a Laura Aguirre Daw
La interrogante sobre la utilidad de la literatura es poco frecuente, porque a poca gente le importa responder ese cuestionamiento actualmente, pues nadie es más o menos feliz por leer los mejores libros, tampoco más o menos exitoso o técnicamente habilitado para ejercer un trabajo si no es aficionado a la lectura (menos aún a la escritura), a pesar de ello, está viva la pregunta, que de tanto en tanto se activa, de si alguien debe leer ciertos libros, acaso por una exigencia cultural, por un deseo de conocer el pensamiento trascendente de las distintas épocas, o si resulta ocioso hacerlo, sobre todo en la época que vivimos, en la que el internet favorece la tarea de obtener información y la inteligencia artificial facilita, en alguna medida, el proceso de la escritura.
Leer por placer no garantiza la lectura de los “buenos libros”, si no, muy seguramente, conocer nombres de autores y títulos que faciliten la tarea de elegirlos; ello supone contar con una educación suficiente, o bien, con un guía sabio que haga las sugerencias y propuestas necesarias para formar un catálogo personal de lecturas posibles… las mejores posibles.
Una vez que se tiene el listado de novelas, ensayos, poemas o cuentos pendientes de lectura, sobreviene otra pregunta: ¿se obtiene algún beneficio personal o colectivo, al leer La Odisea de Homero, Los ensayos de Michel Montaigne, Tabaquería de Fernando Pessoa o El escarabajo de oro de Edgar Allan Poe? Tal vez un más alto nivel cultural, un gusto más depurado, pero, la lectura de esos y otros títulos, ¿garantiza una mejor educación técnica o la adquisición de alguna habilidad para ejercer una profesión (que no sea la literaria), sortear las dificultades de la vida, llevar a cabo un empleo, una tarea manual o, simplemente, es materia fértil para hacer de la conversación un pasatiempo más placentero, o sirve solo para envanecerse pública o privadamente de los libros que se colocan cuidadosamente en un estante porque se ha concluido su lectura?
La literatura es inútil (o útil, según quien observa) igual que lo es la música, la pintura, la escultura, el cine, el teatro, la floristería, y cualquier otra tarea artística, si el juicio sobre esas bellas artes se somete a la criba del pragmatismo y a la visión del utilitarista, porque la literatura, igual que la música o la escultura, no son en sí actividades lucrativas, tampoco tareas apasionantes en sí mismas o, acaso, divertidas para todo el mundo y sí, muy probablemente, complejas o que requieren un esfuerzo personal para poder apreciarlas, dependiendo de los gustos del lector, observador u observadora o escucha, a pesar de que desde el punto de vista de quien disfruta las artes como un terreno fértil para el desarrollo del humanismo, en específico la literatura, puede ser un germen de conocimiento, de goce estético, así como de autodescubrimiento personal.
La literatura como vía de autoconocimiento. La literatura es una expresión de libertad, una forma de profundizar en las mareas altas y bajas del inconsciente y, como señala José Antonio de Marina: una creación y una ética, pues quien escribe lo hace a partir de una decisión y conforme a ese código elige un estilo, una forma de plasmar las palabras y entablar una comunicación que aspira a la emisión de un mensaje honesto, descriptivo de una forma precisa de pensar y de sentir, de amar o de odiar, de ver o de negarse a mirar.
Si consideramos la literatura fuera del ámbito personal, al convertirse en un artefacto de disfrute colectivo, comunitario, las palabras del individuo se convierten en las letras de una nación y, en esa medida, son la expresión de una voz con resonancia masiva, o el lenguaje de una tradición nacional, pero, al mismo tiempo, el vehículo para retratar una realidad particular en todas sus peculiaridades, que empieza con el uso del lenguaje y termina en el fresco pictórico de una historia personal o comunitaria, asequible a cualquier lector.
De hecho, a partir de una expresión de lo regional es que puede realizarse el dibujo de una realidad universal, no solo por su identificación con otra cultura, acaso, por sus diferencias, que trazan una geografía que se une a todas las demás hasta formar un gran mapamundi de verdades diferentes en función de las personas que las viven (personajes) o que las escriben (autores) y, finalmente, que las leen (lectores), como testigos de una historia que en muchas ocasiones podría ser la propia, en razón de una inevitable identificación del lector con los personajes.
La literatura y el goce estético. La literatura es invención, el diseño de novedosas formas estéticas o el enraizamiento imperecedero de una tradición: la construcción de lo clásico o la expresión de su anverso: la edificación de las vanguardias, como una de las expresiones más ricas de la ruptura que, en sí misma, supone la creación de un nuevo orden al abandonar el previo, sin que medie entre ambos resultados una etapa de destrucción, si no de regeneración de lo viejo convirtiéndolo en algo distinto que, a pesar de su quiebre con la tradición, puede ser una continuidad inconsciente que tiene un mismo punto de partida, pero diferente destino de llegada, en el cual el rostro original de la obra se transfigura de lo solemne a lo lúdico o de lo grave a lo humorístico, de modo que la adquisición de lo distinto es siempre origen de un nuevo lenguaje, de una expresividad diferente y de una forma que estrena una nueva visión del acto creativo.
Literatura e intimidad compartida. La palabra escrita es, de muchas maneras, una confesión. La hoja en blanco permite que el escritor se desnude emocional e intelectualmente frente a sí mismo, pero también frente a los lectores. No es extraño, por eso, que el trabajo literario se asimile a un reflejo autobiográfico en el que quien escribe desmenuza de cara a los posibles lectores sus pensamientos y sentimientos más íntimos, acaso, con la intención de que quien lo lea se identifique con su historia y sienta la misma conmoción que sufre quien escribe, mientras el escritor se confiesa frente al papel y entonces desvela su alma con el rápido movimiento de sus manos al teclear.
Curiosamente, la escritura adquiere notoriedad, visibilidad, cuando de lo privado se llega el espacio de lo público. La literatura solo es notable cuando alguien ajeno al autor reconoce el resultado del trabajo literario. El cajón o una gaveta nunca serán los mejores sitios para atesorar un libro, sino los estantes de un librero que reúne materiales efectivamente publicados.
La literatura es un trabajo íntimo que sólo brilla como el oro cuando se abre a los demás, cuando el reflejo de narciso se convierte en múltiples espejos que brillan con intensidad, al ser la proyección de los rostros diversos y múltiples de los lectores, quienes son una y mil veces el autor cada que se asoman al libro e interpretan las palabras de quien escribe, para convertirlas en algo propio: una voz que es ajena a la de quien escribe y, no obstante, alumbra una caverna o matiza la luz de una mirada distinta a la propia: la del otro.