A Mariana y las otras mujeres de este siglo, por valientes y entronas
Vengo de otro mundo, otra época en que los límites eran claros y las fronteras rígidas; era un mundo que nos asfixiaba a muchos e hicimos de todo para derribar los muros y flexibilizar fronteras. Esa fue nuestra guerra. El gozo es obvio, pero el sufrimiento estriba en que, por más revolucionario que se sea, la mente admite mil cambios, pero no todos a la vez; irse adaptando es doloroso por más que haya sido tu generación la que, como dice Billy Joel, encendió el fuego.
No quiero ser dramática porque soy afortunada. Sin embargo, me encuentro con miedo, que, estoy segura, es el germen de toda violencia, y le temo a esta. Tengo miedo a quedarme sola, a enfermarme, de lo que antes no temía porque seguramente estoy frágil en tiempos de pandemia. En el mundo rígido que me tocó vivir —y cómodo, debo aceptar— una crisis como la de hoy era impensable; casi les puedo decir que mi angustia provenía de la aburrición, de pensar que los días eran iguales y nada pasaba. Hoy pasa demasiado, para bien y para mal.
Siempre pensé que las mujeres de mi época y de las anteriores habíamos proveído a nuestras hijas de un mundo mejor, y estaba segura de que nada ni nadie podría hacerles daño. La verdad es simple: no somos artífices de nada, la realidad lleva su agenda, esa que hoy nos encierra en contra de todo pronóstico. Las mujeres votamos, elegimos nuestro género, nos desnudamos o podemos aspirar a presidentas; al mismo tiempo somos asesinadas, difamadas, mal pagadas, golpeadas, violadas o secuestradas.
Me dirán que, en el mundo actual, eso nos pasa a todos, y sí, pero el problema estriba en que el temible patriarcado que creíamos extinto se camuflajea de otros modos, y la causa de la agresión a la mujer proviene de querer otro trato, otras condiciones, del desprecio a un sexo al que se ha dado en llamar “débil”. Esos son modos velados, al margen de los explícitos (feminicidios, violaciones, narrativas de espanto que hacen alarde del maltrato y objetivación de la mujer de forma obscena y explícita*) y que algunos llaman micromachismos, mientras que otros buscan apelativos distintos para no irse con la finta de lo pequeño.
Nunca me he sentido feminista, no porque no sea beneficiaria o porque no crea en la lucha. Más bien ejerzo mis derechos de igualdad, y el tema, teóricamente hablando, comenzó a interesarme hace poco. No así mi lucha, de la cual he dado cuenta en esta amada revista muchas veces. He buscado la igualdad en mis relaciones y en la educación que imparto a propios y extraños.
Hace dos años decidí participar en el Congreso Internacional de Micromachismos que organiza la Universidad de Sevilla con un trabajo sobre el análisis de la serie de televisión The Middle. El tema creció en mí y comencé a percatarme y a educarme al respecto. Volví a participar en un segundo año con una ponencia que se llamaba “Grandiosa: de Venus a las Kardashians” (versiones más amables de ambos textos pueden leerse en etcétera). Después se vinieron las protestas feministas en México y participé más activamente.
Trabé amistad con el doctor Juan Carlos Suárez, organizador del congreso en la Universidad de Sevilla, y acordamos organizarlo conjuntamente con el Tec de Monterrey. Me impresionó descubrir abiertamente lo poco que sé, lo fragmentario de mi percepción, que ha pasado por alto mil cosas que ahora logro ver y que agradezco a mis hijas, alumnas y alumnos, compañeros de trabajo y de congreso.
Admito lo difícil que es provenir de otro tiempo para ser sensible al tema. Recuerdo con precisión las diatribas en Facebook, con alumnos que reaccionaron ante mi reprobación hacia la violencia en las manifestaciones feministas (la que sigo odiando); rememoro también las discusiones con mis hijas por defender como normal lo que ellas ya no miran así. Quizás la frase más contundente fue la que me respondió Connie Castillo en su ponencia de cierre cuando la cuestioné sobre el enfrentamiento violento de las feministas en la última manifestación contra las mujeres policía: “Regina: esa no es la pregunta. El tema es que estamos en guerra, y en una guerra hay violencia”.
