El pleito entre el presidente y los gobernadores por el reparto de los recursos fiscales parece una copla del vituperado cantautor guatemalteco: el problema no es lo que recaudan, el problema es cómo lo reparten.
Y la solución también la podría haber cantado el poeta de lo obvio: el problema de quien cobra es que no tiene competencia.
El Estado no deja de ser como cualquier agente sin rivales. Al igual que los comerciantes monopolistas, suelen abusar de su clientela cautiva. Y no hay mayor monopolio que el del gobierno, que ejerce su poder sin el riesgo de que vayamos con la autoridad de enfrente, salvo en casos extraordinarios (como la fuga de capitales, la migración o una invasión extranjera). Nuevamente se escucha a Arjona: el problema es que hay que aguantarlos.
Pero, si pudiéramos introducir una variable de mercado en el bloque inamovible del Estado, el resultado podría ser muy interesante. Otra vez Arjona: el problema no es lo que te cobran, el problema es a quién le pagas.
Imaginemos, por un momento, que el Pacto Fiscal estableciera que es derecho del contribuyente escoger a cuál autoridad le paga sus impuestos. Sí, así como se lee: ustedes podrían decidir pagarle a su estado el ISR, IVA y IEPS. O a un municipio. O a la federación. ¿Se imaginan el cambio de actitud de cada uno de los niveles de gobierno? Igual que las compañías telefónicas se empeñan porque cambiemos de proveedor o los bancos nos procuran para que llevemos nuestras nóminas o inversiones a sus arcas, el trato malencarado y prepotente del SAT se mutaría en dulcísima atención, en esfuerzo de lograr nuestra preferencia. Los gobiernos se preocuparían por llevarnos servicios y obras de la mayor calidad posible, porque sabrían que está en nuestras manos que tengan fondos para operar… o que tengan que recurrir al antiguo arte de rascarse con sus propias uñas. Cada oficina trataría de establecer el trámite más amigable, sencillo y rápido posible. En eso se les iría la vida, porque, ahora sí, su cliente tendría la opción de cambiar de proveedor.
Obviamente, en un sistema donde 70 centavos de cada peso fiscal terminan en la federación y los 30 restantes se mal reparten a los estados y municipios, una reforma de ese tipo suena a fantasía. Lo más divertido del asunto es que no es imposible, como tampoco lo habría sido que Pemex nos hubiera enviado un cheque semanal a cada mexicano, en lugar de que el gobierno se apropiara de las ganancias que, en su momento, obtuvo la petrolera. O que recibiéramos anualmente los dividendos de las empresas productivas del Estado (y, si estas no generaran ganancias, concurriéramos en nuestro carácter de accionistas a decidir que fueran reestructuradas o liquidadas). Ninguna de estas acciones va en contra de la lógica de la democracia representativa: nuestros apoderados se dedican a hacer leyes y a administrar, pero eso no implica que estén exentos de reportar resultados durante todo el periodo de su encargo. En lugar de exigir esas cuentas, nos conformamos con comparecencias ridículas y documentos enfadosos que sólo sirven para la promoción del burócrata que supuestamente informa… y para el besamanos respectivo. Así, el apoderado se transmuta en detentador del poder: de la misma forma que los cerdos de Orwell se volvieron indistinguibles de los humanos que llamaban sus adversarios, los representantes democráticos se tornaron idénticos a los nobles y autócratas que supuestamente derrocaron.
En suma, al igual que en los tiempos de San Agustín, Kelsen o Alf Ross, sigue sin solución el debate sobre lo que distingue al Estado de una banda de ladrones.
Ahora, como sociedad civil nos toca proponer la forma del nuevo pacto fiscal. Y se vale que decidamos la autoridad a la que le paguemos. Quizá así, sólo así, la federación deje de ser el personaje insoportable de una balada insufrible. Nuevamente el trovador chapín: el problema no es que el gobierno sea nefasto, el problema es que lo aguantamos…
Autor
Doctor en Derecho por la Universidad San Pablo CEU de Madrid y catedrático universitario. Consultor en políticas públicas, contratos, Derecho Constitucional, Derecho de la Información y Derecho Administrativo.
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