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viernes 08 noviembre 2024

La isla de Robinson: laboratorio de la soledad

(segunda parte)

por Rodolfo Lezama

A mi padre, en su silencio

1. La isla de Robinson: escenario de la utopía

La geografía insular ha sido tema de leyendas y de fantasía. Ese símbolo de la tierra en medio del océano ha causado fascinación y curiosidad; después de la publicación del Robinson Crusoe, la calidad de personaje. A partir de ese momento la ínsula dejó de ser un simple trozo de tierra flotando en medio de la inmensidad oceánica para tomar el papel de hogar del náufrago: esa figura borrosa, inasible, igualmente simbólica que el lugar que habita y que los demás solo podemos imaginar.

Rosa Falcón considera a la isla un microcosmos, el espacio de lo infinito y de lo indefinido, lugar mágico en donde la utopía se ubica como única habitante hasta que de manera intempestiva llega el ser que le asignará un halo de humanidad. La apropiación de la isla por parte del náufrago es lo que permite imaginarla, la construcción de un arquetipo y la evocación de una idea: la isla como hogar, prisión y remanso del náufrago, pues, sin ese personaje no hay isla, como sin Robinson se desdibuja la leyenda del ermitaño y, en ese viraje, el plano de las utopías.

Después de Robinson Crusoe, la isla se convirtió en refugio del solitario y en laboratorio de la soledad: una especie de ecosistema donde se escenifica la fantasía y se da forma a la aventura o, al instante de inmovilidad que marca el destino del viajero, un alto al viaje y el inicio de una actividad distinta: la de la reflexión.

Naufragar supone un exilio del mundo para encontrar un sitio en tierra y descubrir a quien a momentos se reconoce como un extranjero: el yo. Robinson se ve forzado por las circunstancias a refugiarse en una isla y esa situación lo obliga a emprender la aventura de entender quién es y quién ha sido el hombre que refleja su rostro en un estanque de agua clara.

De origen, el naufragio supone una pérdida, que solo se enmienda con la reflexión, con la posibilidad de pensarse –de filosofar– ante la soledad inminente e ineludible. “La filosofía no es un decir a otro, sino un decirse a sí mismo” (Ortega).

El naufragio de Robinson lo obliga a la sabiduría –a meditar, a pensarse, a hacer un esfuerzo de autoconocimiento– y a entender que su empresa siempre terminará en la cavilación de la muerte: el lugar más solitario de todos, donde no hay compañía, acaso, según lo concepción de lo infernal, trozos de hielo o flamas ardientes, pero ese es el ecosistema del infierno, fuera de la imagen solo está el silencio y el personaje que es su rehén al momento que filosofa, quien se piensa como ser único e irrepetible, y a quien deja de importarle esa circunstancia al instante siguiente, porque se ha terminado la comunicación y la posibilidad de vocalizar un palabra en el plano del aislamiento.

El silencio es un exilio del lenguaje, un abandono, auto desterrarse del país de la palabra. El hombre moderno abdica de la palabra ante la contradicción de estar hipercomunicado y, entonces, se borra de la existencia, igual que la tiza en una pizarra escolar o el mensaje de texto que se autodestruye porque después de sesenta segundos se inserta en el terreno de lo efímero y lo irrelevante.

El náufrago, en su soledad, fue capaz de convertir su isla en una utopía del silencio y ese silencio en una manifestación de lo humano, al asegurar la supervivencia. El hombre moderno, en su soledad multitudinariamente acompañada, también logró la soledad, como una expresión de lo inhumano, de lo simple, al intercambiar los vocablos: comunicarse por estar conectado y apostarle a la muerte, no como producto de la reflexión sino del abandono.

2. La palabra: el sortilegio del solitario

En la Biblia se dice que el origen de todas las cosas es la palabra (el verbo). Sin embargo, si bien el apóstol marca el punto de partida, “no nos da garantía sobre el final” (Steiner). Desde su origen en el logos griego, después en su evolución hacia el lenguaje, la idea de discurso ha sido el sitio donde se ubica una forma de verdad y de representar la realidad, pero sobre todo de comunicarla, de transmitirla, de hacer mantener un vínculo con el otro y de entablar una relación a través del lenguaje.

