Los partidos de futbol entre Tigres y Monterrey son siempre de alto riesgo. Existe una rivalidad deportiva real, no ficticia ni inventada, que es a menudo aderezada por los excesos de los aficionados y de los medios de comunicación.
Si una parte ha sido mesurada ha sido la de los jugadores. Han tratado de hacer ver que si bien es el partido de la temporada para la ciudad, todo queda en una rivalidad estrictamente deportiva.
Lo que pasó el domingo en la tarde por calles céntricas de Monterrey, relativamente lejos del estadio de los Tigres, se pudo evitar. La razón radica en que cualquier diagnóstico que se tenga sobre la ciudad, desde el ámbito social, tiene a la violencia como un hecho latente; ciertos escenarios la hace proclive y posible.
En Monterrey se ha ido atemperando la violencia, pero siguen existiendo remanentes que le pegan en su corazón. Muchos de los grupos que provocan la violencia son jóvenes que forman parte de pandillas locales, o son parte de la delincuencia organizada.
Es un fenómeno que lleva mucho tiempo en la ciudad. Si bien se ha ido controlando, no deja de estar latente. Un partido como el “clásico”, que tanta atención provoca en todo el estado y, sobre todo en Monterrey, se convierte en lo que podríamos llamar “la oportunidad” de manifestarse para trastocar los equilibrios de la ciudad.
Si algo les conviene y quieren estos grupos es que la ciudad esté en vilo, así la controlan y pueden actuar, como lo hicieron hace no muchos años. Recordemos los días en que los camiones eran secuestrados y colocados a la mitad de céntricas calles de Monterrey, así controlaban, violentaban, intimidaban y atemorizaban a los ciudadanos y retaban a la autoridad.
Un elemento central es la impunidad. Si quienes provocan estos hechos, dentro y fuera de los estadios, terminan por ser detenidos, todo se viene abajo como estrategia de prevención si son liberados a las pocas horas o días, termina en “no pasa nada”.
El futbol no provoca la violencia, quienes se encargan de ello son los pseudoaficionados o quienes usan al juego. Lo que pasa en las canchas de juego es otra cosa. Por lo general los futbolistas tienden a comportarse acorde a las reglas.
La última gran bronca que recordamos en la cancha la provocó el hoy gobernador electo de Morelos en el Estadio Azteca, fue un partido de la Libertadores. Esa noche hubo invasión de cancha mientras los jugadores del Cruzeiro corrían como podían para entrar a su vestidor, mientras el afamado Cuau seguía haciendo de las suyas.
A lo que vamos es que la violencia en la cancha ha disminuido en el futbol nuestro. Hay partidos sin duda bravos y rudos, pero en lo general prevalece entre los futbolistas la disciplina deportiva.
Para un jugador una expulsión no sólo le cuesta dinero, también le significa no jugar varios partidos, al final de eso vive y ésa es su razón de ser. Los futbolistas cada vez se cuidan más, a lo que se suma que la televisión, y ahora también al VAR, son su “gran hermano”, hagan lo que hagan.
Lo que pasó muestra signos de descomposición y desatención. El gobierno de Monterrey no puede decir que no sabía nada. Debe tener en sus servicios de inteligencia y en sus diagnósticos un mapa de la ciudad, y más ante un juego de alto riesgo.
El problema es integral. Los clubes han hecho poco o nada por parar a las barras, las han alentado sin querer darse cuenta del monstruo que ya tienen en su clóset.
Es evidente que la violencia en la cual estamos metidos alcanza al futbol, y más si se trata de un partido de alto riesgo al que se le llena de todo tipo de adjetivos y excesos, la semana previa a que se juegue.
RESQUICIOS.
Es un acierto que se celebren foros sobre medios públicos. Sería más que “oportuno”, digo, escuchar a quienes trabajan en ellos en todo el país. Ellos saben de qué se trata y ellos los hacen posibles, para bien o para mal.
Este artículo fue publicado en La Razón el 25 de septiembre de 2018, agradecemos a Javier Solórzano su autorización para publicarlo en nuestra página.