Hafez al Assad, fundador del sistema de barbarie organizada que imperó en Siria por más de cinco décadas, nació hijo de un humilde campesino en una aldea al norte del país en 1930. Originalmente su apellido era Jahash, en árabe “hombre salvaje”, pero durante su adolescencia tuvo la prudencia de adoptar el apellido “Assad”, (león), más conveniente para quien muy pronto empezaría a dedicarse a la política. Ingresó en Fuerza Aérea y se destacó ahí por su habilidad y disciplina espartana. Se convirtió en activo militante del nacionalista Partido del Renacimiento Árabe (Baaz) mientras una aguda inestabilidad política asolaba Siria. En 1963, el Baaz se convirtió en la organización política dominante y Hafez al Assad ascendió a Ministro de Defensa tres años más tarde. En junio de 1967 Siria fue humillada en la Guerra de los Seis Días por Israel y perdió los altos del Golán. Derrotado y con la moral por los suelos, la nación parecía desbarrancar cuando, en 1970, Assad consumó un golpe de Estado incruento y tomó el poder.
Hartos de tanta inestabilidad, los sirios recibieron el putsch de Assad favorablemente. Y estabilidad sí que la hubo con el nuevo gobernante. El nuevo mandatario sería reelegido en múltiples ocasiones desde su toma de poder (1978, 1985, 1991 y 1999) con resultados favorables a veces superiores al 99%. La naturaleza opresiva de este régimen se hizo evidente desde el primer día. Se le bautizó como “Proceso de Corrección Nacional”, se estableció el partido único y la censura de prensa y se extendió la vigencia de un sempiterno Estado de emergencia. Piedra angular del régimen fue un formidable culto al presidente. Hafez al Assad fue un hombre con un “aspecto de notario de provincias” -como lo describió puntualmente Richard Nixon en sus memorias- que decidió exaltar su austeridad personal como principal cualidad extraordinaria. En efecto, pese a su afición a acumular títulos (presidente, comandante en jefe de las fuerzas armadas, secretario general del partido Baaz y del Frente Nacional) y a su gusto por hacerse estatuas y ver su cansino semblante reproducido en timbres postales, papel moneda y miles de carteles por todo el país, al presidente lo que más le gustaba destacar era su sobrio estilo de vida. Assad proyectaba a un hombre al que no se le conocían más aficiones que el trabajo. Siempre vestía y era representado en casi toda su extensa iconografía con un traje oscuro, la indispensable corbata, bigotito recortado y el pelo ralo pero siempre muy bien peinado. Y a falta de mayores atributos intelectuales, carismáticos y militares decidió sublimar estas virtudes impertérritas. Fue un culto al buen burócrata promedio. Lástima que tanta devoción y “modestia” no hizo a los sirios ni más felices, ni más ricos. Todo lo contrario. La herencia de Hafez fue una de subdesarrollo económico y mucha sangre inocente derramada.
Fue un político hábil como pocos. En 1973, Siria logró asestarle un golpe psicológico a Israel al combinar su ofensiva en el Golán con la que lanzara Egipto en el Sinaí durante la guerra del Yom Kippur. No fue, de ningún modo, una victoria militar, pero al no haber salido apaleados como en 1967 Assad pudo presentar la ofensiva como un “gran triunfo” de los árabes, que convirtió de inmediato como uno más de los principales elementos de su culto a la personalidad y del proceso de legitimación del régimen al que ya podía vestir con el lustroso traje del éxito en el campo de batalla, por muy relativo y discutible que éste fuera. Un éxito más justificable lo obtuvo el rais cuando logró adueñarse del control efectivo del Líbano casi sin gastar municiones. Con el acuerdo de Taif de 1985 los países árabes y occidente aceptaron la subyugación del Líbano a Siria, pequeña y subdesarrollada nación de nueve millones de habitantes que así se convirtió en un actor de primera fila en la zona. Desde ese momento, Assad nunca pudo ser descontado de las enmarañadas ecuaciones geoestratégicas del Oriente Medio.
La crueldad fue el principal rasgo distintivo de su régimen, como pronto conocieron sus rivales. Miles de personas fueron ejecutadas o encerradas en prisiones durante años. La sucesión de actos de represión del régimen sirio fue muy nutrida. En 1982, estalló una rebelión de los Hermanos Musulmanes. Los soldados sirios arrasaron la ciudad de Hama y mataron a más de 10,000 de sus habitantes (otros hablan de hasta 25,000 víctimas mortales). Lejos de intentar esconder aquel genocidio, éste fue difundido por el gobierno para escarnio de las familias de los muertos y advertencia de lo que le sucede a quien se levantaba contra el rais. Aun así, Assad se las arregló para que occidente e incluso el mismísimo Israel terminaran por tolerarlo de buen grado. A final de cuentas se trataba de un dictador contestatario, pero finalmente, fiable por previsible. Eso sí la herencia de Assad fue muy negativa en el terreno económico. El experimento baazista, inspirado en el modelo soviético, fue un fracaso rotundo. La economía del país se deterioró decisivamente atosigada por la burocratización, la ineficiencia y la absoluta falta de competitividad. Al morir en el 2000 dejó a una nación sumida en una profunda crisis económica, con altísimos niveles de desempleo y un retraso muy profundo.
En enero de 1994 Assad sufrió un duro golpe personal al fallecer su hijo mayor Basil en un accidente de carretera. Era el sucesor designado. El hermano Bashar, oftalmólogo, debió entrar como relevo emergente. El Parlamento votó en forma abrumadora reformar un artículo de la Constitución que establecía 40 años la edad mínima para ser presidente para reducirla a 34, casualmente la misma edad que tenía el buen Bashar al momento de sucumbir su padre. El joven presidente pretendió, de entrada, iniciar un tímido proceso modernización de la economía, con medidas destinadas a atraer la inversión extranjera. Pero esta fiebre pasó rápido. El sector duro del régimen reculó y tanto la apertura económica como la política quedaron atrofiadas. La crisis se agravó con los años y empezó a cundir el descontento. La Primavera Árabe tuvo en Siria su capítulo más sanguinario. El despiadado régimen sirio se aferró al poder mediante la violencia más atroz y provocó un apocalipsis con más de cien mil muertos. Finalmente, en la madrugada del 8 de diciembre, tras más de cincuenta años de dictadura, Bashar el Assad huyó del país ante el empuje de los rebeldes. De inmediato cientos de soldados se rindieron en masa mientras los prisioneros políticos eran liberados de las históricas mazmorras de la cárcel de Sednaya. El régimen de Assad era solo un cascarón vacío. Sobrevivió a la guerra civil solo gracias a la intervención de miles de combatientes de Hezbolá y a la aviación rusa. Por eso Assad consiguió así recuperar el control de la mayor parte del territorio, pero nunca más de la mitad de la población, la cual fue arrinconada y desplazada a la provincia de Idlib, bajo el control de HTS, el grupo fundamentalista hoy gobernante en Siria, desventurada nación sobre la cual se cierne aun un futuro incierto.