El pasado 15 de diciembre, el presidente estadunidense Donald Trump firmó una orden ejecutiva mediante la que establece que el fentanilo es un arma de destrucción en masa. A ello hay que sumar que, previamente, Trump ha designado a organizaciones de la delincuencia organizada como terroristas. Ambos sucesos coadyuvan a colocar al fentanilo y a la delincuencia organizada en los ámbitos de la seguridad nacional y no de la salud (fentanilo) ni de la seguridad pública o ciudadana (delincuencia organizada), desde donde normalmente se les debería hacer frente.
Antes de continuar, es pertinente aclarar algunos términos. Comenzando por el de armas de destrucción en masa, éstas se caracterizan por ser sistemas de armamento que destruyen en enormes proporciones, que son de efectos indiscriminados y que, además tienen efectos duraderos que se extienden más allá del momento en que se les empleó. Dichos efectos impactan tanto en las personas como en los ecosistemas. Desde los terrenos del derecho internacional humanitario, las armas de destrucción en masa no distinguen entre objetivos militares y civiles y causan, además, un sufrimiento innecesario.
En el ámbito del desarme, existen tres tipos de armas de destrucción en masa: las biológicas, las químicas y las nucleares. Las tres categorías de estas armas han dado pie a sendos tratados para favorecer su extinción/limitación/reducción, a saber: la Convención de Armas Biológicas de 1972; la Convención de Armas Químicas de 1993; y el Tratado para la Prohibición de las Armas Nucleares de 2017. Es de destacar que la Convención de 1972 es la única de las tres mencionadas en que se califica a las citadas armas biológicas como “repugnantes” -lo cual no está asentado ni para las armas químicas como tampoco para las nucleares. Actualmente existe el debate acerca de si existen armas convencionales cuyos efectos son comparables a los de las armas de destrucción en masa, por ejemplo, las armas hipersónicas, los láseres, las cinéticas y las armas letales con inteligencia artificial de efectos indiscriminados y se ha llegado a sugerir que, de facto, existen armas convencionales de destrucción en masa, noción que para los especialistas en desarme resulta confusa, dado que se suele caracterizar a las armas convencionales como aquellas que no son de destrucción en masa. La realidad es que el desarme va detrás de los desarrollos tecnológicos y sólo es hasta que se producen daños graves a las sociedades y sus entornos que se acuñan las normas respectivas para mitigar su uso, reducir los arsenales y, en algunos casos, prohibir su elaboración, transferencia, etcétera.
Ahora, en lo tocante al fentanilo, es un opioide sintético, es decir, que se le fabrica en laboratorios y que se emplea, en términos medicinales, para mitigar el dolor, por ejemplo, de cara a ciertos tipos de cáncer. Es similar a la morfina, aunque con un efecto mucho más poderoso y altamente adictivo -es 50 veces más potente que la heroína. Los médicos lo han prescrito legalmente cuando los pacientes tienen enfermedades que les causan mucho dolor. Sin embargo, el fentanilo es fabricado y traficado de manera ilegal y, a menudo se le mezcla con otras drogas, de manera que quien las consume no necesariamente está al tanto de ese “coctel.” Entre los estupefacientes con el que se suele combinar al fentanilo figuran la heroína, la cocaína y la xilazina, entre otras. En las calles, al fentanilo se le denomina de diversas maneras, por ejemplo, apache, dance fever, goodfellas, jackpot, murder 8, etcétera. Se puede consumir como líquido, pastillas, como aerosol para la nariz, como gotas para los ojos, en inyecciones o incluso adicionado en caramelos. Los efectos varían en los consumidores, pero debido a sus efectos tan potentes puede provocar la muerte.
En Estados Unidos, las defunciones por fentanilo en 2024 ascendieron a 80 391 decesos y si bien esta cifra mostró una reducción significativa respecto a 2023, cuando las muertes derivadas del consumo del opiáceo fueron 110 037, lo cierto es que se ubica como la primera causa de fallecimiento de personas entre los 18 y los 50 años en la Unión Americana.
