Estudié en una escuela católica que era sólo para varones. Así fue desde antes de la primaria y hasta el final de la secundaria, en ese colegio de la Ciudad de México. No faltó ahí alguna profesora —supuestamente de literatura— que nos hablaba de ser hombres “en toda la extensión de la palabra”. Estoy seguro de que, con todo y esos comentarios —así como los que muchos de mis compañeros recibían de sus padres— lo crucial en nuestra formación como “hombres” fueron otras cosas. Hacia el final de la primaria había quienes expresaban preocupación por creer haber embarazado a alguna niña: baladroneaban sobre inexistentes relaciones con mujeres. Los dichos sobre cómo había que tratar a “las niñas” —que sólo en un remoto inicio eran imitación de gente mayor— se multiplicaban y volvían más elaboradas, exhibiendo sapiencia y, sobre todo, se afianzaban aun antes de la práctica: bastaban niños que se daban cuerda unos a otros. Atestigüé que esas formulaciones ficticias serían su guía en la adolescencia y, quizá, el resto de su vida.
Insisto, más que esa profesora y varones de mayor edad pesaban entre nosotros las dinámicas entre nosotros; aunque nuestro contexto hiciera posible lo que pasaba, potenciándolo. Recuerdo las salidas al recreo: los estrechos pasillos entre salones de secundaria se volvían campo de batalla. Cada uno sabíamos —sin la menor duda— que había que dar codazos, que no podía uno tambalearse siquiera mínimamente ante la masa de niños, mucho menos ante algún empujón, así fuera de alguien con más kilogramos de peso o centímetros de altura. El cuento viene a cuenta por el libro Hombres de verdad (2022).
Brenda Ríos es una escritora apreciada por sus pares. Es la autora de Hombres de verdad, su libro más reciente, un ensayo que se une a sus tres títulos de poesía, uno de cuento, uno de crónica y cuatro libros previos del género ensayístico. De manera semejante a aquella profesora, la autora plantea, reconociendo dificultades asociadas a la pregunta: “¿Qué es ser un hombre de verdad?”. Así, el tema de la escritora es, como declara al iniciar la segunda parte de su ensayo: “al final este libro trata sobre algunas diferencias entre hombres y mujeres como categorías de significación cultural”. El ensayo de Ríos, a pesar del hilo conductor temático, es más que apuntes sobre género y literatura: hay —a momentos en modo lírico que apela a su faceta de poeta— una escritura consciente de sí misma y de su composición, el lector encuentra crítica literaria desde la perspectiva de tal tema, además de reflexión sobre otras posibilidades —literarias y existenciales— que también se ven marcadas por el deslinde entre mujeres y hombres, así como relatos de análisis autobiográfico, consideraciones históricas, sociales y políticas, al lado de páginas que piensan el deseo y la amistad o lo que Ríos identifica como complicidad entre hombres.
Desde la primera sección puede haber, si no una contradicción, al menos una tensión: Ríos da por hecho un estado de las cosas —que es descripción persuasiva por lo palpable que resulta para cualquiera que sea observador crítico de cómo nos relacionamos hombres y mujeres en México— pero al mismo tiempo la escritora desliza que acaso hay alguna particularidad en entornos que aborda. Su “segundo marido estaba fascinado con ese trato que le daban tías y primas mías, que no le dejaban mover un dedo”, con lo que la escritora abre la posibilidad de otros marcos de referencia o, cuando menos, distinciones de grado. El dictamen de la autora es que el trato diferenciado dado a hombres y mujeres “no es voluntario, es cultural”. ¿Cabría preguntarse si describe una realidad acotada y no social? Por supuesto que se puede abundar en los asuntos, pero sólo desde desvaríos pseudocientíficos al estilo de un político mexicano como el subsecretario López —alias “Gatell”— podrían descartarse las afirmaciones de Ríos. Si así se hiciera, no se leería el texto en los términos que él mismo establece sino —como hace la disposición del espíritu burocrático de López— con obstinación en las propias posiciones y negligente indiferencia hacia lo tangible: se impondría la prepotencia que presume que los propios malabares verbales serán aceptados por quienes considera débiles.
