro de las penurias por las que el mundo ha transitado para reconocer emociones en la mujer que van más allá de la docilidad, la pureza y el recato que otras culturas y religiones le han pretendido imponer. La Tórtola planeó en esos vientos. Lo hizo majestuosa hasta ser comparada con la Margaretha Geertruida Zelle, la célebre Mata Hari. Quedan en el registro de la historia la sorpresa y el entusiasmo de los concurrentes por su misticismo manifiesto en la Danza del incienso y la Danza de la serpiente, entre otras. Por ello no podría explicarse la danza moderna sin ella ni Isadora Duncan (quien inspiró a la propia Tórtola).
Carmen Valencia fue anhelada y reverenciada por gobernantes y escritores, entre quienes tuvo amantes a su antojo. Pero había límites, incluso para ella. No podría ser aún más vilipendiada si, aparte de sus excentricidades budistas o su postura contra el corsé además, claro, está, de las mallas transparentes que la mostraban prácticamente desnuda, exhibiera su amor por Ángeles Madret a quien adoptó y con quien compartió gran parte de su vida, en una relación que habría aterrado al Papa Francisco e infortunadamente a millones de feligreses en el mundo.
“La Tórtola” enfrentó la inquina y también disfrutó el cariño, entre montículos de flores, alhajas y cajas de perfumes, de quienes vieron en ella el parteaguas que estaban cincelando, en esos mismos instantes, seres como Virginia Woolf. No exagero. De esa dimensión fue esta lasciva venus, muerta en Barcelona el 13 de febrero de 1955.
Hay escasa memoria sobre sus dos visitas a México. Pero registros hemerográficos dan cuenta de ella en los teatros Arbeu y Virginia Fábregas donde, en 1918, tuvo un recibimiento apoteósico. La plebe, así reseñan los diarios el evento, estuvo dispuesta a lo que sea con tal de ver su voluptuosa Fiesta de la danza. Lo mismo sucedió en Bolivia, Brasil, Cuba, Ecuador, Perú, Uruguay y Venezuela. Estoy seguro de que sus pisadas dejaron profundas huellas, tanto, que nunca faltará quien la recuerde frente a actos de censura, menosprecio y burla de las preferencias homosexuales o bisexuales, más aún cuando provienen del poder seglar y clerical.
Entre todo esto agradezco al Papa Francisco por conducirme, así fuera involuntariamente, a la exquisita insolencia de Carmen Valencia, más aún en un mundo poblado de indolentes, autoritarios y fanáticos. Le agradezco, reitero, porque ahora mismo la imagino bailando este tanguito:
Tibio está el pañuelo todavía
Que tu adiós me repetía
Desde el muelle de las sombras
Tibio como en la tarde muere el sol