Durante sus ya casi cinco centurias de existencia, la Ciudad de México ha acumulado un sinfín de historias que van desde lo estrictamente individual, de cómo la ha vivido cada persona, hasta grandes transformaciones y convulsiones colectivas que la han forjado hasta hoy.
Uno de los grandes recursos para crear, preservar, descubrir y rescatar la memoria de la urbe es la obra de quienes han sido sus cronistas, quienes ya conforman una importante lista. A esta ya se ha agregado Héctor de Mauleón, quien acaba de publicar una obra en dos volúmenes, La ciudad oculta. 500 años de historias (Planeta, 2018), en los que reúne 93 textos que dan cuenta de episodios y procesos de diversa índole que han marcado a la capital del país.
Acerca de su trabajo crónico etcétera charló con De Mauleón (Ciudad de México, 1963, quien ha sido director de los suplementos culturales Posdata y Confabulario, subdirector de Nexos, columnista de El Universal y conductor del programa de televisión “El foco”. Autor de una decena de libros, ha obtenido los premios PEN México a la Excelencia Periodística, Nacional de Periodismo (del Club de Periodistas) y José Pagés Llergo.
¿Por qué un par de libros como los suyos, que presentan crónicas de Ciudad de México básicamente, aunque algunas rebasan este ámbito geográfico?
En 2021 vienen los 500 años de la fundación de la ciudad por Hernán Cortés, después de la caída y destrucción de Tenochtitlan. Entonces las conmemoraciones son una excelente oportunidad para reflexionar, repensar y volver a acercarse a ciertos temas. Creo que los 500 años de la ciudad nos dan una oportunidad de volver a mirar a los personajes, a sus historias ocultas, escondidas, olvidadas, de los días que se fueron y que dejaron una memoria muy tenue o perdediza.
El hilo conductor de estos libros es la idea de que hay dos ciudades: una es por la cual caminamos y que vemos, y a su lado otra que está escondida porque ya no sabemos sus significados, no escuchamos sus historias, no estamos al tanto de lo que significan determinados asuntos. Da la impresión de que ésta es una ciudad oculta.
La idea es ir desentrañando los significados de esa ciudad que no están tan a la mano, que muchas veces no son tan visibles. Por ejemplo, si usted camina por la calle de Madero, a la altura de Motolinía va a encontrar un mascarón empotrado en la esquina, y no sabemos qué significa porque se nos ha olvidado. Lo que señala es la altura que alcanzaron las aguas en la inundación de 1629.
De su semifallida entrevista a Carlos Monsiváis quiero recuperar un par de temas que usted le planteó. La primera: ¿cómo se forjó en usted la vocación del periodismo?
En los años que comenzaba, los posteriores al terremoto, había hartazgo y venía el deterioro del PRI y de todo lo que significaba la vida bajo el partido hegemónico. En ese momento hubo lo que se llamó la Corriente Democrática, que impulsaron Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, lo que fue un despertar para los jóvenes que estábamos en ese tiempo en la universidad.
El periodismo era una manera fácil de sentir que uno podía colaborar en el desplome de ese monstruo monolítico que nos había estado asfixiando tanto tiempo.
Entonces básicamente fue como una coyuntura política cuando se abrió la oportunidad de comenzar a trabajar desde entonces como reportero en una revista. Ya van a ser 30 años de aquello.
El otro tema que le preguntó a Monsiváis de manera escrita: la crónica. Al respecto cito lo que usted dice en un texto sobre Micrós: “En la historia de cada cronista urbano hay un momento inaugural, una hora en que las puertas del futuro se le abren de golpe”. ¿Cuál fue ese momento en su caso?
Entonces no lo sabía, pero creo que fue determinante el hecho de que con las obras del Metro en la calzada México-Tacuba se desenterrara una ciudad que está allí abajo. Yo no lo entendí en ese momento, pero fue fascinante el hecho de que eso se instaló en las conversaciones de la ciudad entera, no sólo de la familia. Se platicaba de todo lo que estaban encontrando al hacer las excavaciones que pasaban por allí, que se metían por la calle de Tacuba, daban la vuelta en el Zócalo y entraban al corazón de donde había estado Tenochtitlan.
Eso determinó una forma de observar la ciudad que me permitió ver la ciudad como un lugar que está lleno de misterios, en el que donde levantes una piedra puedes encontrar un secreto o un tesoro. Eso la volvió una ciudad muy enigmática.
