Si alguna certeza podemos tener a estas alturas es que la política del gobierno federal para contener los contagios del Covid-19 ha sido, por lo menos, errática. Desde el principio de la pandemia, el presidente López Obrador la minimizó y se burló de ella exhibiendo estampitas religiosas como efectivas medidas de protección. Después, la fue tocando de oído sin plan o lógica alguna, pretendiendo nadar de muertito entre dos alternativas catastróficas: ordenar el cierre de las actividades públicas y, por tanto, de la economía, o permitir que la gente mantenga su movilidad y actividad económica, aún a costa de un grave incremento en los contagios y muertes de mexicanos. Es comprensible que en un país con más de la mitad de la población en situación de pobreza y que trabaja en la informalidad para conseguir su sustento diario, el presidente se oponga al cierre de actividades y a restringir la movilidad, pero la opción de la muerte era también inaceptable. Así, dando bandazos y sin planificación alguna, López Obrador ha pasado de pedir a la gente que salga al cierre casi total de la economía, para volver de nuevo a abrir, negándose siempre a recomendar el uso del cubrebocas, falsear la información sobre la realidad de los contagios, como señaló esta semana el New York Times, para volver a ordenar un bizarro semáforo rojo que sólo obliga a los establecimientos formales pero permite el comercio en calles y banquetas, con aglomeraciones de personas para las que el uso de cubrebocas y la sana distancia es también opcional. No se trata de una decisión sencilla, pero quizá con menos soberbia e indolencia podríamos estar en una situación menos complicada.
En un reportaje de The Economist de hace un par de semanas, se analiza una tercera alternativa implementada por Japón, quien nunca ha ordenado el cierre de su economía (a diferencia de China, Europa o Estados Unidos) y mantiene la tasa de mortalidad más baja del G7. Recordemos que Japón tiene una población de 130 millones de habitantes, muy similar a la población de México, lo que nos pone en perspectiva la magnitud de nuestro fracaso: 188,000 muertos en México (sabemos que son muchos más) frente a 2,500 en Japón, con todo y que México lleva dos cierres casi totales y Japón ninguno. Pero, ¿cómo le hicieron? Aparentemente, Japón entendió antes que ningún otro país que el virus se transmite por el aire y no por el contacto con superficies contaminadas. Así, recomendó masivamente a su población seguir cuatro reglas sencillas: (I) evitar espacios cerrados sin ventilación natural; (II) evitar aglomeraciones; (III) mantener la distancia, y (IV) usar cubrebocas. Sorprendentemente, Japón descubrió también que un vagón del metro lleno de personas era seguro si las ventanas se mantenían abiertas y todos los pasajeros usaban cubrebocas.
A diferencia de la visión de López Gatell, el cubrebocas no se usa en Japón para protección personal sino como una medida de urbanidad para la protección de los demás. Nada de esto era legalmente obligatorio, pero funcionó a la perfección porque los japoneses lo acataron y pusieron el interés colectivo sobre el interés individual. Evidentemente, los mexicanos no somos japoneses y nuestro presidente es incapaz de poner el interés colectivo por encima de sus manías personales. Si tan solo hubiera usado cubrebocas y recomendado su uso, con toda certeza otro gallo nos cantaría.
Este artículo fue publicado en El Economista el 23 de diciembre de 2020. Agradecemos a Gerardo Soria su autorización para publicarlo en nuestra página.