¿Qué pasaría si hoy, en un intercambio entre personas cercanas, alguien escribiese: “¡El feminismo es el opio del pueblo! El espíritu igualitario hiede a idiotez. ¡Viva el machismo!”? Las frases, para un buen entendedor, se revelarían instantáneamente como broma, por lo absurdo de los enunciados. El feminismo es origen de uno de los principales procesos de cambio social de este tiempo. Pero ¿qué pasa si en el ambiente cultural, político y social predominan enfoques tales que la expresión libre se limita o prohíbe, incluso en privado, entre individuos? ¿Qué pasa si aun entre amigos hay miedo a decir ciertas cosas?
El escritor de lenguas checa y francesa Milan Kundera (1929) hizo un planteamiento de ese tipo en su novela La broma (1967) refiriéndose al totalitarismo socialista en Checoslovaquia. La vida de Ludvik se ve alterada de inmediato, con consecuencias a corto y largo plazo, por la persecución iniciada por la Unión de Estudiantes, que decide la interrupción de sus estudios universitarios y lleva a la conscripción de Ludvik. Su falta: la lectura, desde el celo de la ortodoxia marxista, de lo que anotó en una postal a Marketa, como provocación en el intercambio que ellos dos tenían sólo entre sí: “¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez. ¡Viva Trostski!”. En una sociedad en que alguna ideología puede aplastar a la razón, la existencia de bromistas —es decir: cualquier persona— es desechable y la risa y otras posibilidades humanas pueden verse canceladas.
Aunque algunos libros tengan interesantes historias alrededor de sí, cuando su calidad es literaria, no requieren de mitologizaciones. La broma tiene algo de biográfico: Kundera fue expulsado de su universidad por motivos políticos. Pero, hay que alejarse de la conseja de los libros prohibidos, pues con frecuencia enaltece libros de manera inmerecida. Cuando yo era estudiante de secundaria circulaban rumores de que La noche Tlatelolco era inconseguible por obra del gobierno mexicano. En ese momento, como ahora, el libro de Poniatowska estaba en cualquier librería, incluyendo las peores. Más recientemente, en un vistoso centro cultural —durante un brindis— una persona hablaba de la censura del crimen organizado internacional contra Saviano que, afirmaba, volvía imposible leer sus libros. Pocos días antes yo había comprado CeroCeroCero y visto otros del mismo autor en existencia. A veces, el aura de prohibición es mera técnica de ventas, no mérito literario. En cambio, sin que esto justifique a La broma, la represión socialista del siglo XX no fue una leyenda sino una estrategia brutalmente silenciadora, que persiste en lugares como Cuba.
La broma está lejos de ser sólo una novela de denuncia de lo padecido en los países que ahora conocemos como Eslovaquia y Chequia. A Kundera le interesó que no se le identificara como disidente y que no se partiera de suponer a su literatura sólo, o principalmente, como narrativa política. Su condición de exiliado en París se prestaba para esa caracterización. Pero, contrastaba con Aleksandr Solzehnitsyn, quien era el disidente soviético por excelencia al haber padecido prisión y trabajos forzados por más de una década. Además, Solzehnitsyn sí enfocó su obra a la denuncia del horror socialista. En contraste, La broma está llena de ingenio y aborda encuentros ilusorios y desencuentros tangibles.
Quizá el novelista habría aprovechado de la misma manera un contexto democrático y capitalista para explorar la existencia como lo ha hecho en esta primera y sus demás novelas. En sus cuatro libros de ensayos —El arte de la novela (1986), Los testamentos traicionados (1992), El telón (2005) y Un encuentro (2009)— Kundera defiende la autonomía y la especificidad de la literatura, contra su uso político. Sin embargo, en La broma es la represión motivada por el celo ideológico socialista —desde la certidumbre de suponerse conocedores de lo que es mejor para la humanidad— la que desencadena la acción. Así, contra la declaración del autor de que veía a la política como una tontería, La broma implica una disección de las consecuencias que restringir la libertad puede tener y que muestra tener siniestra actualidad a 55 años de su publicación.
Hay que enfatizar que Ludvik es víctima de un ataque preventivo: su broma fue una interacción privada con la persona deseada, no un acto abiertamente político (salvo que se suponga, erróneamente, carácter político a cualquier acción, en cuyo caso el significado de lo político pierde efectividad e incluso sentido). En este momento del siglo XXI —por lo que Kaiser ha llamado “la neoinquisición”— hay acciones de “cancelación”, sea de editores de importantes medios globales como el New York Times o de autores de libros de entretenimiento como J.K. Rowling, por no adherirse estrictamente a posiciones que la izquierda receta para la sociedad. Una “cancelación” de ahora no es equiparable a la represión socialista del siglo anterior, pero es síntoma de una peligrosa deriva. Hoy, por mencionar sólo dos ejemplos, el celo ambientalista y anticapitalista lleva a que militantes se conduzcan con una certeza que se confunde con la creencia en la infalibilidad, comparable sólo a la de totalitarios y moralistas de antaño.
Resulta curiosa la caracterización que Kundera ha hecho de sus novelas, pues desde ciertas perspectivas literarias se le ha objetado un exceso de intelectualización. Aunque no faltan razones a tales argumentaciones —lo que en La broma se insinúa posteriormente se volvería fragmentos de pleno carácter ensayístico y aun filosófico a mitad de las novelas— puede tratarse de una incomprensión del estilo de Kundera. El humor es consustancial a lo presentado como solemne. Combatiente de lo que ha llamado la “actitud lírica”, Kundera ha buscado adscribirse a una tradición de la novela que, frente a la ceguera del convencimiento, acepta la incertidumbre al grado de regodearse en el escepticismo. El tono aparente ha oscurecido su veta lúdica (sus cuentos publicados casi simultáneamente se llaman El libro de los amores ridículos [1968]). Esta tesitura acaso se relacione con el ambiente intelectual proveniente de filosofías como el existencialismo, pero no es la cara última de la literatura de Kundera. Ludvik pasa de ver lo popular como fuente del arte, a la crítica del falso folclor y de ahí a la veleidosa decisión de hacer música fingidamente del pueblo. En La broma, y buena parte de su obra, Kundera se ha divertido buceando en la ridiculez de la vida, incluyendo las poses de la convicción.