Un hecho central fue la lectura de Los bandidos de Río Frío, la novela de Manuel Payno que describe la ciudad del siglo XIX al punto de que uno puede olerla, sentirla y caminarla. Uno o hace al lado de los personajes y puede ver lo que está ahí. Me impactó tanto que al terminar la novela salí a la calle a buscar qué quedaba en la ciudad de lo que estaba descrito por Payno. En esa primera búsqueda fue donde se despertó ya desmedidamente mi interés por la ciudad del pasado.
Háblenos de esa parte arqueológica. Usted cuenta, por ejemplo, su recorrido por lo que fue el zócalo original, o su visita a un impresionante mural de azulejos del siglo XVIII.
Creo que cuando uno va frecuentando la ciudad de esta manera, ella misma te va abriendo aspectos que puedes haber pasado toda tu vida sin ver, sin saber, sin advertir.
Pude pisar el zócalo de Santa Anna porque tuve la suerte de que estaban a punto de taparlo cuando pasé por allí, y gracias a Eduardo Matos me dejaron entrar al lugar en el que estaban haciendo la obra, y justo antes de que cubrieran el zócalo lo pude tocar y caminar.
Al mismo tiempo pude entrar en el atrio de la Catedral y me dejaron bajar por una de las ventanas arqueológicas; pude tocar el piso de una calle de Tenochtitlan, lo que es sobrecogedor porque ha estado cinco siglos sepultado en el lodo.
También pude ver los azulejos de la calle de 5 de Febrero, que son una leyenda urbana porque todo mundo ha oído hablar de ellos, pero es muy difícil que te permitan entrar para ver lo que fue un momento de la vida cotidiana del siglo XVIII y que allí sigue.
Son experiencias que acrecientan la pasión, el delirio por la ciudad que uno puede tener. Yo sí tengo la sensación de que la ciudad te va soltando secretos: a veces por accidente, de manera impensada, caminando por una calle puedes encontrar algo que no imaginabas o no sospechabas.
Creo que son misterios que una ciudad tan antigua te va develando si eres un amante lo suficientemente constante y fiel de ella.
Acerca de ello habla en su texto “La capital del sexo”, donde escribe: “Las ciudades encuentran maneras de perpetuar su memoria”. ¿Cuáles han sido las de Ciudad de México?
Hay muchas vueltas; es, tal vez, una condición de la vida, pero Ciudad de México da volteretas. Por ejemplo, en el Monte de Piedad que está frente a la Catedral, uno pasa y puede ver la almoneda, que es el lugar donde están todas las joyas que la gente ya no recogió y que están rematando. Uno se mete a esos salones, llenos de relojes, de anillos, de esclavas, de collares, de todo lo que uno pueda imaginar, y está en el mismo lugar en donde Hernán Cortés, cuando entró en la ciudad, fue recibido por Moctezuma. Allí le destinaron un palacio, unas casas para que se metiera con sus hombres; uno de éstos le dijo: “Aquí hay una puerta tapiada”. Cortés dijo: “Tírenla, a ver qué es lo que hay”, y lo hicieron. Cuenta Cortés, en una carta que le mandó al rey, que vio todos los tesoros “que bajo el cielo hay”. Era la sala de tesoros de los emperadores aztecas; cada uno de ellos recibía del anterior un legado, pero era mal visto usarlo: tenían que acrecentar y aportar el suyo propio.
No vamos a saber nunca lo que vio Cortés en ese lugar porque lo describió muy rápidamente. Pero es increíble que en el mismo lugar en el que se perdió el tesoro (bueno, los españoles se lo llevaron en la Noche Triste, fundieron el oro que pudieron y se lo llevaron; pero luego lo perdieron en la huida). Cuando conquistaron la ciudad, al día siguiente empezaron a buscarlo. Pero ese tesoro de Moctezuma jamás volvió a aparecer.
Sobre el mito de esa pérdida se construyó la Ciudad de México. Es increíble que, por un azar, al mismo sitio donde los españoles vieron ese tesoro hoy uno pueda entrar y encontrar todo lo que debajo del cielo hay.
Creo que son esas pequeñas sutilezas y guiños que nos hace la ciudad.
En los libros usted relata varias catástrofes que ha vivido la Ciudad de México, desde la gran inundación de 1629 hasta el 19 de septiembre de 2017. ¿Cómo han forjado a la ciudad esos grandes desastres?
La han lastimado durante cinco siglos incesantemente. Estuvo a punto de ser abandonada de 1629 a 1634. Tuvo terremotos que fueron considerables y que fueron recordados durante mucho tiempo, como el de 1845, el temblor maderista de 1911 y el de la caída del Ángel. También tuvo inundaciones periódicas; todavía hay fotos de los años cincuenta en las que el Centro Histórico se ve inundado completamente mientras la gente camina entre los charcos. Esa era una de las constantes de la ciudad, lo que provocó la destrucción de muchos edificios.