Las causas de la reducción en el consumo de fentanilo y opiáceos en EEUU son múltiples, pero destacan las campañas de concientización, acciones encaminadas a la rehabilitación y la identificación de conexiones entre acciones delincuenciales y los recursos que los adictos requieren para adquirir las drogas, en particular, a nivel estatal. Asimismo, ha habido acciones desde las cortes hacia las empresas farmacéuticas que tienen responsabilidad en la elaboración del fentanilo. En Carolina del Norte, a través de su Departamento de Justicia ha habido una participación en demandas colectivas nacionales y se han negociado acuerdos multimillonarios contra las farmacéuticas y distribuidores por su papel en la crisis de los opioides. Estos acuerdos, que suman aproximadamente 1. 5 mil millones de dólares para el estado, buscan mitigar los daños causados por la epidemia, que incluye el uso indebido de fentanilo recetado y, ciertamente, el tráfico ilícito de esta sustancia.
Esa es la estrategia en Carolina del Norte que muestra una tasa de declive de muertes por consumo de fentanilo del 35 por ciento entre 2024 y 2025. Asimismo, la comercialización de naloxona, cuya disponibilidad comercial es amplia, permite que las personas puedan volver a respirar tras una dosis de fentanilo. Sin embargo, esta estrategia de rehabilitar a los adictos tiene detractores en muchos lugares de EEUU, por considerar que no es infalible y, por ejemplo, en lo tocante a la naloxona se estipula que básicamente se está reemplazando una adicción con otra, lo que potencia la reincidencia y/o la farmacodependencia.
En cualquier caso, es evidente que el fentanilo per se no es un arma de destrucción en masa. Es un opiáceo que las personas comenzaron a consumir por prescripción médica en los años 90 del siglo pasado, situación que benefició a empresas farmacéuticas que fabrican los medicamentos y también otros pain killers una vez que la adicción se desarrolla. En este sentido, la responsabilidad del sector farmacéutico es clave en la gestación del problema, por más que se pretenda atribuir la problemática exclusivamente a la República Popular China (RP China), donde se fabrican los precursores o a México, desde donde se le distribuye. No es que la RP China y México no coadyuven al tráfico ilícito de fentanilo hacia Estados Unidos, pero la administración Trump está enfatizando la arista de la militarización para su combate, algo tan inexacto como prescribir aspirinas para el tratamiento de un cáncer invasivo.
Las defunciones no son iguales para todos los sectores de la población estadunidense, como tampoco las posibilidades de acceder a tratamientos y programas de rehabilitación. Afrodescendientes, hispanos, indígenas y no blancos en general, se ven impactados de manera diferenciada por el consumo de opiáceos. La población WASP –white, anglo-saxon, protestant- suele consumir opioides y analgésicos recetados al igual que cocaína, alucinógenos y metanfetaminas. El poder adquisitivo y los mercados de consumo son fundamentales para los patrones de consumo de determinados estupefacientes. Es verdad que el fentanilo es una sustancia que impacta en la mayoría de las etnias y clases sociales y que su consumo se ha disparado, lo cual remite a cuánto invierte el gobierno de EEUU en prevención de las adicciones y en medidas como las que Carolina del Norte está llevando a cabo, aparentemente, con éxito.
Es sabido que la administración Trump puso al frente del Departamento de Salud y Servicios Humanos a un reconocido antivacunas, Robert Kennedy Jr. quien ha reducido el presupuesto de la entidad y ha favorecido el despido del personal de salud, impactando también los programas de los Centros para la Prevención y Control de las Enfermedades (CDC). Los recortes incluyen una reducción del 25 por ciento de los fondos discrecionales del Departamento, más 38 por ciento a los Institutos Nacionales de Salud, además de que se han cancelado programas de adquisición e investigación de vacunas, reduciendo igualmente la colaboración con organismos internacionales, por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) de la que la administración Trump anunció su retiro definitivo.
Lo anterior contradice la narrativa de que el consumo de fentanilo es el enemigo público número 1 para la salud pública en EEUU, país que, por cierto, fue el que presentó el peor desempeño ante la pandemia del SARS-CoV2 encabezando las defunciones a nivel mundial, justo en la administración Trump -la victoria de Biden muchos la atribuyen al escepticismo de Trump en torno a la ciencia y las vacunas durante la pandemia y si bien el demócrata intento enderezar la nave, el daño ya estaba hecho.
