Louise Weber nació en Alsacia, una región montañosa francesa que colinda con Alemania y Suiza. Es una señora regordeta y malencarada pero dulce, que atiende con diligencia y buen modo a sus clientes del estanquillo donde vende cigarros y cacahuates. Le gusta parlotear y al escucharla cualquiera diría que incluso es imprudente al descubrir de inmediato su infancia, finalizando el siglo XIX, entre vacas, leche bronca y pasto. Su prudencia, sin embargo, reserva para pocos que ella es la misma mujer que, en 1891, Toulouse-Lautrec inmortalizó vestida de mariñaque, levantando la pierna derecha muy alto y con el rostro embriagado. Entonces tenía 19 años y aún conservaba la misma locura que, en la niñez, la hizo bailar usando las ropas de la lavandería que tenía su familia.
Es 1928 y estamos en Montmartre. Louise tiene 63 años pero aparenta 80. Habla chacualeando porque está desdentada. Trae puesto un costal de rayas y mueve intermitentemente su abanico porque los bochornos y los calores del verano la tienen escocida. Su actitud es serena. Sus párpados inflamados le impiden ver con claridad pero sabe que la marquesina que está a unos metros de ella anuncia al Moulin Rouge, donde ella alguna vez bailó encima de las mesas, vaciando en las entrañas cuanta copa de vino se le ofreciera en su honor. Ahí bailó con Jacques Renaudin, su benefactor y amante, el chalut, la primera versión del Can Can. Pero el señor que le acaba de comprar un cigarro ignora que esa mujer puso una de las primeras piedras del bataclán e inspiró creaciones artísticas y tertulias intelectuales. Tampoco sabe que Louise posó desnuda y que las postales ahora son reliquias de expertos. Lousie es tan anónima como las prostitutas y cortesanas que posaron para que los grandes pintores del Renacimiento representaran a las vírgenes.
La descripción de la vendedora la tomé prestada de un periódico que, en 1929, anunció su muerte. La nota la recuerda alegre y audaz, reina de las francachelas. (A mí me gusta imaginarla como una musa de Francis Scott Fitzgerald) También repasa su soberbia que la hizo despedirse del Moulin Rouge en el empireo de la fama para establecer su propio negocio que cayó estrepitosamente junto a ella. Todas las versiones insisten en su sed tremenda y su desparpajo, por eso es creíble la versión que la situó en la agonía frente a un cura a quién le preguntó si Dios la podria perdonar porque ella era “La glotona” y le estaba confesando a él que había pecado. Nunca sabremos si ella desperdigó la mente entre montañas
Toulouse-Lautrec, que mucho entendía de tristezas escondidas entre rameras, humo y alcohol, captó la autodestrucción que contenía la faz de Louise en la cúspide de la fama, es decir, tuvo la clarividencia de estar viendo desde ese mismo instante a una vendedora de cigarros y cacahuates que se destruyó a ella misma en medio de las carcajadas y la impudicia. Y que celebraba con su sexo el mote de “La Glotona” que bien se había ganado. Nunca sabría que ella era la heroína anónima del retrato de la noche parisina igual que las prostitutas que modelaron para que Tiziano representara la pureza. Ninguna de ellas está en el cielo, eso es seguro como también lo es que siempre estarán en la Tierra mientras haya vida.