domingo 07 julio 2024

La Lagunilla y los escombros del futuro

por Marco Levario Turcott

En La Lagunilla de CDMX los libros y las revistas viejas están en agonía y, junto con ellos, poco a poco terminan las pláticas al borde de los puestos donde se apilaron, y que eran fuente de consulta obligada para conocer buenos títulos y escuchar grandes historias de la ciudad.

Un indicio de nuestra próxima muerte, y del respectivo relevo generacional, está en los cambios de la urbe: pocos recuerdan a Juan José Arreola andando por ahí (con sombrero de copa y bastón, lo juro) jugando alguna partida de ajedrez con algún vendedor de libros. Por allá se mira a don José, en una orilla, el guardián de nuestra memoria del cine en los cincuenta y sesenta del siglo pasado, por ahí una pequeña estampa de Tintan desnudo y uno que otro cartel de cine donde sobresale Sean Connery como el Agente 007 y al fondo Andrés García junto a la refulgente sonrisa de Marilyn y la sensualidad de Ana Luisa Peluffo. No hay revistas Paquito ni Ja,ja,ja!, tampoco Jueves de Excélsior, sino apenas varios Teleguía y algo de Playboy. No hay tepache sino chamoy con cervezas, no hay libros clásicos, sino Best Seller y todos son tan piratas como aquellos disfraces de la esquina entre Eje Uno y Allende.

La tarde es fría y húmeda.

Mi negra ven a bailar la cumbia barulera…

Báilala báilala,
Apriétala que apriétala.
Báilala báilala,
Apriétala que apriétala

Atravieso la calle mientras se discute La Sonora dinamita con una cumbia de esas viejitas, de las que ya también están en agonía. A lado izquierdo los mejores tacos de cochinita del barrio (“Cómo tiene la cochinita jefe”, pregunto al amigo de siempre quien, como siempre contesta algo así como “La embarro de calabaza, ya sabes”). Del lado derecho las películas pirata y en el centro las crepas que es por donde entro entre jabones de carbón activado (así dicen), coco y menta con chocolate. Aquí el andar casi es el de siempre, digo casi porque cada vez en el barrio la moda es lo vegano o la alta cocina, no vayan ustedes a creer que porque es un tianguis no tenemos derecho a baguettes o buenos cortes y hasta estéticas fashion. Pero entre todo eso y maquillajes más las tumultuosas ropas hechas a un ladito de acá, en Tepito, idénticas a las marcas famosas, me siento más ajeno. Casi no hay ropa usada o gabardinas de los cincuenta del siglo pasado, vamos, hoy no está ni el de los jugos que preparó las mejores pollas de la colonia y sus alrededores. Me siento como libro viejo, pero no porque me duelan las articulaciones debido al frío o porque mi piel asemeje el amarillo de sus hojas, sino porque estoy fuera del estante que durante tantos años desde mi infancia habité.

Me interno en la callejuela de chácharas y antigüedades y siento como que voy cobrando respiro otra vez, más aún cuando veo a Rubén Olivares, el héroe de la Bondojito y el hijo adoptado de mis barrios Tepito y La Lagunilla. “Cómo estás campeón”, le digo extendiendo el puño que el choca con el suyo. “Ahí voy, mai”, comenta el mejor peso gallo que haya tenido México en la historia del boxeo. Le pido una foto y me responde que sale en cien pesitos. Apenas lo creo pero lo entiendo mientras miro sus 71 años en su chamarra de gabardina y sus botas de piel de víbora. Estoy frente a uno de mis héroes de la infancia, en serio, el gladiador de varias batallas contra Chucho Castillo y Rafael Herrera, el gigante que apenas perdió contra Alexis Argüello y el Colorado López (a quien Salvador Sánchez luego haría pedazos). El gran Púas Olivares. Entiendo que en mi barrio se regatea y le ofrezco al campeón un toleco, un torreón, le repito, y él sin mirarme, así como una estrella de cine, como María Félix cuando me compró tarjetas postales a mí en ese lugar que no me veía a los ojos, me dijo que eran cien y que lo tomara porque sino serían 150. Mi ilusión cayó como cuando lo vi perder con Pedraza o Boby Chacón y me despedí mirando su tendido en el piso que eran unos guantes piratas de boxeo y unas impresiones de mala calidad de varias de sus fotos. Así, sus glorias en el piso aunque sus pretensiones de encumbrado estaban en el cielo. Lo comprendo, creo que luego de Julio César Chávez es el mejor boxeador mexicano de todos los tiempos.

Entonces atravesé paseo de la Reforma para internarme primero a La Cerrada de Allende donde nací hace 52 años, en el número 38 de un pequeño edificio.me asomé a la ventana del cuarto que ocupé pero casi no vi nada o, más bien, entre sacos de cemento, basura y paredes derruidas no tuve espacio para la imaginación. También las construcciones de a poco mueren como nosotros. Caminé a la esquina desolada también y me detuve en un cartel que decía algo así como “Construyamos la felicidad” y eso creí hacer al mirar al pasado, por allá en la calle de Francisco González Bocanegra, bueno, no, enfrente, en el Jardín de Niños Jaime Nunó que fue el primer lugar donde jugué a la plastilina y, a un lado, el primer lugar también a donde asistí para que me atendieran de la garganta y la tifoidea que alguna vez me dio por esos años, la Clínica 16 del IMSS, y uno de los recintos donde más me aburrí en la vida cuando fui niño.

Y caminé más, para constatar que el ciclo de la vida se renueva entre grafitis y reguetón, en otros rostros e ilusiones, vamos, en las mismas historias con otros actores y otros escenarios, como la historia que seguro carga a cuestas esa jovencita de unos 16 años, drogada, ofreciendo su esqueleto al mejor postor entre Reforma y la calle de Violeta. Pero no sé qué me dio más tristeza, si sus ojos desvalidos, el alambre de púas del kínder donde estudié o mirar lleno de basura, desolado, el local de don Pepe donde solía comer pozole. No sé qué me dio más tristeza, si meter mis manos en los bolsillos, está vez sin algún libro memorable, o darme cuenta de que todo eso que viví, ha muerto.

Como no lo puedo resolver, mejor pienso en una de las memorables batallas ganadas por el “Púas” a Chucho Castillo hasta que me percato que estoy lanzando los puños al aire.

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