Nadie quiere pelearse con sus ídolos, ni dejar de amar lo que idolatra. Entre otras cosas, porque un ídolo da sentido a la vida y ofrece un reflejo engrandecido de lo que nos gustaría ser. Un ídolo es un modelo moral inalcanzable. En ese sentido, compararnos con nuestros héroes casi siempre produce un sentimiento de insuficiencia, de que quizá somos poca cosa. No creo en un dios, pero sé que Dios hace que mi abuela quiera ser mejor persona. Mi relación con lo que podría llamar un dios es más narcisista, mundana. Ahí arriba estarían políticos, escritores, directores, músicos. Esas figuras míticas se imponen sobre mí todos los días y hacen que me cuestione ¿para qué escribir? si ya existe la perfección. O en otras palabras: no se puede ser así de chingón. Es lo que dijo Larry David en su discurso sobre Mel Brooks: “Nunca creí que una persona pudiera ser tan chistosa, y desde el momento en que escuché ese álbum me dije a mí mismo, yo nunca, nunca, podré ser comediante. ¿Cuál es el punto? Así que Mel Brooks no me acercó a la comedia, me alejó de ella. Desperdicié años de mi vida no haciendo nada por su culpa”.
Mis ídolos, aunque me pese decirlo, son casi todos hombres, pero estoy convencida de que eso no se debe a una carencia biológica como sugirieron algunos columnistas hace un par de años (recuerdo un artículo de Luis González de Alba bastante extraño al respecto), sino a dos razones: mi ignorancia, es decir, todo lo que me falta leer, conocer, ver y escuchar; y al hecho de que hasta hace poco leer los clásicos era leer a hombres y ver los clásicos también. Es un man’s world, pa qué decir que no. Ya si uno se pone a buscar más a detalle encuentra que en el panteón hay muchas, igual de grandes. Las mías son: Rosa Chacel, Natalia Mendoza, Hannah Arendt, Pilar Gonzalbo, Sarah Silverman, Julia Louis-Dreyfus, Lena Dunham (perdón).
La cosa es que a mí me pasaba algo raro con mis ídolos, ellos no me amaban de vuelta. En sus diarios, Salvador Elizondo hace referencia a las mujeres hombrunas y el asco que le producen. Josep Pla dice algo así como que las mujeres están bien para sonreír, pero no para platicar. Y todos, absolutamente todos: poetas, ensayistas, políticos, novelistas llegan a la conclusión de que después de los treinta las pobres están mejor en un bote de basura, ni quien las mire, ni quien las toque, han perdido su gracia. Mi querido Ibargüengoitia se burla no una, ni dos, pero cien veces de todas las ridiculeces relacionadas con el sexo femenino. Odiseo es una chulada de personaje, ejemplo de nobleza, coraje, valentía y amor, hasta que arremete contra las sirvientas y no las baja de perras. Ricardo Garibay hace que sus personajes le suelten una buena cachetada a cada mujer que cruza la línea, algo así como un “estate quieta”, conoce tu lugar. Ante esto me pregunto ¿qué hacer? Porque yo en el fondo lo que quiero es ser como Ricardo Garibay, quiero imitarlo, si él también se queja de la falta de oído en los guiones del cine mexicano, de los diálogos impostados y falsos. ¿Qué se le hace? Los leo porque los admiro. Cada uno entiende a la mujer como algo distinto, pero todos están convencidos de alguna manera en su irremediable inferioridad, o su irremediable diferencia, traducida como inferioridad.
De pronto me encuentro en una situación extraña, me están diciendo que no puedo ser como ellos, que ellos y yo estamos en niveles distintos. Me convencen. Por años voy tras los más listos de la clase, para que me enseñen lo que yo no puedo entender debido a mi condición de mujer, les pido que me enseñen a escribir, a pensar, que me expliquen porque de plano no puedo. Me la creo. Y poco a poco me esfuerzo, el esfuerzo rinde frutos y descubro que otros me consideran “una mujer inteligente”. Recibo la aprobación que tanto soñé, pero no es suficiente, porque todavía no me quito lo mujer. Todavía no me toman en serio. Cuando una profesora me dice: “Se te perdió el clima”, refiriéndose al hecho de que uso faldas, vestidos y escotes. O cuando soltaron el: “mira, ya te vistes más normal, antes te veías como colegiala”. O cuando escuché: “Es muy inquieta, quizá por su personalidad estaría mejor en la UNAM”, a pesar de tener calificaciones sobresalientes. Aquella vez que mi exnovio elogió lo que escribía, para después decirme que era basura cuando se molestaba conmigo. Esa era su manera de hacerme menos, le conferí la autoridad suficiente para creerme que él sabía y yo no, le di poder.
Así que me alineo y entiendo que jugar la carta de mujer puede beneficiarme, si me van a prestar atención por guapa no tiene nada de malo. Si que me tomen en serio significa adoptar la pose flemática y tímida, entonces no lo quiero, prefiero seguir siendo mujer. Este texto no pretende ser un “pobrecita, cuánto ha sufrido”, sino compartir que genuinamente no es y no ha sido fácil saber cuál es mi lugar. Como creo que no ha sido fácil para muchas, tampoco. Ellas por sus razones, yo por las mías. No puedo ser como ellos, pero en el fondo eso quiero, no ser igual ni mejor, pero acercarme un poco. Así, yo y muchas tratamos de explicarles sobre esta complicada posición en la que estamos. Ya sea contando lo que sucede, escribiendo sobre esto, platicándoles. Y la respuesta casi siempre es una mezcla de condescendencia y escepticismo. Porque ellos recurren a la burla, a la ridiculización. Quizá esa sea la relación que tengan consigo mismos, quizá crean que no merecen compasión. Supongo que eso hace el poder, quizá te vuelva un juez muy exigente. Sin embargo, el efecto colateral es que se vuelven incapaces de tomarse en serio a los demás, de darles su lugar. En todo caso es más fácil descartar, supongo que entender toma tiempo, paciencia y empatía. Esa no es una cualidad de los grandes genios, ni de los hombres que tienen todo resuelto.
Si yo escribo para agradar, si yo hago cosas en espera de reconocimiento nunca será suficiente. Tampoco me quedo satisfecha si los ignoro y decido que no me interesa lo que piensen. Son sordos y la desdicha es que siempre les estoy hablando a ustedes.