Ganó Delfina, hija de albañil, maestra rural, vecina de Texcoco. Okay. Se concede la voluntad mayoritaria, son las reglas. Pero eso no quita que sea una delincuente confesa. El triunfo no anula el expediente ni la democracia absuelve el pasado. Entre lo que dice la mayoría y lo que dice la biografía hay un trecho.
Hoy el voto parece tener un poder purificador. Si el pueblo la escogió, está bien. Y ay de quien se atreva a cuestionar al sagrado electorado: sujeto histórico, artífice de la transformación, virtuoso artesano del destino colectivo. Los políticos astutos deben darle lo que quiere, como mercaderes a su clientela. Los políticos tontos, en cambio, los culpan de no haber comprado su producto.
Se dice, en esas líneas, que la disputa entre democracia y autoritarismo no es real porque el pueblo no la percibe. Me lo confirmó uno de los mejores encuestadores de México. La mayoría tiene otras prioridades. No le importan tanto el INE, la Corte, el Congreso ni la alternancia de partidos. Así que la oposición no debe encuadrar su relato en esos términos porque la mayoría no lo comprará. Perfecto, que los opositores hagan lo suyo y ofrezcan cosas más atractivas. Pero eso no quita que la democracia esté en peligro.
Pienso que los comentaristas no tienen que ser prescriptivos ni dar recetas. Tampoco tienen que quedar bien con el venerable elector, al que quizá ni conocen. Los intelectuales pueden deberse a la razón, aunque contradiga los sentimientos y valores del momento. Pueden desafiar al consenso.
Me temo que veo lo contrario. El ambiente presiona a los comentaristas a sugerir soluciones según los anhelos de la mayoría demoscópica. El presidente López Obrador ha demostrado su talante autoritario y antidemocrático. Ahí están los ataques al orden constitucional para quien los quiera ver. Aún no ha destruido la democracia porque no ha podido. Tampoco es un represor. Pero eso no anula la amenaza. Los intelectuales pueden y deben advertirlo, aunque choque con la mercadotecnia actual.