El término es muy fuerte. Pero no es para menos. Linchamiento es la ejecución tumultuaria de una persona que no ha sido sometida a proceso judicial. Más allá de la barbarie designada de esa manera, se puede hablar de linchamiento político para referirse a la acusación sin evidencias que —con propósitos, precisamente, políticos— expone a una persona al descrédito público.
El linchamiento político es resultado de la carencia de argumentos y de elementos verificables para descalificar a un ciudadano. La propensión de los medios al escándalo y la propagación de toda clase de murmuraciones en las redes sociodigitales, favorecen el linchamiento político. Ya se sabe que, aun cuando no esté respaldada por hechos, algo queda después de la calumnia.
En un contexto definido por la polarización, en donde a los asuntos públicos por lo general se les muestra en negro o en blanco, el linchamiento político se vuelve cotidiano. Etiquetar a los contrarios, o crear adversarios en donde no necesariamente los hay, cohesiona a los partidarios de quien promueve el linchamiento y enrarece las posibilidades de discusión e intercambio.
El linchamiento político es un recurso despreciable. Golpea la fama pública sin evidencias que hayan pasado por el examen de autoridades judiciales, alienta al siempre maniqueo tribunal de la llamada opinión pública, solivianta el ánimo compulsivo de los fanáticos y desplaza al quehacer político que tiene la tarea de conciliar posiciones encontradas.
Indeseable en toda circunstancia, el linchamiento político resulta más grave cuando se promueve desde el poder. El gobierno tiene información, capacidad de influencia y, sobre todo, responsabilidades institucionales que lo obligan a ser especialmente prudente. Cuando se desentiende de esos deberes y se desdibuja al promover linchamientos políticos, el gobierno actúa con alevosía y ventaja adicionales a las de cualquier otra fuerza social o política.
Cuando acuden a ese recurso, el presidente López Obrador y algunos de sus colaboradores hacen a un lado la política, contaminan aún más la vida pública y se colocan en el filo de la ilegalidad.
El lunes 11 de febrero por instrucciones del Presidente el director de la Comisión Federal de Electricidad, Manuel Bartlett, calificó a nueve exfuncionarios públicos como responsables del “trabajo de destrucción de la CFE”. En ningún caso ofreció pruebas de desfalcos, adjudicaciones irregulares o de ilegalidad alguna. La presunta falta que se les imputa es haber sido asesores o funcionarios de empresas del ramo energético.
Ese no es un delito. La Ley Federal de Responsabilidades Administrativas establece que los funcionarios públicos, cuando dejan de serlo, deben aguardar un año antes de trabajar en alguna empresa relacionada con las tareas que desempeñaron. Bartlett, por cierto, no explicó por qué el trabajo profesional de algunos de esos exfuncionarios podría haber causado “la destrucción” de la empresa estatal de electricidad. Varios de los así mencionados replicaron y desmintieron al gobierno.
De José Córdoba Montoya, que hasta hace 25 años estuvo a cargo de la Oficina de la Presidencia en el gobierno de Carlos Salinas, se dijo que “desde aquellos tiempos, participó en el negocio eléctrico”. Córdoba en una dura carta a Bartlett, aclaró el 13 de febrero que nunca participó en la asignación de contratos para la CFE y que no ha asesorado a ninguna empresa que trabaje para la Comisión.
De Jesús Reyes Heroles González Garza, secretario de Energía con el presidente Ernesto Zedillo, se dijo en la conferencia presidencial que “ha sido participante en grandes empresas y ha participado en diversos consejos consultivos de energía”. Reyes Heroles, en un comunicado el 12 de febrero, reiteró que dejó el servicio público hace más de nueve años. “No existe conflicto de interés entre mis actividades profesionales desde entonces, y siempre me he desempeñado bajo los principios éticos más rigurosos. Además, en mi opinión, ese señalamiento para años posteriores sería violatorio de mi derecho a la libre profesión, en los términos del artículo 5º constitucional. En los hechos, argumentar un supuesto conflicto de interés es coartar mi derecho a la libertad de profesión”. Las imputaciones falsas, dijo Reyes Heroles, ocasionan “daño moral al difamado, lo que está penado por la ley”.
El resto de los aludidos fueron funcionarios de niveles altos en gobierno anteriores: exsecretarios de Estado —entre ellos Felipe Calderón que luego sería presidente de la República—, un exdirector de la CFE, un exdirector jurídico de la Secretaría de Energía y se les acusa de trabajar o asesorar en empresas privadas y/o extranjeras. La gestión de esos exfuncionarios puede ser discutible. Pero el gobierno no ha sostenido que su desempeño, como funcionarios públicos o después, haya sido ilegal.
El presidente López Obrador dijo, incluso, “se va a dar vista a la Fiscalía General, si es que existe algún delito, que ellos decidan”. De esa manera admitió que no tiene pruebas de hechos ilícitos. Si los hubiera, sería indispensable que el gobierno propiciara la acción de la justicia. Pero hasta ahora el Presidente lo que ha promovido es un linchamiento político.
López Obrador respondió con otra descalificación hasta ahora sin sustento para responder a los cuestionamientos que recibieron las ternas que presentó para la Comisión Reguladora de Energía. El viernes 15 de febrero vituperó al titular de ese organismo, Guillermo García Alcocer, porque “tiene conflicto de intereses”. Ese funcionario respondió de inmediato que un cuñado suyo, hermano de su esposa, trabaja en una empresa de energía eólica que no es regulada por la CRE. Además un primo de su esposa trabaja en una empresa filial de una firma que tiene una autorización de la CRE otorgada antes de que el propio García Alcocer asumiera su actual responsabilidad. Esas dos circunstancias las precisó García Alcocer desde mediados de 2016 en su Declaración de intereses.
Al Presidente le irritan los organismos autónomos porque no entiende la pertinencia de los contrapesos institucionales que moderan la concentración de poder y propician la transparencia. Por otra parte, construye un discurso de satanización y persecución para explicar las dificultades de las empresas estatales de energía. En ambos casos fomenta linchamientos políticos.
Uno de los agraviados en días recientes, Jesús Reyes Heroles, explicó las consecuencias de ese comportamiento del gobierno: “todos los mexicanos estamos expuestos al riesgo de difamación y juicio mediático, que podría quedar impune en caso de no señalarse. No debe aceptarse eso como la nueva realidad para México”. Tiene razón.
Este artículo fue publicado en La Crónica de Hoy el 18 de febrero de 2019, agradecemos a Raúl Trejo Delarbre su autorización para publicarlo en nuestra página.