A lo anterior se le debe sumar el odio político e ideológico que provocó que desaparecieran muchos edificios, como conventos e iglesias de las que no queda ni una sola piedra.
También el odio estético provocó que hubiera construcciones que los gobernantes no quisieron que fueran recordadas o desearon imponer un modelo diferente, como fueron los casos de la destrucción del barroco para implantar el neoclásico, el gusto porfirista sobre el español, y la estética de la Revolución sobre la porfiriana.
De manera que cada periodo de la historia de la Ciudad de México está marcado por un precedente de destrucción. Es la idea de que la modernidad se tiene que levantar mediante la destrucción de lo anterior; sexenio a sexenio vemos que para que salga el nuevo sol (es una idea casi mexica) hay que destruir todo lo anterior y construir de nuevo, empezar de cero.
También está la modernidad que ha traído la tecnología y su efecto en los cronistas. Usted recuerda, por ejemplo, que algunos recorrieron la ciudad a pie, a caballo, en bicicleta, en los tranvías y usted cuenta su propia experiencia en el Metrobús. También cuenta cómo Gutiérrez Nájera vivió el cambio de la vela por el foco.
¿Cómo ha cambiado la tecnología la forma de ver y relatar la ciudad?
Ha ido de la mano de la crónica. Un ejemplo muy claro es la llegada de la litografía, que cambió la manera de retratar la ciudad, a diferencia del pincel, y después có-mo la cámara fotográfica sustituyó a los trabajos litográficos y las fotos fueron dejando otro registro, el que fue modificado por el cine. Todos estos cambios fueron de la mano de la tecnología.
Hoy tenemos el celular; pienso que Julio Verne se volvería loco si supiera que llegaría un tiempo en el que los hombres tendrían en el bolsillo una cajita con la que se pueden tomar fotos, ver películas, llamar a otro continente, tener acceso a todos los libros del mundo y que te guíe por una ciudad.
Eso hace que también haya cambiado la crónica: antes había un cronista oficial de la ciudad, lo cual significaba que sobre la ciudad había una mirada, que era la de ese señor.
Creo que todo lo anterior ha permitido que eso ya sea imposible y que hoy la crónica se haga desde todos los puntos de vista de una manera horizontal. Cada quien da un testimonio, aporta una imagen, señala un dato, y todo eso va conformando la gran nueva memoria de la ciudad.
¿Cómo ha mirado la prensa a la ciudad? En su libro trata algunos episodios de ella, como la aparición del aviso oportuno en la Gaceta de México en 1748, y llega usted hasta la fundación de El Universal, por ejemplo.
Fue fundamental en el ejercicio de la crónica porque desde que apareció la prensa los escritores encontraron un modo de subsistir que consistió en publicar de manera periódica cuadros de costumbres, retratos, instantáneas que iban tomando de la Ciudad de México. De manera que cuando aparecen los dos primeros y centrales periódicos del siglo XIX, El Monitor Republicano y El Siglo Diez y Nueve, comenzamos a tener el registro casi diario de la vida de la ciudad. Allí surgieron los primeros cronistas importantes, como Guillermo Prieto y Payno. La crónica comenzó a ser una de las mejores vocaciones y tradiciones del periodismo mexicano.
El periodismo mexicano adquirió una voluntad narrativa gracias precisamente a la crónica, y de esa manera llegó al fin del siglo con Ángel de Campo y Manuel Gutiérrez Nájera, y comenzó el siguiente de la mano de José Juan Tablada, Luis G. Urbina, Amado Nervo, etcétera. Luego llegó Salvador Novo, y todo eso nos lleva al camino que alcanza una cima con la aparición de Carlos Monsiváis y José Joaquín Blanco.
En los libros aparecen mucho, pero ¿cuáles son sus cronistas preferidos?
Payno se me hace uno de los grandes del siglo XIX, quien entregaba a la prensa muchísimas cosas, entre las que hay joyas y verdaderas maravillas, como su relato de la vida en las vecindades, por ejemplo.
También Prieto contó la vida en la calle e Ignacio Manuel Altamirano la de los arrabales; Gutiérrez Nájera fue el cronista del bulevar, de la calle de Plateros, de los salones elegantes; Ángel de Campo fue el del arribo de la modernidad, a quien le tocó cronicar la llegada del auto, del cine, del foco, del elevador, de la bicicleta y de los patines. Él era el cronista de moda en ese tiempo, y gracias a él tenemos un registro de cómo vivió la Ciudad de México la llegada de todas esas novedades.
