Emilia Galindo Rivera es una jovencita común del Distrito Federal, salvo dos rasgos que la distinguen: baila Charleston en las tandas del teatro Politeama y le gusta leer, lo cual es una excentricidad en 1928 cuando siete de cada diez personas mayores son analfabetas.
Desde niña juega a ser adulto. Tiene 17 años aunque simula más para trabajar en ese recinto recién construído donde estaba el cine Palatino. Habita sola un reducido apartamento en la esquina de Isabel La Católica y Capuchinas, junto a la tienda “La Francia Marítima” que vende casimires como los que usa, él derruidos, Agustín Lara, un mozuelo pianista de cabarets de mala muerte que, el año pasado, salió en los diarios porque una corista le sorrajó una botella rota en la cara.
Emilia está hecha de flores. De extremidades largas como espigas y ojos de geranio resplandecientes de sol. Durante el día es azucena y en la noche orquídea. En la oscuridad encendida de jocundas luces, también baila Fox Trot y alardea su pelo castaño acicalado con tenazas. En las mañanas proclama su autonomía como flapper por los rumbos de Motolinia comprando aparatos de belleza impregnados de sustancias radioactivas, eligiendo corsetería y calzado en Tacuba o visitando farmacias y droguerías. Sus perlitas de sudor simulan gotas de rocío. Al caer la tarde huele de noche. Parece un personaje creado por Scott Fitzgerald. Hoy usa traje Amoreuse de crepé verde suave, adornado con bordados del mismo color para bailar con sus movimientos de manos y pies, suaves como pétalos de lirios. Le sienta mejor el sencillo traje de crepé, satín azul y pastel con adornos de franjas y tonos violeta que afianzan la cintura y resaltan la cadera que envuelve bulbos firmes de tulipan. Las murmuraciones que suscita le divierten. Nació para ser feliz.
Virginia Rivera, su madre, murió de tuberculosis hace tres años; era costurera. Su padre, don Francisco Galindo, busca tesoros ocultos por el país y a veces la visita para pedirle dinero. Gana bien como segunda tiple. Quiere trascender como Emilia Trujillo a quien debe su nombre, porque su mamá le inculcó desde niña el baile y la música, tanto, que sabe de memoria los cuples más resonados. Su mayor inspiración, sin embargo, es María Conesa, “La gatita blanca”, aunque Emilia prefiere llamarle “La tiple de la Revolución” por ser la consentida de los generales y porque Pancho Villa la quiso como a nadie. Aún recuerda cuando la conoció, tenía doce años y su papá la llevó a la Estación Buenavista, arreglada para los cabrilleos del mediodía, a recibirla luego de una larga temporada fuera del país junto a cinco mil personas que la acompañaron hasta su casa.
Son buenos tiempos. En “La Rosa de Francia” hay perfume de lilas blancas, jabones de leche y polvos de arroz. Unguentos para aclarar la piel y jabón de jitomate contra la calvicie. Pastas que dejan la sonrisa fragante como ramo de azucenas. Gotas de lluvia fresca para el reumatismo. Elixires para todo y unguentos contra el crup y la difteria con sólo aplicarse al pecho. Quizá el mejor invento es un te para enfermedades de riñones e hígado, el “gran secreto de los aztecas que hasta hoy se ha puesto al alcance de la humanidad doliente”. Hay tónicos reconstituyentes y tratamientos contra enfermedades de la sangre, úlceras, tumores, erupciones, reumatismo y padecimientos de la mujer como “el retardo mental”. Desde luego, está la Emulsión de Scott que Virginia tomó de joven y luego dio Emilia porque, según la propaganda, el aceite de hígado de bacalao “le asegura bienestar con un desarrollo normal para que luego cumpla su misión de esposa y madre sin quebranto de su salud”.
Ay, las maravillas de la ciencia y la tecnología. Los artefactos metálicos para arreglar narices aguileñas. Bebistrajos para aumentar la cabellera, fajas que delinean figuras como la de Amalia Oviedo, una de las vicetiples que hace siete años bailó sin mallas por primera vez en la historia. La Kola Cardinette es un poderoso auxiliar para los débiles y la miel de alquitrán de pino alivia el catarro. Si quiere engordar está el Bacalaol y si le ocupan otros menesteres está Castolia, sin narcóticos, para la barriga inflamada y los ventosos infantiles aunque las abuelas les siguen dando a sus nietos agua de cal.