En lo literario, al lado de disquisiciones sobre múltiples obras, Ríos expone una figura: “Hemingway sin duda es el referente […] un actor pagado de sí en una película de acción con un dejo de elegancia”. Así, la autora llega a los novelistas del boom latinoamericano y afirma que figuras como la de Hemingway fueron no sólo una influencia literaria, sino que también habrían sido un modelo de “personalidad” para ellos. Semeja describir la apariencia que Fuentes cultivaba, pero Ríos incluye a los demás: “el escritor del boom es cosmopolita, atrevido, hombre de mundo y dueño de sí mismo”. La autora recorre algunas de las obras de escritores de esa época, centrándose en el asunto de la masculinidad, privilegiando obras de Puig y Vargas Llosa. Enmarca sus apreciaciones en considerar el auge internacional de novelas de América Latina como un “fenómeno editorial que se exportó de manera tan exitosa”. Es indispensable hacer como Ríos: hay que persistir en acercamientos que trasciendan los halagos a ese conjunto de obras.
En el anterior, como en otros asuntos, el carácter fragmentario del libro —que también incluye párrafos de otros— le da diversas caras a Hombres de verdad. Ríos participa, por ejemplo, de un escepticismo contemporáneo —“el amor para que sea amor deberá mantenerse sin correspondencia”— pero su lenguaje comprometido es personal, ajeno a la militancia. Hay oscilaciones entre un registro no académico propio de la comunidad de la UNAM y decisiones contrarias al español mexicano, como optar por “la sartén” en vez de “el sartén”. Por alcanzar cierto carácter aforístico, la fragmentariedad del libro se convierte en un mecanismo legítimo y atractivo para mantener el interés del lector. Sin embargo, el recurso también implica la desventaja de impedir el desarrollo de los temas, derivando en una apuesta que termina tanto en la sonrisa de lo sugerido como en la decepción de lo incompleto.
En mi lectura de Hombres de verdad me interesan menos las reiteraciones sobre condiciones adversas de las mujeres —como la improcedente desventaja respecto a los hombres— que aquellos fragmentos en que Ríos apunta a descubrimientos personales —“nací por accidente y por ayuda de Bacardí”— y a hechos quizá más hirientes para las involucradas. Uno de éstos se resume en las dos palabras con que la autora describe a sus tías: “engordadas adrede”, que captura un proceso social y el calamitoso encierro en el propio cuerpo. Una postura de pensamiento y escritura destacable en Hombres de verdad es la empatía: una exploración que no se ciega por facciones. Ríos apunta que es problemático cuando un hombre “no cumple con lo que se espera de él”. Al ver la representación de los hombres en la literatura como sujetos activos, la autora también reflexiona: “un hombre sólo es cuando es capaz de tener mujer, de estar con varias mujeres y de ir a la batalla, de enfrentarse con otro hombre”.
La autora, sin atribuirse heroísmos, declara: “soy, sin haber pretendido serlo, una prófuga de todo lo que implica una manera normal de vivir, al menos para el lugar de donde soy”. Una virtud de la escritura de Brenda Ríos es expresar cuestiones socialmente consideradas como “delicadas”, despojándolas de dramatismo, asumiéndolas como materia que su personaje ha moldeado. Con realismo, más allá de populares retóricas —que, hasta ahora, prueban ser inútiles o hasta contraproducentes— la escritora sabe que las nuevas posiciones para las mujeres y la crisis de la masculinidad suceden entre una minoría, pues “en la extensa masa territorial los hombres siguen siendo ‘hombres’ y las mujeres siguen ‘reducidas’ a un papel poco participativo”.
En sus tareas como escritora, incluso al encontrarse con públicos jóvenes, Ríos tropieza con la “desesperanzadora” visión que los muchachos tienen de lo que podrían ser sus vidas. De manera semejante, aquellos compañeros míos de la escuela han pasado por tanto como cualquier hombre: éxitos y fracasos profesionales, matrimonios, alegrías y tristezas, divorcios, hijos, amantes, tragedias y vidas anodinas por igual. Pero puedo dar fe que la absoluta mayoría de ellos —independientemente de su orientación sexual— son hombres en toda la extensión de la palabra, según la sociedad mexicana. Esto implica cumplir como engranajes de una maquinaria indeseable —pero transformable— que hasta los considera caballeros decentes, sin que falten razones. Como parte de tal adecuación, quienes fueron niños conmigo participan de la perversa funcionalidad de la sociedad mexicana actual, que para su infortunio también los limita, aunque no padezcan el tipo de violencia de que son objeto las mujeres. El punto de partida niega el carácter de sujeto, o en palabras de Ríos: “la mujer es mera circunstancia”, superstición que a todos empobrece.