Santo Tomás dijo que el mal se opone al bien. El mal puede significarse como algo que se aparta del bien; sin embargo, mal y bien coexisten, pues ambos, uno a otro, se nutren de legitimidad. El mal también suele definirse como la privación de un bien debido.
Estos conceptos vienen a colación a partir de la narrativa gubernamental; en ella el bien y el mal coexisten simbióticamente de forma perversa —así se opera—. En este universo paralelo de la imaginería del gobierno, tirios y troyanos, unos y otros, encarnan las fuerzas oscuras que deben ser combatidas en busca de un bien mayor, este, desde luego, conducido desde la agenda que se dicta diariamente desde la palestra caudillista oficial. Desde ahí se pontifica y se provee el armamento argumentativo de los nuevos cruzados. Todos debe estar en línea: “El que se mueve no sale en la foto”, diría el clásico.
Desde ese punto, las conciencias pactaron su dócil adormilamiento; la “causa” lo amerita —dicen—. Porque cualquier contravención a los dictados terminaría por apartarlos de la luz divina, se enfrentarían a la degradación moral, al escarnio público, a la deshonra, a la expulsión del edén.
Cual fieles seguidores, entienden de sacrificios y de recompensas; han comprado la idea de un bien mayor, aunque esta sea poco clara, desdibujada y plagada con las espinas de la abyección. Angosto es su camino y muy limitado el ojo de la aguja por la que desean pasar. Todos están dispuestos, todos, a sufrir las penas que exige la entrega sin pudores, sin reservas. “Sufrir me tocó a mi en esta vida…” dice la canción que repiten como un mantra. De esa forma aceptan, se resignan a su suerte. Libran batallas en los terrenos donde son convocados. Cualquier cuestionamiento contra su deidad les provoca comezones insoportables; la simple sospecha de que es humano los hace santiguarse. Odian el mal porque se asumen buenos —al menos, ese es su deseo.
Qué importan los resultados económicos, derechos humanos, seguridad, educación, salud…, si casi siempre se tiene un diablo a la mano para incendiar —si no lo tienen, lo crean—; una malignidad a la medida que meten a la caja de control, para beneplácito del respetable. La división social es su estrategia: cualquier señalamiento al discurso oficial les ofende, lo etiquetan como ataque clasista, el “opositor” es uno de sus diablos favoritos. Sus frases, otrora rimbombantes, cada vez son más trilladas y previsibles (llevan tres años desgastándose por el uso continuo).
Han intentado estereotipar a la verdadera oposición como la reminiscencia de ese diablo que “hoy tenemos bajo control en una jaula” —dice el oficialismo, porque el demonio es de cuidado y es la raíz de todos los males, pero, no teman, que aquí estoy yo para salvarlos—. Pese a la gran promesa, el maligno sigue siendo responsable de las penas y sinsabores, incluso de lo que pase o pueda pasar. El mesianismo no alcanza para dar soluciones, sigue empeñado en explotar la narrativa del bien y del mal. Y ante las decisiones verticales en un país que desean de un solo hombre, las propias mujeres del gabinete agachan la cabeza y reafirman la voluntad del opresor vuelto deidad. No vaya a ser que sean expulsadas del cielo y caigan de la gracia de quien todo lo ve, todo lo oye y todo lo puede.
También se dice que no hay mal que dure cien años. Y eso aplica lo mismo para el discurso que ha ido erosionándose, que para la finitud del periodo que la propia sociedad le concedió voluntaria y mayoritariamente en las urnas: seis años, no más.
Se avecinan tiempos difíciles. Desde el gobierno se buscará fortalecer la narrativa del bien contra el mal. Simbólica es la invocación del diablo cuando las instituciones y las leyes no les favorecen. Insistirán en perpetuar la simbología que los soporta, porque esa es la verdadera intención: perpetuarse en el poder significándose en el ente bueno.

Pese al panorama devastador en términos democráticos por el que atraviesa México, las voces disidentes sacuden sus zapatos y ejercen su derecho a disentir, proponer, construyen y se manifiestan en medio del desorden caótico. De nada valdrán las etiquetas ni las descalificaciones. Nuestro país, en su diversidad, no puede ni debe permanecer agazapado. La historia de las luchas sociales ya está instalada en cada célula, en cada hogar, en cada individuo. El caudillismo es cosa de la historia. Hay muchos pendientes y el “bien” nos ha quedado a deber; pese a sus afanes: no son tiempos para gobernar a punta de saliva.
Por eso es imposible otorgar facultades plenipotenciarias a ningún gobierno, por mucho que se intente sembrar odio y división para procurarse coincidencias ideológicas. Los que se dicen buenos no hacen más que inocular sistemática y calculadamente su polarización social, a sabiendas de que es su mejor apuesta, más etérea, menos práctica y totalmente alejada de la realidad cruda y avasalladora.
Sin embargo, el estoicismo del pueblo verdadero, el que trabaja y padece las deficiencias y perversiones del “bien”, tiene límites. Diversos sectores de la sociedad han convocado a una movilización el próximo domingo tres de abril a las 11:00 horas desde el Ángel de la Independencia.
“No a la Revocación de Mandato” es la voz que se hará escuchar. No, porque fue promovida desde el propio gobierno como una estrategia de legitimación que oculta intenciones aviesas. No, porque el titular del Ejecutivo fue elegido por seis años, y esperamos que cumpla su encargo y rinda cuentas de sus acciones al término de éste. No, porque deseamos un país que elija a su próximo primer mandatario en un ambiente democrático y con respeto pleno de las instituciones. Los mexicanos no queremos ser satanizados ni divididos en buenos y malos, mucho menos estigmatizados por exigir nuestros derechos. La democracia implica respetar y escuchar todas las opiniones. Disentir no es un delito, es un derecho que debería garantizar el propio gobierno.