Desde luego, en términos de estilo el que es absolutamente deslumbrante es Novo.
En sus crónicas usted desarrolla varios aspectos de la ciudad, por ejemplo sus ruidos, sus olores e incluso sus colores. ¿Cómo han influido esos elementos en la ciudad?
El hecho de estar levantada sobre un lago marcó a la ciudad. En las épocas de secas las aguas del lago bajaban y dejaban a la vista algas, que se pudrían y la llenaban de oleadas de malos olores.
Al mismo tiempo, la higiene no existía: a los animales los dejaban tirados en la calle y se hacía normal que allí estuvieran; los excrementos eran arrojados en la puerta de la casa, en la esquina o en los canales ya menguados, y eso hacía que Ciudad de México fuera (como lo citan muchas crónicas) una fuente de olores insufribles.
A veces pensamos de manera idílica en el pasado, pero probablemente no resistiríamos una hora en esa ciudad sin todo lo que hoy tenemos: antibióticos, la higiene, los drenajes.
¿Los ruidos?
Cada época ha tenido su voz. Eso lo descubrió muy bien Ángel de Campo, quien dijo que en la época virreinal la voz de la ciudad era la que le daban las campanas de los templos porque marcaban el ritmo de la vida.
Entonces en algún momento de la mañana comenzaba a sonar la campana y uno sabía lo que tenía que hacer; a mediodía también, y así hasta la hora en que tenían que recogerse. Eso estaba regido por la vida de las campanas.
El gran cambio significa la demolición del imperio de las campanas para ser sustituido por un mundo en el que las nuevas leyes estaban marcadas por otros artefactos. Entonces la campana ya no te decía cuándo te tenías que levantar, sino el silbato de la fábrica, que te decía que ya tenías que entrar a trabajar.
La industrialización del mundo trajo una nueva oleada de sonidos que eran desconocidos hasta ese momento en las ciudades, lo que provocó un poco el antecedente del mundo que hoy tenemos.
Además pienso que si un hombre de aquellos tiempos viniera a esta ciudad se volvería loco si lo pararas a las dos o cinco de la tarde en la calzada Ignacio Zaragoza y lo pusieras un minuto a que escuchara los tráileres, los aviones, la música que sale de las tiendas, de las bocinas. El delirio de la sinfonía caótica que es la ciudad a ciertas horas no lo podría resistir un hombre de aquellas épocas.
Me llama la atención que ahora los jóvenes andan con audífonos, con los oídos tapados, como unos Ulises atravesando el ruidero de la ciudad con esa señal de separación y negación del exterior.
También la violencia ha estado presente en la ciudad y en sus crónicas. Usted cuenta desde crímenes muy particulares, como el de la Marcaida, que se le atribuye a su esposo, Hernán Cortés, hasta el caso del asesinato del novio de Ana Bertha Lepe. Pero también hay otra violencia más institucional, como la ejercida contra los acusados de ser judaizantes hasta el 10 de junio de 1971, pasando por la resistencia popular contra los invasores norteamericanos en 1848, y la de la Revolución. ¿Cuál ha sido el papel de la violencia en esta ciudad?
Es el signo de México. Si uno ve desde los símbolos prehispánicos, a la Coyolxauhqui, que es una mujer desmembrada, nos da una idea. Me decía el poeta Eduardo Vázquez que ese es el emblema de la mujer mexicana de hoy. La violencia que se ha ejercido de alguna manera está un poco representada en esa figura, en el sacrificio humano. Es la guerra como método de perpetuación del mundo y ha estado presente siempre, flotando en alguna parte de nosotros.
Yo siempre me pregunto de dónde salió todo esto que vivimos hoy, dónde estaba, dónde lo teníamos.
Antes lo que había era un veto al derramamiento de sangre, el que se castigaba; por eso desde los años treinta el homicidio fue bajando. Pero cuando la impunidad hizo que ese veto desapareciera, simplemente todos se sintieron en libertad de volver a ser bárbaros y primitivos.
Eso lo ha visto Doris Lessing en un ensayo muy interesante, en el que relata cómo en momentos de crisis las sociedades, los hombres, dejan salir lo más primitivo.
¿Cómo ha relatado usted tanto la faceta histórica como la violenta y actual de la ciudad?
Pues un poco a través de su misterio, de sus secretos, de lo que está enterrado, de lo que no se ve. La otra veta es a través de la violencia desmedida que nos alcanza, que parece que llega a la vida por la cocina y cuando te das cuenta ya está adentro.