En contraste con los recortes a la salud, el presupuesto militar está llegando a máximos históricos. Para 2026, Estados Unidos ha asignado un billón (one trillion) de dólares que se distribuirán en siete áreas prioritarias, incluyendo la defensa antimisiles, la construcción naval -Trump anunció recientemente que llevará a cabo una ambiciosa modernización de las capacidades navales del país, mismas que han experimentado históricos retrasos-, la modernización del stock nuclear, el incremento de las reservas nacionales de municiones y la producción de armas de fuego. Un aspecto para destacar es que el presupuesto contempla acciones fronterizas del ejército estadunidense, tanto para contener la migración, como también para frenar el tráfico de estupefacientes -donde el fentanilo tiene una prioridad clara. En este sentido, si bien hay continuidad en programas tradicionales, también se busca que el Departamento de Guerra brinde apoyo al Departamento de Seguridad Nacional para la protección de las fronteras en aspectos migratorios y de combate de la delincuencia organizada. La posibilidad de que estos incrementos al presupuesto de defensa se mantengan con el tiempo, está supeditada a la salud económica del país -sin olvidar que el colapso de la Unión Soviética al menos en parte se explica por el enorme esfuerzo bélico realizado por Moscú para ponerse a la par de EEUU en los años finales de la guerra fría -década de los 80 del siglo pasado- y la imposibilidad económica de financiarlo.
En cualquier caso, la proclama de que el fentanilo es un arma de destrucción en masa no tiene correspondencia con los esfuerzos de prevención de las adicciones, mucho menos de la rehabilitación de los consumidores. Esta calificación militariza los esfuerzos para atender las consecuencias del problema, y obvia también la complicidad del sector farmacéutico, el cual rara vez es considerado en la ecuación sobre cómo el fentanilo llegó a los consumidores recetado para mitigar el dolor, y cómo se crearon otras drogas para poyar a quienes se convirtieron en adictos al fentanilo.
Famosos como Prince, Matthew Perry, Evan Ellingson, Adam Harrison y Robert de Niro Jr. han muerto por el consumo de fentanilo. Demi Lovato estuvo al borde de la muerte en 2018 y más tarde se confirmó que ello se debió al consumo de sustancias donde figuraba el fentanilo. Jamie Lee Curtis, quien ha hablado en diversas ocasiones sobre sus adicciones, ha revelado algo que es alarmante: si el fentanilo hubiera estado tan disponible en la época en que ella consumía estupefacientes, seguramente hoy estaría muerta. Cabe preguntar, siguiendo la argumentación de la galardonada actriz, cómo es que hoy el fentanilo está tan a la mano de los consumidores: no es sólo un tema de delincuencia organizada sino de las empresas farmacéuticas.
En Carolina del Norte se entendió claramente que corporaciones farmacéuticas sin escrúpulos tienen una responsabilidad directa en la crisis por el consumo de opioides y por lo tanto deben ser vinculadas a cualquier estrategia de prevención y combate de las adicciones. Un modelo a seguir podría ser el Convenio Marco de la OMS para el Control del Tabaco, en vigor desde 2003. Este Convenio norma el consumo de tabaco desarrollando acciones como la carga impositiva, el anuncio en cajetillas de cigarros del daño que causa el tabaquismo, la prohibición de fumar en espacios cerrados -y en algunos lugares también en espacios abiertos- y ello ha generado recursos para la investigación y los tratamientos contra el cáncer. Las tabacaleras trataron de evitar que la convención entrara en vigor, pero, a pesar de ello, se logró. Esta experiencia debería emprenderse contra las farmacéuticas quienes son parte del problema de la epidemia del consumo de fentanilo. Resta por saber si un gobierno como el de Trump, tan cercano al poder corporativo, estará dispuesto a hacerlo o se limitará a militarizar la lucha contra el fentanilo, en una batalla que, al menos a nivel federal, está mal enfocada. Quizá la respuesta estriba en las acciones locales y estatales, sin con ello dejar de lado la lucha contra los cárteles de la droga, incluyendo quienes la fabrican y la comercializan, pero siempre teniendo en menta de manera integral, a los participantes en la problemática.