Los merolicos son emisarios del pasado, cuando el doctor Meraulycok llegó con emplastos milagrosos. Sus retruécanos distraen a Emilia cuando pasea entre los fresnos por la Plaza de la Constitución con su falta ancha y su sombrero de formas caprichosas. Ella sólo va a sitios acreditados, parece una pincelada color de rosa en el transparente atardecer, cuando compra jarabe de capulín para la tos, crema de miel para la espalda o cajitas de dulces fimbriadas. Prueba trozos de galletas hasta quedar ahita y a veces se sorprende cuando confunde los besos de Antonio con mordiscos de cacao.
Emilia se asea muy temprano, en una tina de agua tibia con lavanda. Pero ya hay calentadores en muchos hogares y baños como “La Opera” con regaderas de alta presión para la gente chic, en la calle de Filomeno Mata, o “San Felipe de Jesús”, en Mesones y Regina, para la gente menos pudiente. Todas las tarde asiste al Sanborns del Palacio de los azulejos, donde la élite se reúne, y ocasionalmente la alebresta el ánimo encendido del poeta Pellicer. Bebe Sidral Mundet o toma el té, hoy lo hace en el marco de los festejos de Noel, trae consigo traje de punto, chaqueta cárdigan, pulóver con cintura baja y falda plisada acompañada del sombrero hongo.
En el país aún resuenan los disparos que destrozaron a Obregón y la Revolución sede su paso al Partido Nacional Revolucionario con la tutela del presidente Emilio Portes Gil. Paulatinamente atemperan las actividades sediciosas de los cristeros aunque todavía hay fusilamientos. Gente armada asalta ranchos del Distrito Federal y huye al Ajusco. En el mundo está fresca la tragedia del primer vuelo intentado de Nueva York a Roma; en la trama de la revuelta rusa que inició al mismo tiempo que en Mexico, hay cables laconicos sobre el destierro de León Trotsky y el primer encuentro entre Churchill y Chanel, famosa por crear un perfume de jazmines con la patente de su apellido y el 5 por ser su número de la suerte. Los aviones surcan los aires como colibrís. Emilia conoce del mundo no sólo por su curiosidad innata sino por las muy veladas citas a las que, ocasionalmente, accede con algún admirador adinerado.
Recorrer la avenida Madero es alucinante. Emilia lo hace desplegando su carnosidad floral, con sus pantorrilas desnudas, en babuchas y sombrilla, como si jugara a esconderse de las nubes que la siguen. Los buhoneros pregonan. Los aparadores anuncian máquinas de coser y de escribir, cajas fuertes y cámaras fotográficas. Ya no hay trajes de baño femeninos confeccionados en lana sino de crepé de seda china con saco de ancha banda y bordados de plata. Lo mismo está pasando con las carretas, cada vez se oye menos el piafar de los caballos y más el motor de los coches Ford que ya están equipados para las temporadas de lluvia.
El fonógrafo está callando. Ahora las radiolas RCA permiten escuchar a los maestros del pentagrama y a Emilia ensayar “Mi querido Capitán” arremedando a Emma Duval. Las diosas pueblan el celuloide. Ahí está Fay Web, enigmática y profunda, “la bella artista de la escena silenciosa” junto a laa mexicanas Lolita del Río y Lupe Vélez en Hollywood y la primera película vitafónica exhibida hace un año en Nueva York, “El cantante de Jazz”. Ah, y la primera aparición de Mickey Mouse que a Emilia le resultó indiferente.
