Con relación a la decisión de cancelar el proyecto del nuevo aeropuerto internacional de México (NAIM), en Texcoco, preocupa la forma tan ligera con la que se trataron las advertencias de diversos actores que genuinamente expresaron una preocupación por el impacto que la decisión de cancelar ese proyecto podría significar para la economía mexicana. Hemos llegado al extremo de ver que se afirme que prácticamente no pasa nada, o no pasará nada, simplemente porque todos los inversionistas, tanto mexicanos como internacionales, entenderán que se trata de una decisión del pueblo sabio, como se ha insistido en llamarle.
Pues bien, es innegable que la medida sí tendrá efectos, que se transmitirán a diversas variables de la economía y que por más que López Obrador o los funcionarios que lo acompañarán en su gobierno pretendan minimizarlo, la bravuconada de cancelar Texcoco se refleja ya en el tipo de cambio, que al cierre de la jornada se ubicó en los mercados internacionales en 20.06 pesos por dólar. Quizá no veamos en el corto plazo un pronunciada reacción en esta variable, pero no se puede dejar de mencionar, que a diferencia de los otros episodios en los que nuestra moneda se vio presionada frente a otras más fuertes, en aquellos se trató de presiones esencialmente externas, sobre las que no tenemos poder para evitarlas, mientras que ahora estamos frentes a reacciones a decisiones meramente internas, que sí está en nuestras manos el poder evitarlas.
El principal costo de la decisión radicará en la falta de certeza que genera un desplante como el anunciado. La falta de certeza ya sabemos que se traduce en que quienes estén considerando invertir en un país como México, demanden un mayor rendimiento, en función del mayor riesgo que enfrentarían a partir de percibir señales de un gobierno dispuesto a pasar por encima de compromisos previos. Así que muy probablemente veamos una disminución en el ritmo de llegada de inversión extranjera a México, porque el mensaje es claro: si ya le hicieron algo así a los contratos asignados a empresas mexicanas, con la mano en la cintura lo podrían intentar con cualquier otro contrato en el que estén involucradas empresas extranjeras.
Ello a su vez se reflejará en un mayor costo financiero para la deuda que seguramente sí contratará el equipo encabezado por Carlos Urzúa, porque ya sabemos que ni con los recortes que se han anunciado, se lograrán todos los recursos necesarios para todos los planes que se han prometido por doquier.
Por lo pronto, aun cuando se anunció que los contratos se respetarán y que a las empresas contratadas para el proyecto de Texcoco se les daría la oportunidad de seguir trabajando, pero ahora en el proyecto de Santa Lucía, habría que ver primero bajo qué argucia legal podría ocurrir eso. Además, a pesar de esa promesa, por lógica, incluso de negociación, las empresas involucradas necesariamente tendrán que demandar al estado mexicano, porque si no están dispuestas a continuar bajo los nuevos términos que se les propongan, es evidente que el contrato se les estaría rescindiendo por causas no imputables a ellos. Así que tendrían que cubrirse, para no enfrentar desde una posición de debilidad la complicada negociación que tendrán con el equipo del gobierno de López Obrador.
Es verdad que es demasiado pronto para aventurar efectos que podrían representar un cambio de rumbo de la economía, pero eso no significa que no se deba reconocer que sí habrá un impacto, que de entrada, sí reduce los márgenes con los que el nuevo gobierno pretendía operar. Cancelar el proyecto de Texcoco no es para nada igual que la cancelación o revisión del contrato o contratos de la empresa Eumex, empresa con la que López Obrador se enfrentó a lo largo de su gestión como jefe de Gobierno del Distrito Federal.
Este artículo fue publicado en El Economista el 30 de octubre de 2018, agradecemos a Gerardo Flores Ramírez su autorización para publicarlo en nuestra página.