marzo 9, 2025

“La bailarina de los pies desnudos”

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Hace unos días causaron tremendo revuelo, y con justa razón, las admoniciones del Papa Francisco por considerar que la homosexualidad es pecado (aunque después quisó enmendar con retruécanos sobre la sexualidad fuera del matrimonio y derivaciones por el estilo). La respuesta expandida en el mundo fue de rechazo, aunque a mí, hijo de los años 70 del siglo pasado, me habría gustado que ese repudio fuera manifestado amorosamente, no sé, por ejemplo, frente al Vaticano y las principales catedrales católicas del orbe miles de personas homosexuales pudieran besarse en público. Incluso no necesariamente como reto a la moral fraguada por la jerarquía católica sino como otra vía entre católicos, de lo que implica otra forma de entender la consigna “Amaos los unos a los otros”.

Eso es lo que pensé cuando, también hace poco, leí que a principios de los 1900 hubo una bailarina a quien le disgustó el amago del Papa Pío XI de excomulgar a quienes bailaran tangos porque era pecado. Se llamó Carmen Valencia, nació en Sevilla el 18 de junio de 1882; era esbelta y pequeñita y, quizá por ello, le llamaban “Tórtola”. El tango era catalogado como prostibulario por la Iglesia y la aristocracia europeas, sobre todo las regiones latinas, y Argentina fue el centro de los santiguamientos porque ahí surgió. Entonces la “Tórtola” desafió los sermomes, bailó tango sin prendas interiores, desplegando las alas no como un pájaro chiquito de plumaje parduzco sino como un hermoso cisne blanco. El tiempo le dio la razón a esta vedette extraordinaria y poco más de cien años después millares de personas bailan y cantan tangos sin que ello suscite la furia de Dios.

El día que me quieras
La rosa que engalana
Se vestirá de fiesta
Con su mejor color

La Tortola llegó por primera vez a México en diciembre de 1917, cuando el efervesencia revolucionaria aún cobraba vidas nada más porque “si me han de matar mañana que me maten de una vez”. Pero ese grado de excitación también fue cazuela para el chirriar de elogios y aplausos a quien hizo del cuerpo homenaje al placer y canto libertario. Los poetas e intelectuales del mundo lo sabían, y los mexicanos entre ellos. Por eso Rubén Dario le llamó “La bailarina de los pies desnudos” y Ramón López Velarde desparramó caudales de tinta en su honor. Fue una experta en danzas orientales, africanas e indias pero acaso sobre todo un icono de la liberación femenina y la sensualidad, temas que también desagradaban a los depositarios en la Tierra del mensaje devino como lo muestra el escándalo que denotó desde su primera aparición pública en 1908, en el Gaitu de Londres.

Desde luego, estoy desempolvando el recuerdo de un ser excepcional, lo hago porque esas historias son registro de las penurias por las que el mundo ha transitado para reconocer emociones en la mujer que se sitúan por encima de la docilidad y el recato que muchas otras culturas y religiones han pretendido moldearle. La Tórtola navegó en esas aguas y así llegó a ser comparada con la Mata Hari. Quedan en el registro de la historia la sorpresa y el entusiasmo del gran público por su misticismo manifiesto en la Danza del incienso y la Danza de la serpiente, entre otras. No podría explicarse la danza moderna sin ella ni Isadora Duncan (quien inspiró a la propia Tórtola).

Carmen “La Tórtola” Valencia, fue admirada y venerada por gobernantes y escritores. Hombre que sin duda la disfrutaron pero que también en ella avistaron horizontes distintos para las mujeres. Ella misma sabía que podría ser aún más vilipendiada por las buenas conciencias si, aparte de sus excentricidades, proclamara su amor por Ángeles Madret a quien adoptó y con quien vivió buena parte de su vida.

“La Tórtola” enfrentó la inquina y también disfrutó el cariño, entre carretadas de flores, joyas costosas y cajas de perfumes, de quienes vieron en ella ese parteaguas que estaban cincelando, en esos instantes, mujeres como Virginia Woolf. De esa dimensión fue esta lasciva mujer española fallecida en Barcelona el 13 de febrero de 1955.

Hay escasa memoria sobre sus dos visitas a México. Pero registros hemerográficos dan cuenta de ella en el teatro Arbeu y el Virginia Fábregas donde, en 1918, tuvo un recibimiento apoteósico. La plebe, así reseñan los diarios el evento estuvo dispuesta a lo que sea con tal de entrar a ver su voluptuosa “Fiesta de la danza”. Lo mismos sucedió en Bolivia, Brasil, Cuba, Ecuador, Perú, Uruguay y Venezuela. Estoy seguro de que sus pisadas dejaron profundas huellas, tanto, que nunca faltará quien la recuerde frente a los actos de menosprecio y burla de las preferencias sexuales distintas más aún cuando provienen del poder grial y clerical.

Entre todo esto me doy cuenta de que algo debo agradecer al Papa Francisco y es el hecho de que me remitiera a la exquisita insolencia de “La bailarina de los pies desnudos” más aún en un mundo poblado de indolentes y fanáticos.

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