Llevo muchos años escribiendo sobre la violencia y sobre el narcotráfico porque también es parte de la elección de un escritor. Mientras en el país está pasando esto no podía ni me sentía en aptitudes de escribir una novela que pasara en Europa o en otro momento. Lo que pensé es que hay que dejar registro de lo que está pasando porque yo me formé leyendo a los cronistas, a los que escribían en los periódicos y dejaron registro de su tiempo.
Entonces yo pensé que lo natural era que, dentro de unos años, el que quiera revisar estos días pueda encontrar registros de cómo hemos vivido, de lo que ha sido este horror que estamos padeciendo. Por eso hago estas cosas que luego son tan esquizofrénicas de alternar un reportaje histórico o del pasado de la ciudad, con un asunto de una brutalidad sin límites del día de hoy.
En el libro usted dice: “La ciudad nos cuenta historias que a veces no somos capaces de escuchar”. ¿Cómo ha desarrollado usted esa capacidad?
Creo que pasamos por la ciudad simplemente como un lugar que tenemos que atravesar, como si no tuviera nada que decirnos o como si no participáramos en ella, y eso ha hecho que no nos detengamos, que no la observemos con calma.
Finalmente las ciudades son libros y se pueden leer (esto se entendió desde Víctor Hugo). Basta simplemente con tener un poco de calma, voltear hacia arriba y poner atención para empezar a leerla.
¿Cómo encuentra a la ciudad hoy? En “Fiera infancia” usted recuerda los juegos de niños en la calle, y termina: “Luego ocurrió el fracaso del país, esa suma de gobiernos corruptos o ineptos que le robó a los niños los poderes de la infancia y los puso a cebar frente a un videojuego”. En “Cemento” dice usted:
“La historia de esta ciudad, del desastre en que se ha convertido”. ¿Qué ha pasado con esta ciudad? Veo algo de pesimismo en su visión.
Desde luego que es pesimista. Si usted camina por Eje Central no puede sino tener una imagen pesimista; cuando uno pasa por allí y piensa en el gran bulevar que en los años treinta y cuarenta se soñó tener, se da cuenta de en lo que terminó: en una sucesión de puesto ambulantes, de piratería, de edificios en ruinas, de ruido. Parece muchas veces una ciudad sin salida.
Lo que me interesaba a mí resaltar es que los que estábamos a caballo entre los dos tiempos, los que vimos el fin de aquel mundo que todavía nos tocó pero que también vemos este otro mundo, no entendemos la ciudad en lo apabullante y lo brutal que resulta. Entonces quería marcar el contraste de cómo fue un tiempo la ciudad y cómo es desde que nos la robaron.
Yo creo que ahora el proceso consiste en entender cómo nos la robaron y cómo la podemos recuperar, porque hoy no parece una ciudad de nosotros. La noche está tomada por el crimen organizado, las colonias están permeadas e invadidas por la inseguridad y el deterioro es visible. Parece que toda la ciudad está prendida con alfileres y que se va a desplomar.
Considero que el gran reto de este tiempo es que el ciudadano aparezca como propietario, que se pueda apoderar de la ciudad y pueda rescatar de ella lo que hemos perdido, que es el modo de ejercerla. Nos impiden ejercerla: cuando no puedes pasar por una banqueta porque está llena de puestos ambulantes y te tienes que bajar, cuando no puedes cruzar la calle porque está llena de microbuses, tienes que sortearlos y entre ellos te asaltan, lo que están haciendo es que no la puedas ejercer.
Lo que tenemos que encontrar es cómo, a pesar de las autoridades, de la corrupción y de todo lo que las acompaña, podamos volver a ejercer la ciudad.
¿En cuál de las historias de estos dos libros ve la esperanza de recuperar la ciudad? A mí me gustan los ejemplos de Carlos Sigüenza y Góngora y José María Andrade, que en momentos de graves crisis preservaron el archivo histórico de la ciudad.
Son ejemplos de dos personas que rescataron la memoria de la ciudad, y la verdad es que son poco conocidas. Deberían ser más reconocidas y mucho menos modesta la relación que tenemos con ellos.
Pero creo que la crónica final es una de las claves de cómo la gente ha levantado la ciudad una y otra vez, y todas las veces que haga falta. Esa es la sangre y la fuerza de la ciudad. Creo que esa es la esperanza que existe: que finalmente somos los mexicas, los novohispanos, los chilangos, los capitalinos, los citadinos o como nos vayan a decir, los que hemos construido, levantado y sostenido la ciudad todas las veces.
Una forma es sostener la memoria de la ciudad, y por eso vale la pena aprovechar sus 500 años para volver a contar sus historias y que los jóvenes las conozcan para que la memoria no se vuelva a ir.