Es cuestionable la intención del Ejecutivo federal de difundir masivamente y con recursos públicos la Cartilla Moral de Alfonso Reyes bajo un supuesto de universalidad de los valores que enarbola. Y más todavía que la pretenda tomar como base para una Constitución Moral que regiría a los mexicanos, pues esta “cartilla” es una herramienta orientada a promover una ideología ya caduca, cuya intención es uniformar y subordinar a los individuos al orden establecido.
MORAL Y ÉTICA
Desde una concepción clásica, la moral es el conjunto de preceptos que pretenden guiar la conducta de las personas en una sociedad, pero que no aspiran a tener un carácter universal, transcultural, como en el caso de la ética. Así, la moral enarbola valores acordes con una cultura, religión o grupo determinado con el fin de lograr la conformidad con estos valores y con ello regular el comportamiento de sus miembros. En este sentido, la moral es una disciplina en esencia conservadora.
En contraparte, la ética permite aproximarse a una reflexión sobre los diversos esquemas morales para buscar principios racionales, que se pretendan absolutos o universales, para determinar lo correcto de las acciones, al margen de lo distintivo de cada cultura. Aunque es común que se sostenga que la moral permite discriminar entre el bien y el mal, desde una perspectiva ética, la moral sólo posibilita la distinción entre costumbres que se evalúan como virtuosas o perniciosas en una sociedad determinada.
La ética se dedica al estudio de los actos humanos que se realizan por la voluntad y libertad absoluta y consciente de las personas. Lo bueno y lo malo se define entonces en consideración a lo pertinente de los valores y actos que de ellos se deriven para la preservación de la existencia, con base en una comprensión del entorno. Lo perjudicial, lo destructivo, lo carente de afecto o contrario a la protección del medio y de los entes que en él viven sería entonces lo negativo desde un punto de vista ético.
A diferencia, la maldad moral es contravenir deliberadamente los códigos de conducta o los comportamientos considerados como correctos u ortodoxos en un contexto social definido. Conforme a esto, no todo acto de maldad moralmente considerado sería en sí mismo un acto de maldad desde un punto de vista ético, aunque todo acto de maldad conforme a la ética tendería a ser visto como algo moralmente incorrecto desde la mayoría de las posiciones ideológicas.
La única manera en que los preceptos morales pueden considerarse como absolutos es asumiéndolos como incondicionados por provenir de una deidad o de una fuente universal, absoluta, incuestionable. Si se adopta una perspectiva relativista, ajena a la exaltación de una cultura, religión o grupo determinado, debe aceptarse que las normas morales de una sociedad son variables, producto de costumbres o prejuicios determinados. Así, lo más que podría aceptarse, en un esfuerzo de universalidad, es determinar lo bueno y lo malo como conceptos históricos consensuados por la humanidad como colectivo, so pena de caer en la imposición de valores propios de una cultura específica o en una total amoralidad que niegue todo sentido a los conceptos de bien y mal.
Sin embargo, las normas éticas tienen necesariamente un correlato con principios científicos, por lo que corresponden a un sustrato cronotópico específico, dada la dinámica misma del conocimiento científico. Tendrán por tanto basamento en un Zeitgeist (“espíritu del tiempo”), a partir del cual se genera la interpretación de la realidad.
Todo intento de prescripción absoluta de preceptos morales que los ubique más allá de sus circunstancias originarias lleva irremediablemente a un dualismo, pues supone concebir al bien y al mal como entes preexistentes y externos a la humanidad, incluso si se define al mal sólo como la ausencia o ignorancia de su opuesto, pues supone afirmar la existencia de principios supremos, eternos, no creados, independientes, irreductibles y antagónicos, que explican el origen y evolución del mundo: lo ideal y lo real, lo celestial y lo mundano, la materia y el espíritu, en una dicotomía que establece una identificación del bien con lo espiritual y, desde una perspectiva religiosa, con lo divino.
Pero, ¿puede eludirse esta visión mística? La religión es un sistema cultural que refiere a determinadas cosmovisiones, comportamientos, prácticas, escrituras, profecías, lugares, organizaciones y principios que relaciona la humanidad a elementos sobrenaturales, trascendentales o espirituales cuyas características son marcadas por la perspectiva ideológica dominante en una sociedad. Luego, la religión es un conjunto de experiencias, significados, convicciones, creencias y expresiones de un grupo humano, a través de las cuales sus participantes responden a su relación con lo divino y a sus dialécticas de autotrascendencia, entendiendo por ello una característica de la personalidad que hace sentir al sujeto como parte integral del universo.
Lo divino refiere a un poder trascendental o a sus atributos y manifestaciones, aunque no tiene que presuponer la existencia de deidades. La simple asunción de la existencia de una ley o principios superiores que gobiernan al mundo, de manera infinita y eterna, por encima de lo humano, supone asumir la existencia de lo divino.
