La invasión a Ucrania es el último capítulo de la actual restauración autoritaria en Rusia, y muchos politólogos se preguntan si los rusos están irremediablemente condenados a vivir bajo tiranías, moldeados por oscuros legados históricos, normas culturales inmutables e instituciones irremisiblemente estáticas. Sin embargo, en las tierras alguna vez gobernadas por Iván el Terrible, Pedro el Grande y Stalin en algún momento pareció no ser cierta esta rara alergia a la democracia. El 19 de agosto de 1991, defensores de la democracia rodearon el edificio del parlamento ruso para detener la intentona de golpe de Estado contra Gorbachev planeada (y muy mal ejecutada) por los miembros más conservadores de la nomenklatura soviética. Días después la portada de la revista Time pregonó: “Terminan mil años de autocracia en Rusia”. Hoy, los académicos discuten sobre la clase y el grado de severidad de la actual dictadura, pero ninguno clasifica a Rusia como una democracia.
Destacan los analistas factores estructurales como la historia, la cultura y la geografía como causas irremediables de una tiranía eterna. Lo sucedido en los años noventa fue una aberración, nos dicen, y no faltan quienes incluso niegan los supuestos avances democráticos en la década de 1990 describiendo lo sucedido entonces solo como “un colapso estatal” y al actual despotismo como el retorno al “equilibrio histórico de Rusia”. Además, la mayoría de los países surgidos de los restos soviéticos actualmente también son autocracias, lo cual impulsaría aún más los relatos sobre las raíces culturales, patrimoniales, históricos e institucionales de este despotismo. Tras la Revolución de 1917 el comunismo totalitario soviético echó raíces con instrumentos de represión singularmente draconianos. Con el tiempo se comprobó la mayor persistencia de la dictadura de partido comparado con otras formas de autocracia, pero el sistema comenzó a estancarse en las décadas de 1970 y 1980. Trágicamente, las dictaduras de bajo rendimiento pueden sobrevivir durante mucho tiempo, especialmente si pueden financiarse con exportaciones de petróleo, gas y minerales, como fue el caso de la URSS y lo ha sido el de muchas más.
Gorbachov desató fuerzas fuera de su control. En medio del desorden económico y colapso estatal convocó elecciones libres para elegir al Congreso Soviético de Diputados del Pueblo a finales de marzo de 1989. Las fuerzas anticomunistas y nacionalistas de las repúblicas no rusas habían ganado una buena cantidad de escaños. Entre estos estaba Boris Yeltsin. El fracaso de la Perestroika alimentó aún más a la oposición. Llegó entonces la intentona golpista de 1991 con la esperanza de preservar a la Unión Soviética. La tentativa falló y la desaparición de la URSS se hizo inminente.
Convertido en el primer jefe de Estado de Rusia electo en elecciones libres, Boris Yeltsin inició importantes reformas de mercado: liberalización, estabilización macroeconómica y privatización. Pero la economía soviética había estado en caída libre durante años, con una inflación masiva, escasez, enormes déficits y reservas monetarias menguantes. Algo parecido sucedió en los países poscomunistas europeos, pero el punto de partida de Rusia fue considerablemente peor, porque además de los desafíos económicos, Rusia enfrentaba a los separatismos regionalistas y carecía de de los legados institucionales, las tradiciones y los factores externos decisivos en las transiciones democráticas en otros países europeos. No contaba con una experiencia previa con la democracia y el acuerdo sobre la demarcación de las fronteras estatales era muy endeble. Bajo estas difíciles condiciones debía encararse una triple transformación: del imperio a la nación, de la dictadura a la democracia y de la economía centralizada al libre mercado.
La inestabilidad política surgió con fuerza ante este panorama. Sobrevino un violento enfrentamiento entre el presidente y el Parlamento. Los tanques y las fuerzas especiales del ejército asaltaron el edificio del parlamento. El primer experimento postsoviético de Rusia con un gobierno democrático estaba en vilo. El país adoptó entonces una nueva constitución con poderes extraordinarios para el presidente. En las elecciones presidenciales de 1996 Yeltsin se reeligió en medio de afirmaciones creíbles de fraude y gracias a la abundancia de recursos a su favor, incluido el dinero de los oligarcas prohijados bajo su gobierno. Yeltsin ganó un segundo mandato, pero su salud estaba fallando rápidamente. La economía intervino de nuevo. La crisis financiera mundial derribó la frágil economía de Rusia en 1998, ello tuvo un impacto negativo en la incipiente democracia. El régimen estaba agotado cuando el 31 de diciembre de 1999, el enfermo e incapacitado Yeltsin renunció y así llegó Putin al poder.
En los primeros años de su presidencia, Putin impulsó algunas reformas de mercado y mantuvo en política exterior una orientación occidental. Esto duró poco. Pronto empezó un paulatino sometimiento de las instituciones políticas autónomas y de los medios de comunicación. Las disidencias empezaron a ser perseguidas. El aumento de los precios mundiales del petróleo y el gas, un factor sobre el cual Putin no tenía influencia, incrementó la popularidad presidencial. Luego, tras la breve paréntesis de la presidencia de Dmitri Medvedev (2008-12), Putin volvió a la presidencia, pero el panorama ya era distinto. Tras el anuncio de su candidatura para un tercer mandato fue testigo de la mayor movilización popular en contra suya. Fueron las mayores manifestaciones del país desde el colapso soviético en 1991. Fuerzas socioeconómicas emergentes, mayoritariamente urbanas, ayudaron a alimentar este movimiento. Demandaban ampliación de libertades y votar en elecciones libres y justas.
Para confrontar estos reclamos democráticos, Putin recurrió a la clásica narrativa populista de polarización, odio y nacionalismo exacerbado. Dividió a la sociedad rusa entre “patriotas” y “traidores financiados por Occidente”. Se aprobaron nuevas legislaciones para restringir a las organizaciones no gubernamentales, las reuniones no autorizadas y los partidos de oposición. Empezaron los asesinatos de disidentes y periodistas críticos. En 2014, Putin anexó Crimea e inició su apoyó a los separatistas en el este de Ucrania, actos explicados como necesarios para luchar “contra el fascismo y la OTAN”. Con la explotación del fervor nacionalista recuperó popularidad y facilitó su reelección en 2018 en una votación descrita por la mayoría de los observadores como “ni libre, ni justa”. Desde entonces, el dictador ha reforzado sus formas autoritarias y clientelares, propagando una ideología anclada en torno a valores iliberales, antioccidentales y ortodoxos.
Pero la guerra en Ucrania muestra los límites del autoritarismo. Podría servir en última instancia como una demostración de cómo los regímenes autoritarios pueden sembrar las semillas de su propia caída. A fin de cuentas, los rusos están formados, pero no necesariamente atrapados para siempre por legados históricos, normas culturales inmutables o instituciones estáticas. Ciertamente las experiencias democráticas rusas han sido efímeras y endebles, pero no por eso se debe concebir a la tiranía como ineludible destino. Factores estructurales específicos, como los altos niveles de educación, el PIB per cápita, el continuo surgimiento de una clase media no dependiente del Estado y el incremento de la urbanización podrían presionar para la apertura del régimen en un futuro… ¿lejano?