A últimas fechas Emilia no la está pasando bien porque el señor procurador de justicia del Distrito Federal no ceja en su intento de destruir el Bataclán y, sobre todo, su adaptación el Rataplan, que a su juicio congrega sólo a suripantas rodeadas de hombres casquivanos. Desde su estreno, esa copia de una compañía francesa, el 12 de febrero de 1925, Emilia se proyectó en el estrado con atuendos escasos y las piernas volando, haciendo rehiletes frente a su cara. “Ni una vieja ni una fea”, fue la leyenda con la que inició la fiebre que ahora le invade a Emilia desde su rostro cedeño hasta sus ondulaciones calípigas. Por eso nunca olvidará aquel sábado 6 de octubre de 1928 cuando leyó, en el magazine Cartones, que el Consejo Municipal creó un grupo de intelectuales y artistas para discriminar entre las obras de género chico mediante criterios estéticos y morales con el objeto de difundir obras depuradas de arte más noble:
“Lo lamentable es que nuestro género chico viene a ser una exaltación de ‘la carne’, porque ni la intención ni la interpretación se refieren al ‘cuerpo’ por lo que este tiene de bello, sino en lo que guarda de sensual; entre los artistas y el público se establece una corriente sensual que podría llenar el ambiente del teatro de electricidad genésica, pero no de arte noble”.
La desazón aumentó cuando, días después, su admirada Nanete Noriega, a quien conoció en el Teatro Lírico el año pasado, afirmó que el teatro estaba en decadencia debido a la aparición de mujeres sin mallas que provocaban lujuria. Emilia actua diariamente en el tablado sin mallas, natrual como flor de cerezo. Desde niña vivió el marasmo porfiriano de manteles largos y cristal cortado, Virginia fue costurera de las artistas de los teatros Arbeu, Méxicano y Principal, donde comía dos veces por semana y ahí presenció arte pero también la censura sobre todo ante el ingenio que salpimentaba la crítica social, lo cual llevó a la cárcel a cómicos y tiples. Incluso antes, durante la presidencia de Francisco I. Madero, su propia madre fue a prisión junto a los actores de “El Chanchullo”, donde murió la tiple Pepita Pubill en 1912. Por eso admiró a Mimí Derba y sus zarzuelas desafiantes de Victoriano Huerta y de los católicos santiguados por esas mallas que insinuaron su opulenta desnudez. Emilia estaba decidida a poner su parte. No aceptaría la censura aunque sufriera lluvias y esperas.
Emilia se despidió de Antonio, diez años mayor que ella, sin aspavientos ni florituras. Aquella ocasión el cielo estaba cuajado de estrellas y ella las pudo ver, brillantes y nítidas, mientras hablaba con él, sin duda extrañará su pene oblongo y sus delirios de grandeza pero ella ya no admitiría desatenciones. Se mantendría lo más posible en el Politeama junto a tres mulatas bailarinas y cantoras, sin pisar los teatros María Guerrero y Lírico, donde rebozan leperadas, saltatrices y cafiches. Gusta de las funciones de gala del teatro Iris aunque la remiten al tiempo de peinetas y horquillas sosteniendo peinados de ‘coup de vent’ o tiempo de aire, vestidos de largos festones engalanados de narices delicadas y cejas presuntuosas. Emilia pertenece a la revista, niega que ésta deba parecer lupanar de farotas o alborozos baladís, por ello no saldría del país como Lupe Vélez sino que rescataría el arte, “que de ello mucho tienen las zarzuelas y cuplés”, decía con su voz de ave del paraíso.
Emilia no era cómica como Delia Magaña ni quiso ser como Esperancita González, que perdió frescura al mostrar sus partes pudendas, cediendo a las exigencias del público, tampoco fue proclive a la sátira política como Lupe Rivas Cacho aunque le sorprendió siempre su alma disipada, por ejemplo, para dejarse sofaldar por Diego Rivera poco antes de que se casara con Frida Kahlo. Bailó jazz en tablados revisteros pero el intempestivo retiro de Celia Padilla, su principal promotora, disminuyó esos espacios. No obstante, mantuvo el estilo de las pioneras. Cantora templada, festiva sin estruendo y grácil como el pedúnculo que soporta un clavel. No batirían las palmas por ella cacasenos destemplados ni la tendrían en sus manos mediante postales, pero tampoco será pendón de gazmoños reclamos. Batió sus palmas por ella la aristócrata cultura francesa, relegada por la burquesía que, en el jogorio estadounidense, encontró los principales impulsos para su realización. Al respecto, la única concesión de Emilia fue el martini seco en vez del cognac y Edgar Allan Poe en vez de Zolá.