Luego, una perspectiva laica supondría no solamente la independencia con toda confesión religiosa, sino una postura que garantice la libertad intelectual más allá de la imposición de valores morales particulares de una religión o una cosmovisión determinada. Lo laico es plena secularización, en tanto abandono de lo teológico y afirmación de lo mundano, sin que se tenga que asumir un anticlericalismo, aunque tampoco enarbolando el ateísmo. Es la abstención en la construcción del discurso de todo principio místico, de toda actitud ante lo trascendente, confinando lo sagrado y lo religioso al ámbito de lo privado.
En ese sentido, una actitud de liberalismo social supone el acuerdo con la aplicación de principios de no intromisión del poder público o de los colectivos en la conducta privada de los ciudadanos y en sus relaciones sociales, existiendo plena libertad de expresión y de religión, admitiendo todo tipo de relación social consentida de carácter amistoso, amoroso o sexual, así como en cada aspecto de la vida y la conducta moral de las personas. El laicismo liberal supone, entonces, la eliminación en el discurso de los valores morales considerados universales o que pudieran ser impuestos a la colectividad por cualquier motivo.
LA CARTILLA MORAL
Esto viene a cuento por la amplia difusión que ha decidido realizar el Ejecutivo federal mexicano de la Cartilla moral de Alfonso Reyes, escrita originalmente en 1944, en su adaptación a cargo de José Luis Martínez de 1992.
Más allá de los problemas derivados de lo arcaico del lenguaje empleado en esta obra, que omite los usos incluyentes que ahora son costumbre, y que debieran en todo caso llevar a su revisión y actualización, existen cuestiones de fondo que llevan a criticar la pertinencia de que se decida divulgar masivamente una “cartilla” que busca expresamente establecer “lo permitido” partiendo de la presunción de que “todas las religiones contienen un cuerpo de preceptos morales, que coinciden en lo esencial”, y que “el bien no sólo es obligatorio para el creyente, sino para todos los hombres en general”, ya que éste “se funda también en razones que pertenecen a este mundo” (p. 8).
¿Es así? Pareciera que no, pues cuando se ve en detalle el contenido de la “cartilla” se descubre una concepción esencialista de la naturaleza, donde “el hombre tiene algo de común con los animales y algo de exclusivamente humano”, pues “al cuerpo pertenece cuanto en el hombre es naturaleza; y al alma, cuanto en el hombre es espíritu”, cayendo de inmediato en un dualismo que asume la existencia de lo trascendente, aunque evite referirse a deidades, en una falsa careta de laicidad. Así, para Reyes, “la obra de la moral consiste en llevamos desde lo animal hasta lo puramente humano” y “estos dos gemelos que llevamos con nosotros, cuerpo y alma, deben aprender a entenderse bien” (p. 9).
Y eso deriva en recuperar ese pilar de la visión teleológica basada en la idea del progreso. Hay que recordar que es algo exclusivo de Occidente la visión de la historia como un avance en un esfuerzo por el perfeccionamiento a través de fuerzas inmanentes. Pero es a esta óptica a la que se apunta Reyes, para quien el “progreso humano es el ideal a que todos debemos aspirar, como individuos y como pueblos” (p. 10).
Y luego destapa su intención de dictar una moral absoluta: “La práctica del bien, objeto de la moral, supone el acatamiento a una serie de respetos (…) Estos respetos equivalen a los ‘mandamientos’ de la religión. Son inapelables; no se los puede desoír sin que nos lo reproche la voz de la conciencia” (p. 11).
De allí, pasa a recetar aquello que le parece prudente, como la definición de la familia como “un hecho natural (…) característico de la especie humana”, que “rebasa los límites mínimos del apetito amoroso y la cría de los hijos”, sin reparar en la diversidad de la composición y fines del núcleo familiar, al asumir como dado el núcleo heteroparental, la cohabitación en un hogar y el supuesto de que “el amor y el apoyo mutuo que unen a los miembros de la familia son sentimientos espontáneos” (p. 14).
Pero todo esto tiene un objetivo, que es llevar a reconocer como primordial “el respeto a la patria”, que “va acompañado de ese sentimiento que todos llevamos en nuestros corazones y se llama patriotismo” (p. 20), con lo que se cierra el círculo de subordinación del individuo a la colectividad y al orden establecido, donde la patria se concibe como un ente natural y permanente.
¿Todo esto es universal y por ende, algo que el Estado deba inducir en la sociedad, o su difusión es un acto de mero adoctrinamiento? Debe recordarse que históricamente el adoctrinamiento ha sido promovido por las élites como medio de control social no explícito ni necesariamente coactivo, pero sí influyente, que no pretende convertir al sujeto en un individuo autónomo, con sus propios elementos de juicio, sino que promueve la fe ciega y la ausencia de pensamiento crítico, para subordinarlo a un orden que es asumido como definitivo.