El silencio es la ausencia de palabra, la falta de interlocutor para hacer frente al vacío: una plática que renuncia… por eso el simple ruido no acorta el espacio que domina a dos seres que se observan como salidos de una fría diapositiva, ni rompe la lógica que impone el silencio, solo la voz que se percibe como un acercamiento o comunión de extraños. No es vacía, por ello, la idea, de que la palabra es el mejor medio de interacción social y que sólo los locos o los perversos pueden abstenerse de ella, o en un plano de superioridad, el místico.

La palabra es una manifestación de vida; el silencio, la expresión de lo contrario: la muerte de la comunicación, la nada que se apropia del cuerpo y de los sentidos. En el Robinson Crusoe de Defoe, el protagonista a punto de gritar de desesperación recuerda que lleva días sin decir palabra, esa idea le provoca dolor de garganta. La sensación no es física, es emoción que no encuentra salida. En ese pasaje, la voz de Robinson ya no es del todo una expresión humana, es parte del sonido ambiente que lo acompaña de modo cotidiano, es otro ruido: uno que se empareja con el oleaje, el trinar de los pájaros, el rugir de los gatos monteses, el balar de las cabras salvajes. Es un árbol que se desgaja en la garganta del hombre que ha olvidado cómo utilizar su instrumento: sonido incomprensible para los elementos, sólo Robinson reconoce en la palabra el antídoto contra la soledad. La escritura es el primer modo de lograrlo. La oración el otro (pensar la palabra) y descubrir que cuando algo se dice al viento o se escribe para uno mismo nunca llega demasiado lejos. La palabra que sale de la garganta y llega a la propia garganta sólo genera tristeza, se requiere un receptor para un emisor.

3. El Robinson de Tournier: la reconstrucción del mito

Michel Tournier hizo una reelaboración de Robinson Crusoe en su novela Viernes o los limbos del pacífico, a través de dos propuestas principales: 1) dota de una profunda vida interna a Robinson, y; 2) Viernes deja de ser un observador de la realidad y se convierte en protagonista de la trama. La reflexión del francés se inserta en el análisis de la falta de comunicación que vivimos desde hace década, como rehenes de la modernidad y demuestra que la vigencia y actualidad del histórico náufrago revela una cara de la realidad que pocos están dispuestos a observar en el plano de la realidad, en donde el silencio es algo más que el callado fondo de una escena.

Desde el acantilado que observa su isla, el náufrago reconoce que la soledad lo empuja necesariamente al silencio. El hombre real, el que ha perdido la inocencia el Robinson de Tournier no se puede conformar con la lectura de la Biblia y, si bien puede alcanzar cierta tranquilidad espiritual con los reportes diarios en su long book, la presencia del otro, la voz del prójimo es lo único que puede abatir la nostalgia apenas controlable.

La soledad extrema, el silencio inquebrantable provocan la desesperación de Robinson. A pesar de esa soledad, de ese silencio, la llegada de Viernes no produce en el habitante solitario la tranquilidad que esperaba desde que arribó a la isla. Al final, el náufrago inglés no sólo requiere de un compañero, necesita de alguien que pueda escucharlo, que se convierta en su paralelo, que llene el mundo que durante tantos años se ha mantenido vacío, alguien que construya con su presencia un universo.

Con el paso del tiempo, la presencia de Viernes llega a construir un mundo dentro de aquel que Robinson diseñó para soportar la ausencia de humanidad. El transcurrir de los años y no otra cosa favorece la convivencia y el entendimiento entre los dos habitantes de la isla, cuando logran captar la realidad del otro y Robinson descubre que es Viernes, del modo que Viernes se reconoce en Robinson.

Hasta el instante en que los dos habitantes de la isla están en condiciones de comprender la enorme coincidencia que tiene un indio araucano y un inglés de tendencia conservadora, es que su mundo se abre a la palabra y a la comunión. No obstante, cerca del final de la historia se revela un aspecto alejado de todo romanticismo: las grandes diferencias al final sólo provocan distancia (la separación irremediable). En el caso de los dos habitantes, ésta ocurre cuando llega a la isla el Whitebird, un barco tripulado por marineros ingleses.

A diferencia de Defoe, Tournier narra las enormes diferencias que atraviesa la convivencia del araucano y el inglés, lo que al final revela y justifica que el indígena prefiriera huir de la isla en compañía de los tripulantes del barco, a permanecer al lado de Robinson, emperador de la isla, su amo. La partida de Viernes origina en Robinson una tristeza primigenia. Sin embargo, no es la tristeza del primer día, es la tristeza de los primeros años, la misma que evocaba el silencio y la soledad, aquella que encarna en abandono como irremediable destino.

