Tienen que ocultar algo, o desviar la atención, o legitimar una persecución. O las tres cosas. Una opción es inventar una conspiración. El guión es elemental: un grupo de malvados, unas víctimas indefensas y un héroe (o heroína) que vendrá a salvarlas. Hace 90 años, ese guión tuvo consecuencias funestas para la humanidad. En 1933, al mes de haber ascendido Hitler al poder, alguien incendió la sede del parlamento alemán. Los nazis culparon a los comunistas y de ahí se agarraron para cercenar derechos y libertades, y derrumbar a la República de Weimar. Una comisión internacional con sede en Londres determinó que los principales sospechosos, y sin duda los beneficiarios, eran los nazis. También fueron nazis los que años después declararían que, efectivamente, los autores del atentado fueron tropas de asalto… nazis, las SA o camisas pardas, mismas que, en una bacanal de canibalismo entre chacales, luego habrían sido liquidadas por el nuevo poder, las SS, en la noche de los cuchillos largos. En 2008, un tribunal alemán absolvió al único sentenciado por el incendio, un joven obrero holandés que fue decapitado.
Como en casi todo, el referente nazi se cuece aparte, pero el recurso complotista indica siempre una intención siniestra. En el caso de los creadores de la cartilla moral y del humanismo mexicano, el espantapájaros de los enemigos oscuros aburrió desde el principio. Era lo esperable, porque la truculencia debe ir siempre acompañada por un mínimo de competencia y, en este caso, su condición de ineptitud es tan intrínseca e inescapable que la mentira descarada se convirtió en catecismo de gobierno, al tiempo que su estulticia exigió desde un inicio que echaran mano de recursos últimos o de emergencia, tanto económicos como de fuerza. Evasores de dramas reales e inventores de melodramas ficticios, responsables de clínicas, escuelas, instituciones (y metros) inoperantes, de obras sin sentido, de un derroche histórico de recursos, ni modo que fueran ellos los que taparan un desaguisado monumental de por sí ya imposible de disimular. Como se ha dicho hasta la saciedad durante los últimos días, sus desplantes militarizados son caricaturas que sólo confirman la desvergüenza de una incompetencia atroz.
Pero esas caricaturas son la imagen de un futuro negro, porque lo que México padece son sucesivas paradas en la degradación de un Estado que pierde cada día capacidades para defenderse; es un asesinato a manos de un grupo inmerso en cruzadas de vanidad ignorante, que ya se corrió al extremo del que ya no saldrá, el de los sabotajes inventados y los militares reales, y que no perderá la menor oportunidad de improvisar escaparates para placear a una milicia debidamente sazonada para cuando arrecie el discurso complotista y el juego sucio en el camino al 24. Ahora, el último escaparate para miles de soldados disfrazados de “guardias nacionales” (mal nombre para maniquíes mil usos, pero sin misión nacional), es un sistema de transporte que se cae a pedazos por la negligencia y perversidad de los mismos que ahí los colocan, los poderosos disfrazados de víctimas que arman conspiraciones verdaderas para inventar conspiraciones falsas. Podría ser confuso, pero es cristalino.