Mi cuerpo es una casa de fantasmas
Es un arrolló pululante de rumores
Mi cuerpo es un tambor y una campana
sonidos que levantan y acompasan
Mi cuerpo es una antena que transmite
Lamentos y barullos por toda la comarca
Mi cuerpo fue una torre erguida
Hoy, una hamaca que columpia mil sabores
Mi cuerpo es tótem de mi heridas
Un violín que armoniza las caricias
Mi cuerpo es el recuerdo de tres niños
Que deambulan por la casa de los sueños
La cabeza con su cara hoy tapada, la mente con sus tramas y emociones, el cerebro de mil constelaciones es una obsesión. Me acerco a la frontera primera de contar la región que más me inquieta en una metonimia ilusoria porque la mente es una fragancia que se extiende en todo el cuerpo; para contar fragmento, incapaz de orquestar de otra manera y en esta disección es difícil de hablar en términos secuenciales, cronológicos, jerárquicos; sé que detono la posibilidad del suspenso, que antepongo la anarquía del instante para hilar esta historia que me pilla en todos sus frentes, que se nutre del pasado que se hace presente y del presente que se lanza como buzo en busca de la isla más próxima del devenir.
Mis sueños siempre me delatan y tras una noche de Oscares me soñé en una casa encantada, de esas que de niña me fascinaban, en el fondo les temía pero me obligaba entrar para probar que era valiente. Hoy las evito, no son sus monstruos lo que me sobrecoge, es la sorpresa, la detonación inanunciada de una sensación que no conozco. Así que soñé que tenía que pasar de nuevo por la casa del terror, enfrentar el sinsabor del acecho de esos personajes que deliberadamente buscan asustarte. En el trayecto algo me decía que debía hablar con mi mamá, que ella no había muerto y estaba dispuesta, como lo estuvo siempre al escuchar mis angustias.

La noche de cine es la noche de mi padre, amante devoto de la imagen en pantalla, un hombre que trabajó un tiempo entre actrices y celuloide, mayormente en puestos públicos. Hizo de la noche de los Óscares un ritual familiar de lejos y de cerca. Quinielas, conversaciones, cenas en la cama o llamadas perpetuas para compartir el regocijo de los ganadores. Esta noche singular de 2021 mi padre está en un hospital soñando. ¿Con qué? ¿Cómo llegó a abandonarse de tal modo para acabar con el pelo en la cintura y pedir dinero en una esquina? No lo sabré jamás. Lo cierto es que lo maté voluntariamente hace cuatro años, abandoné al abandonador. Siempre supe que pagaría un precio por ello y estuve y estoy dispuesta a hacerlo.
Todos los argumentos me volvían a él, las vi con detenimiento y regocijo; con dolor intenso. Todas las tramas me devuelven a la patria doméstica y global. Protagonistas solos, enfermos de miedo y de rencor. Los olvidados, las “otras” mujeres enojadas reclamando libertad, ancianos abandonados, dementes. Creadores sin crédito, migrantes sin oportunidad. Un desánimo colectivo, se siente por doquier el efecto tangencial del virus de la desesperanza. Se desnuda ante nosotros lo evidente, los ricos del mundo se hacen más ricos; la salud es un bien de lujo que, como en la película El Hoyo desciende su cobertura desde la cúspide, legando sus despojos hasta dejarnos una tiradero de cuerpos clandestinos, mensajes de humo entre la India o Ecatepec. Políticos embusteros y criminales salen a escena sin pudor.
Mi padre es una mezcla de sentimientos paridos por el miedo. Desde que era niña lo temía, también lo quería. Me legó tal vez las actividades que más amo: leer, escribir, ver cine. Con cada experiencia vital parecen aparecer en mi cabeza frases, subtítulos que acompañan mi historia “Aquí no hay más cera que la que arde” resuena hoy con mucha fuerza. Dejé de quererlo y este texto no es disculpa, es sólo que mi mente está como su departamento convertido hoy en basurero, un cúmulo de rabia y despojos, un muladar de aromas fétidos que antes fue el reino del orden, las notas de azahar de la colonia Sanborns, la obsesión inmaculada de los libros catalogados, los sacos inventariados.
Nos dicen los neurólogos que las emociones no habitan en un lugar concreto del cerebro. Lisa Feldman Barrett en su How Emotions Are Made: The Secret Life of the Brain sostiene que no se ubican en un lugar, son una melodía que resuena por todo el cuerpo, tampoco son solo notas biológicas de una fragancia innata, son la combinación de eso con el condicionamiento social, con las historias que labran en cada cultura esas notas esenciales. Son melodías o platillos únicos que aunque siguen una partitura, una receta, se combinan entre sí para dar como resultado una experiencia única, irrepetible, por amarga, dulce o ácida, toda experiencia humana es un concilio de emociones que se disponen a tejer entre sí un instante irrepetible.
Vivo un amargo instante irrepetible que tengo que tragar, uno más en la paleta de tonos ocres y negros necesarios para completar esta experiencia. Vergüenza, miedo, dolor y ternura, ira a momentos incontenible, hartazgo y extenuación. Esa es la mezcla y en sueños se agolpan las imágenes de ese padre que me enseñó mitología, que me golpeó hasta el desmayo; que paseó ante nuestra cara a mil amantes, que torturó a mi madre y a mis tías; el niño que a su vez fue maltratado y que cada Navidad invocaba el dolor de una infancia abierta; quien me hizo amar al cine y entender mejor la filosofía. El hombre abandonado en un sillón lleno de bagas para quien perdí la compasión. Este capítulo no será alegre, no lo es en mi casa desolada, tampoco lo es en mi país, violado y corrupto por políticos ineptos que celebran la ignorancia.
Este momento es necesario y habrá de pasar mientras el corazón alegre entona el vals de Alejandra. La niña avanza por la casa del horror, presume que le gusta pero no, un paso detrás de otro, que la salida se vislumbra en una tenue mota luminosa, a ella se aferra para contar. Mientras, el monstruo duerme. ¿Habrá de despertar?
Autor
Maestra en Letras Modernas por la Universidad Iberoamericana y profesora del ITESM, campus Toluca
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