Cuando Robinson se percata de la partida de Viernes, al mismo tiempo entiende que lo inunda una nostalgia ancestral y que su cuerpo envejece. El primer pensamiento que llega a su mente cuando observa la vela lejana del Whitebird, es que tiene casi veintiocho años en la isla y sin embargo su cuerpo no ha sufrido los estragos de la vejez. La partida de su compañero le hace sentir, de forma novedosa, que es un hombre viejo. En ese instante siente que su cuerpo se debilitaba y el cabello se le pinta gradualmente de blanco. El cansancio lo abate, se sienta, no sólo para descansar, sino para acomodar su cuerpo a las nuevas circunstancias, ahora que decidió abandonarse a los años que intempestivamente sobrecargan todo su ser.

La novedad que llega por asalto es la que permite la redención: la voz de un niño que se ha quedado en la isla y abandonado a la tripulación del navío lo saca de la abulia. La voz la palabra de nuevo es el factor que libera a Robinson de la soledad. El niño explica al náufrago que abandonó el Whitebird porque era infeliz y que, si se ha quedado en la isla para acompañarlo se debe a que en la única ocasión que se vieron, el pequeño percibió un destello de bondad en los ojos del hombre.

4. Mensaje en una botella

La palabra puede construir un universo, la palabra, en sí misma, lo es. Al menos es un mundo dentro de un universo que apenas la rebasa. No obstante, la palabra no despliega toda su magia sino hasta el momento que se utiliza para nombrar. La fuerza originaria de la palabra la otorga su creador. Los dioses mitológicos luego de terminar su obra le daban un nombre: cielo, mar, tierra, hombre, mujer.

El silencio se rompe desde el momento que una palabra se escoge para nombrar las cosas: amor para referirse al sentimiento que inunda todos los huecos de la vida; belleza que describir lo hermoso que se presenta ante los ojos; cercanía para reflejar que no hay distancia posible cuando existe una comunión de almas o de personas.

La palabra rompe el silencio porque asimila extraños en un mismo diálogo, los acerca, los coloca en un plano de hermandad que jamás será posible a través del silencio. La palabra saca de la soledad al hombre abandonado en una isla. La palabra agradece los silencios que se esfuman; reconoce que la persona amada tiene un nombre e intenta repetirlo tantas veces como es posible; agradece que las cosas lleven un nombre que las diferencia de todas las demás. Triste sería que no fuera así. La dicha sólo se califica de una manera, lo mismo que la fe, el amor o el odio.

Robinson actuó como un creador: bautizó a su isla (Speranza); bautizó al segundo habitante de la isla (Viernes) y rebautizó al tercero de sus habitantes (Jueves). La idea de bautizar a Jaan como Jueves no satisfizo un mero aspecto práctico como en el caso de Viernes, tenía toda una connotación: aludir al domingo de los niños y al día de Júpiter. El nombre que dio al niño estoniano evoca la fuerza de un día, la ternura de un niño, el poder de un Dios.

La palabra tiene la fuerza de la alquimia; es un poder mágico del que se dispone sin siquiera percatarnos. El amor se dice, el odio se dice; la fe, la esperanza, la tristeza, también se dicen; se reconocen con una palabra. Las palabras, también, tienen un efecto curativo. Una expresión del evangelio ejemplifica de modo perfecto esta situación: “una palabra tuya bastará para sanarme”.

La palabra reconoce la existencia del otro, de los otros y, cada vez que se nombra, el acto de nombrar conlleva un agradecimiento por existir. Se repite para que el agradecimiento sea manifiesto con más fuerza. El agradecimiento jamás puede ser un silencio. El agradecimiento sólo puede ser una palabra. Robinson, en su soledad, tuvo que resumir el agradecimiento en un acto: bautizar a la isla que lo salvó de la muerte. El nombre que da a su isla es ejemplo del agradecimiento del sobreviviente: Speranza y esa palabra una expresión del lenguaje.

“El lenguaje es el misterio que define al hombre” (Steiner). Por eso es urgente volver al espacio de la palabra y entender su importancia creadora y su esencia comunicativa, para convertir al hombre común en un ser que, mediante la palabra, se enfrente a los adelantos tecnológicos, a la incomunicación, que le superan, e igual que el Prometeo mitológico robó el fuego, el hombre común se apropie la palabra, la haga su aliada y compita con la realidad, reconociendo que empieza una lucha desigual, pero no por ello menos valiosa, tras entender que algunas derrotas tienen el gusto de la victoria.

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