La naturaleza de una bestia

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En una escena de la película Nixon de Oliver Stone de 1995, protagonizada por Anthony Hopkins, el personaje del polémico presidente norteamericano va al monumento a Lincoln donde un grupo de jóvenes que se opone a la guerra de Vietnam lo encara y le reprocha que no detenga una guerra sin sentido.

Nixon le responde a una joven que lo increpa que esos pasos deben ser graduales; ella le reprocha su debilidad como presidente y le echa en cara que no puede detenerla porque no se trata de él sino del sistema, un sistema que él no puede controlar. Que es como un animal salvaje, una bestia.

Esa concepción no está muy lejos de la realidad que hoy vivimos en este país: Cuando el poder recae en manos de personas que no saben controlarlo, se convierte en bestia cuya fuerza somete, destruye, aplasta e intenta perpetuarse y expandirse a través de todo y de todos.

Es decir, cuando la bestia del poder se posesiona del “huésped” lo transforma, lo enloquece, lo somete. 

Una de las frases que más frecuentemente repetía AMLO en su campaña de 2018 para seducir incautos era aquella de que “el poder atonta a los inteligentes y a los tontos los vuelve locos”, refiriéndose a sus adversarios políticos, pero nunca pensó que el mejor ejemplo de sus propias palabras sería él mismo.

Quizá en algún momento en sus inicios, en mayor o menor medida personajes como Fidel Castro, Daniel Ortega, Hugo Chávez, Nicolás Maduro o Andrés Manuel López Obrador, tuvieron un dejo de buena voluntad y de convicción pero al momento de acceder al poder, como si una bebida embriagante o una droga, cuando la probaron, la bestia del poder los transformó en lo que conocemos.

Ese riesgo está presente de manera permanente en todos los ámbitos de poder, desde el cadenero de antro, el burócrata de ventanilla, el policía de tránsito o el presidente de la República.

Lo único que detiene al poder cuando se extralimita o se abusa de él son los contrapesos: otros poderes, los medios de comunicación o la participación ciudadana, por ejemplo.

Esa es la verdadera razón por la cual los cambios de colores, de ideologías, de promesas o de personas no han logrado modificar sustancialmente ni la estructura ni las inercias del poder, ni su naturaleza salvaje, voraz y seductora.

Tanta ciudadanía como sea posible y sólo tanto poder como sea necesario, ese es un principio de solución. Cualquier político sin contrapesos, sin ciudadanía  termina comportándose igual, absorbido por la bestia del poder y tomando malas decisiones.

2024 es, quizá, la última oportunidad de generar una ruptura de la estructura tradicional del sistema político mexicano y la única manera de lograrlo es que los ciudadanos nos metamos con todo para transformarlo.

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