En la pequeña biblioteca del ITAM, todas las tardes Mario Delgado nadaba entre las ranas que croan en la literatura. Eran su alter ego desde que tenía memoria.
Al salir de clases, el joven estudiante se sentaba en una mesa rodeada de libros clásicos y leía con la luz suave filtrada desde las ventanas. Esa luminosidad resaltaba su cara redonda y sus mejillas infladas pero sobre todo la amplia sonrisa con la que repasaba la narración compilada por los Hermanos Grimm que él conocía de memoria, en la que una rana se convertía en príncipe tras ser arrojada hacia una pared por una princesa caprichosa o, en otra versión, al ser besada por ella. Sus dedos largos volteaban las páginas de “El escorpión y la rana”, la fábula atribuida a Esopo que exhibe la codicia de quienes están dispuestos a lo que sea para conseguir sus propósitos, pero Mario interrumpió la lectura, él no quería ser un vulnerable anfibio frente al artrópodo implacable ni quería que le sucediera lo que a Gregorio Samsa cuando, según Kafka, se despertó una mañana después de un sueño intranquilo y “se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”.
Desde su tierna infancia en Colima hasta su residencia en la Ciudad de México, Mario tenía la misma convicción que la expuesta por Rousseau: “La rana que canta en el estanque es más feliz que el hombre que suspira en el palacio”. Y eso es lo que él quería, un perfil profesional como economista y una vida sencilla como la de una rana. El estudiante coincidía con Walt Whitman: “la rana es una obra maestra” y con todos aquellos que entendían a la rana como representación de sabiduría.
A medida que leía, Mario Delgado se percataba de que las ranas en la literatura no eran sólo símbolo sino también una metáfora de la condición humana. Representaban la capacidad de transformación pero también la vulnerabilidad y la debilidad. La Rochefoucauld decía: “el hombre es como la rana: cuanto más se infla, más se expone a ser pinchado” y el estudiante deseaba tener bien puestos los pies en la tierra aunque de vez en cuando se daba sus licencias y saltaba entre los charcos con gran habilidad debido a tus piernas estiradas.
Mario cerró el último libro y se recostó en la silla. Comenzó a soñar que incursionaba en la política. Al principio brincaba feliz como renacuajo y más tarde adquiría la seriedad del sapo. Luego, con sus saltos mortales parecía desafiar la gravedad y bailar en el aire. Pero despertó de pronto cuando se miró reinar en un reino de agua y lodo. De repente comenzó a sentir un extraño y doloroso cambio. Su piel suave y húmeda se endureció y fragmentó en placas rígidas y negras, mientras sus ojos rojos, redondos y curiosos, se estrecharon en rendijas. Sus patas delgadas se fusionaron en pinzas afiladas y su cola larga y flexible se transformó en un aguijón. El joven se retorció en un espasmo de dolor y transformación, su habla se convirtió en un siseo. Entonces emergió un escorpión entre la oscuridad. Su caparazón relucía como el mármol negro, su cola larga era una amenaza, estaba lista para dejar su huella venenosa.
La biblioteca se quedó en silencio, solamente se escuchaba el sonido de las páginas que rasgaban las pinzas del artrópodo gigante. Entonces Mario sonrió: sabía que había encontrado lo más valioso de su vida: suspirar en un palacio, aunque no faltara quien lo asocie con la fábula de Esopo que durante tanto tiempo a él le aterró.