Algunos ingenuos ven en Donald Trump el antídoto al nuevo radicalismo progresista, esa ola inquisitorial de izquierda que, disfrazada de justicia social, ha infectado a universidades, instituciones culturales, medios de comunicación y al discurso público en todo el mundo, servida de censuras y chantajes como la corrección política, la cultura de la cancelación y las políticas identitarias. Tal vez usted los conoce como los “woke”, o los “despiertos”. En México naturalmente simpatizan con lo más cercano: el obradorismo.
La confusión ha asaltado a pensadores no menores, entre ellos al fabuloso Roger Scruton, auténtico filósofo conservador (que acaba de fallecer), y al venerable Thomas Sowell, discípulo de Milton Friedman. También a intelectuales más mediáticos, como Jordan Peterson, y recientemente a la nueva generación antiprogresista, como a James Lindsay. Piensan que el arrojo de Trump –ostensible en su vulgaridad y patanería, las cuales confunden con incorrección política y valentía– puede contrarrestar a la secta. O bien que ésta es una amenaza peor que Trump.
Es un error que no debería cometer ningún conservador, mucho menos un liberal. Primero porque los woke y Trump se parecen más de lo que sus diferencias cosméticas sugieren. La principal similitud está en su demagogia, curiosamente en torno a la identidad. Si los woke se victimizan por la opresión que sobre ellos ejerce ese ente malévolo y multisecular que llaman el heteropatriarcado neocolonial esclavista, Trump se sirve del desagravio que exigen los pobrecitos hombres blancos, la nostalgia racial del American dream suburbano, la victimización de Estados Unidos y el nativismo. Ambos, en esencia, movimientos tribales que emplean la victimización y el resentimiento para acceder al poder.
Otro signo compartido es su desprecio por la ciencia. Los woke, merced a su herencia posmodernista, la ven como parte del sistema opresivo de poder, y niegan que la verdad sea objetiva o medible. Para ellos todo es relativo, y por eso formulan locuras como la idea de que no hay diferencias biológicas entre hombres y mujeres, sólo culturales, o que 2+2 no necesariamente es igual a 4. De Trump sobra la denuncia: además de su cercanía con los creacionistas pentecostales, los terraplanistas y el culto QAnon, su desdén por la ciencia durante la pandemia ha sido más que medieval. Hace poco dijo que si hubiese escuchado a los científicos, habría más muertos. Sobra aún más recordar su cotidiana dosis de posverdad.
La equivalencia también se expresa en una animadversión compartida hacia el debate, el periodismo, la crítica y la libertad de las ideas. Los woke no se detienen en linchamientos digitales y difamaciones contra los detractores de sus dogmas: han orquestado verdaderas pesquisas y escarmientos públicos de artistas, académicos, ejecutivos y comediantes. ¿Pero qué peor encarnación de todo ello que quien llama a los periodistas y críticos “enemigos del Pueblo”? ¿Qué peor homólogo que quien plantea juicios sumarios desde la Oficina Oval?
Pero aun suponiendo que esas semejanzas fueran triviales, no hay ninguna evidencia de que Trump haya neutralizado a los woke en estos años, todo lo contrario: como escribió Cathy Young, los ha exacerbado y azuzado, justamente porque se alimentan entre sí. Ambos son destructivos, la diferencia es que Trump ya ejerce el poder oficial: su peligro persiste por añadidura. Los otros, en cambio, se han apoderado de algunos grupúsculos del Partido Demócrata, pero no tienen un paladín, y mucho menos en Joe Biden, como acusa el sospechosismo trumpista. De hecho, la ironía es que Biden los ha neutralizado más que Trump: su coalición centrista ha mantenido a los más radicales, como Alexandria Ocasio-Cortez o Illhan Omar, en los confines, con plena conciencia de que esas facciones son las que más benefician a Trump. De modo que una presidencia de Biden no puede calificarse como una victoria woke. Como dijo en el segundo debate, cuando Trump lo acusó de ser un caballo de Troya de estos grupos: “Yo soy el candidato, no ellos; los vencí porque no estoy de acuerdo con ellos.” Hoy están relegados a estridencias mediáticas.
Por definición no habría que recordarles a los conservadores la historia, pero parecen haber olvidado que la demagogia no se derrota con más demagogia sino con liberalismo. A la hora señalada, Biden es el más liberal. Ver a Trump como el remedio ante los woke es, por decir lo menos, desmemoriado. Pero hay algo más en la boleta. Ahí donde ambas demagogias se tocan, destacan las palabras con las que Biden cerró el debate: que prevalezca “la ciencia sobre la ficción y la esperanza sobre el miedo”, que reinen otra vez “la decencia, el respeto y el honor.” Ah, la decencia, esa perla perdida. Unas horas antes la gran revista liberal estadounidense The Atlantic anticipaba la consigna en su patrocinio público a Biden, apenas el cuarto que ha dado en sus 163 años de historia: “Dos hombres se postulan para presidente. Uno es un hombre terrible, el otro es un hombre decente.”