Durante los años siguientes, la artista sorteó atmósferas de cantinas y tabernas animadas por aulétridas y cabarets de grotesca réplica de los parisinos, como el de Xicotencatl, cuyo imán según sus pregoneros era una “cupletista relamida, con enaguitas hasta las rodillas” que pronto quedó sola. Asistió a carpas y teatros en San Juan de Letrán y Cuautemotzin pero sus ninfas de carnes aflijidas la deprimieron. Probó en salones que comenzaron a tener auge, incluso en el Salón México integró el ballet y, sobre todo, actuó en escenarios marginales de nostálgicos e ilusos pero exquisitos y elegantes. Le decían “La reina del jardín” por su garboso andar y sus labios de capullo de rosa.
Así le pasaron como relámpago los años treinta. Las primeras transmisiones de la XEW AM radio y los primeros éxitos de Agustín Lara, incluso Emilia fue parte de la misma cartelera cuando en el Politeama estrenó Santa, inspirada en la novela de Federico Gamboa. “Farolito” fue su canción predilecta en esos años ya que Emilia rechazaba loas a las rameras y los dramas de la ingenua que cae presa del pecado y paga sus culpas. “Esas pequeñas rebanadas de muerte, cómo las aborrezco”, proclamaba para sí, citando a Poe. Pero le gustaba la poesía de Lara y por eso alternó, también en el Politeama, con Beatriz Ramos, “La Ticha”, ambas parecían piezas de art co dibujadas por “El Chango” García Cabral. Emilia revasaba los 27 años cuando bailó con Amparo Arozamena y comenzó a entender lo que significaba ser vedette, asistió a la segunda ola del nacionalismo que habían inaugurado en el teatro las borrachitas y las chinas poblanas, esta vez en el cine con “Allá en el rancho grande” y finalzando la década presenció cómo las radiolas eran desplazadas por las sinfonolas.
Esperanza Iris, la reina de la zarzuela, renovó el aliento de Emilia e incluso actuó en el teatro que lleva su nombre; supo que el tiempo de “Ni una vieja ni una fea” había pasado y se maravilló con el estreno de la película de doña Esperanza en 1938, además, porque oyó por primera vez al tenor Pedro Vargas. Entonces, Emilia semejaba un alcatraz, pulcro, elegante y persistente. Así estalló la Segunda Guerra Mundial que miró ajena pues su atención estaba en Louis Amstrong y Marlene Dietrich además de los primeros remiendos de ropas que, como un homenaje a su madre primero y luego como hobby, había iniciado poco antes; yo mismo la vi comprar sus primeros hilos en la mercería. La última vez que supo de su padre fue una llamada telefónica que recibió en la tienda de abarrotes de abajo de su apartamento, don Francisco le dijo que su misión en la Tierra era adivinar el futuro de los demás. Emilia siempre estuvo en paz con Dios y los astros por lo que nada más lo bendijo y fumó un cigarro “Cumbres” con boquilla.
A mediados de los 40, a las bailarinas exoticas Emilia sólo las miró detrás de sus lentes bifocales donde caían hilillos de canas, pero todavía tuvo bríos a sus cuarenta años bien entrados, para enseñarles a varias de ellas los mejores pasos de mambo y luego el Cha cha chá, así acabara ella con las piernas engarruñadas. Aún porta conjuntos de muselina de seda de varios combinados. De todo eso soy testigo, como ya dije, porque soy el de los besos de cacao y porque cuando ella dijo adiós yo le recité a Fitzgerald: “Quiero saber que te moviste y respiraste en el mismo mundo conmigo”.
Emilia Galindo Rivera es una de tantas tiples. O más bien una que representa a todas, las que no están en este Diccionario porque el tiempo arrasó con ellas. En cualquier caso, no ocupan los pergaminos de mi memoria. Su anonimato me incentiva a honrar su denuedo personal, encaminado sin ideario ni proclamas, como fue el caso de “La reina del jardín”, con el único deseo de regar sus propios prados. De aquí que estos versos de Manuel Acuña le sean pertinentes:
Mañana que ya no puedan
encontrarse nuestros ojos,
y que vivamos ausentes,
muy lejos uno del otro,
que te hable de mí este libro
como de ti me habla todo.
De algo estoy seguro: Emilia fue tan tan feliz que renunció a decirlo con palabras, prefirió bailar y así entre sus propios ritmos y tejiendo ilusiones, murió de anacronía acompañada por una trompeta de jazz. Hoy, la recobro del olvido.