Hay muchos temas que no entiendo, hay muchas causas a las que aún no llego; comprendo, por ejemplo, que España está preocupada por el tema género en un sentido más amplio, mientras que los ponentes de aquí nos centrábamos en el asunto de la mujer. Pero respondo como Connie: es que acá estamos en guerra.
No entiendo que las mujeres agredan a otras, pero comprendo que el dolor debe ser mucho y la sordera institucional lo es aún más. No entiendo a otra mujer de mi tiempo, la jefa de Gobierno, quien traiciona a su género: no busca el diálogo y prefiere usar de chivo expiatorio a una mujer para curar en salud su cobardía y la inacción de su gobierno. Eso último no lo entenderé jamás.
La misma Connie presentó en su ponencia un poema, “Las otras”, que francamente me hace llorar cada que lo leo; es de la poeta mexicana Cecilia González, de tan sólo 21 años, una mujer de este siglo que me abre los ojos y el corazón.
LAS OTRAS
Las mujeres de mi familia,
familia de mi padre,
siempre son “las otras”;
no tienen nombre propio
cuando son evocadas
por sus mal llamados
amantes.
Todas Josefinas,
llorando manchas violeta
ocultas en el cuello.
Todas Josefinas
esperando,
que Benito
deje a su mujer,
deje de beber,
deje de vivir.
Por el lado “de la Luz”
mis raíces son mujeres
adornadas de “des”
mujeres desesperadas,
despechadas, desgraciadas.
Pero nunca, nunca
nunca des-enamoradas.
Escribo
para sanarme, para sanarlas,
para ser algo más que víctimas,
alguien más que “algo”
mucho más que “otras”.
Para desarraigar la competencia
con la que nos adoctrinaron
Escribo para aprender que
amamos mucho y a muchos,
y no es motivo de vergüenza.
Que deseamos a muchos,
los deseamos mucho.
Y eso nunca nunca debe doler.
Porque vengo de una familia
de mujeres que se sienten obligadas
a reírse de los chistes ofensivos
de sus maridos ebrios.
De mujeres encerradas y silenciosas;
escribo para enseñarles a gritar,
para arrancarles del alma
el “tú, te callas”.
Escribo por mi abuela Josefina,
para que reencarne en bailarina
Por mi tía, para que no vuelva a llorar
para que no le duelan los huesos.
Para que mi abuela, María, deje
a mi abuelo, muchas veces más
Y tenga novios,
muchos, muchas veces más,
que siga escribiendo poesía
y ya no tenga miedo
de mostrar sus pechos.
Grito por las rodillas sangrantes
de mi bisabuela Emilia,
haciendo mandas a la virgen
para que reencarne
en el mar de Guerrero
y tire los altares de un tsunami.
En mis pies enredo sus raíces
y en mis manos sus nubes
para que Ale no vuelva a Morelos
y Gabriela se canse de Noé,
para que el dolor se vaya
con la facilidad con que
nuestros padres se fueron.
Para no volver a ver
mi cuerpo de 11 años
tirado en la cocina
pidiendo perdón.
Por no darle de comer
a mi abuelo de nuevo
con sus ojos de lascivia.
Y para no defender la pureza
de falsos profetas consanguíneos
que me apretaron el pecho
hasta romperme.
Para que ningún malnacido
vuelva a restregar su cuerpo
en las piernas de mi prima
cuando vuelve de la escuela.
Y romper el maldito
maldito círculo vicioso
de los “secretos de familia”
manchados de pedofilia,
incesto, golpes y sangre.
Para que todas
podamos ser nombradas
Para que no deje
de retumbarnos
en la cabeza
hasta que gritemos.
Alzo la voz para no negarnos,
porque tenemos nombre
y no dejaremos que lo olviden
Cecilia, Mariana, Andrea, Giovanna, Nicté, mujeres de este siglo, esas que me asombran y me enseñan. Les pido perdón por no comprender, por ser hija de mi tiempo, de mis miedos y mis privilegios. Les agradezco que me sanen y me permitan asombrarme de lo poco que sé y lo mucho que tengo que aprender. Les agradezco que me inspiren a entender que yo vengo de otro tiempo, que este es el suyo pero que somos compañeras en guerra, una que seguramente ganaran.
* Sólo como ejemplo, la canción “Y ahora resulta” del grupo Voz de mando. ¿Quién en su sano juicio puede disfrutar esta canción? Estos señores son detestables.