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viernes 08 noviembre 2024

¡No huelas lo que olvidas!

por Ricardo Becerra Laguna

El cerebro humano –como su sinuosa morfología anuncia- es la cosa más intrincada (y endemoniada) que existe. No voy a aburrirlos repitiendo que ese fractal es capaz de todo: asesinato, suicidio, maldad sin límites o compasión, descubrimiento y creación sublime… incluso dentro del cráneo de una misma persona.

Caravaggio es el ejemplo clásico. Es el pintor imposible que en el  1600, llegó a plasmar, a pincelazo limpio, la figura humana con una exactitud dramática y un realismo no superado.

Pero fue un homicida. Se sabe de un duelo parejo, para el estándar de aquella época (lucha de dos, debidamente pactada), pero se sospecha de otro par de asesinatos más bien zafios que cometió -tal vez- en uno de sus frecuentes ataques psicóticos.

Esta versatilidad (es un decir) se debe al mundano hecho físico de la maleabilidad en su “masa encefálica”, a su capacidad de expandirse o retraerse a límites que yo y otros más, simples mortales, no podemos. Nosotros los “normales” tenemos clausuras y censuras, aperturas y caminos en las dendritas cerebrales que nos ponen límites y constituyen el marco interno de nuestro comportamiento.

Ahora bien, no todos los sentidos tienen el mismo tipo de pasaporte interior. La vista –que domina casi todo en nuestra percepción consciente- el oído, tienen una ruta, el olfato sin embargo, tiene otra, propiamente V.I.P. Eso lo han descubierto algunos investigadores encabezados por el neurocientífico Jan Born, de la Universidad alemana de Lübeck (Science, noviembre de 2018).

¿Qué hicieron? dispararon ráfagas con olor a rosas durante determinadas fases del sueño (no durante el sueño profundo) a un grupo de estudiantes voluntarios. La presencia de ese humo no los perturbaba, no los despertaba y no lo recordaban. Pero su cerebro sí.

Su masa encefálica se hacía maleable al siguiente día y podían ubicar con casi el cien por ciento de precisión, las cartas en un juego de recordación que habían ensayado el día anterior.

¿Y para qué sirve todo esto? Para mejorar la memoria conforme envejecemos, pues todo parece indicar que las veredas cerebrales del olfato son más abundantes que las visuales y las auditivas, y además son más rápidas para llegar a una zona interior fundamental: el hipocampo. Por eso, los olores reviven con más nitidez cosas ocurridas en el pasado lejano, como la comida de mamá, juguetes perdidos o el bullying sufrido por el grandulón de la clase, que creíamos olvidado.

PERO CUIDADO

Joven Baco enfermo, Caravaggio (1593-4)

Hace algunos años, el gran divulgador científico Javier Sampedro, en El País, reseñaba otro experimento realizado por la matemática Elizabeth Loftus, de la Universidad de California, quien utilizó un método medio consciente y medio olfativo para ¡sembrar falsos recuerdos en la gente!

La mefítica doctora pidió a estudiantes voluntarios llenaran un largo examen sobre “comida y personalidad” (claro, mediante la oferta de puntos adicionales para sus calificaciones). La mayor parte de las preguntas eran meros distractores, pero el experimento estaba enfocado en lo mero importante: la comida. Y allí mezclaba obviedades ¿odiabas la sopa de espinacas de mamá? ¿qué tanto te gustaba el brócoli cocido? Pero también agregaba reactivos extraños: ¿te pusiste enfermo a los cinco años cuando ingeriste por primera vez una nieve de vainilla? El cien por ciento de los conejillos declararon obviamente: no, la vainilla le encanta a todo el mundo.

Días después Loftus reconvocó a sus voluntarios y les dijo que sus exámenes habían sido analizados meticulosamente por una supercomputadora dueña de un fantástico algoritmo desarrollado muy cerca de ahí (ya saben, en el Silicon Valley) capaz de procesar los resultados para generar el “perfil histórico-alimentario” de cada uno. Falso, por supuesto.

El dichoso perfil era exactamente el mismo para todos los estudiantes y allí mezclaba verdades y mentiras: “cuando tenías 5 años aborrecías el brócoli” (verdad para casi todos) y “tuviste que ir al hospital por comer un helado de vainilla”. El experimento agregaba una sesión de aromaterapia con los olores de cada alimento en cuestión.

Y finalmente, en una tercera convocatoria, nuestra psicóloga les pidió volver al examen original y contestarlo todo, de nuevo. Y he aquí lo sorprendente: el treinta por ciento de los pobres espontáneos no sólo recordaba –como caso todos los demás- que el brócoli no les gustaba de pequeños sino que huían de la horrible nieve de vainilla. Y en efecto: al ofrecerla, preferían ni verla.

La experimentación de nuestra divertida Doctora fue replicada con otros tantos estudiantes que después de ser sometidos a la triple evaluación, ahora recordaban con meridiana claridad que tienen el fémur lastimado (nunca les pasó nada); que a los cinco años se perdieron en el parque de diversiones (no era el caso); que desparramaron esa nieve de vainilla en el vestido de novia de una prima; que tuvieron que ser hospitalizados por una rara infección en los pulmones (nunca padecieron algo así), o que fueron testigos presenciales de un exorcismo (ya sé que hay quien cree que esto si es verdad).

¿Lo ven? La mujer californiana fue más lejos que los alemanes: no solo mejorar la memoria sino modificarla de plano hasta el punto de cambiar gustos y conductas, lo que nos lleva a una conclusión inquietante: en las circunvoluciones cerebrales se alojan muy cercanamente los recuerdos y la imaginación. Y el olfato parece ser el recurso neurobiológico más adecuado para que ese acomodo ocurra.

No sabemos si estos métodos olfativos pueden cambiar la maldad por bondad, el racismo por la empatía, la crueldad por la solidaridad (o al revés), como se preguntaba Sampedro. Lo que sí se sabe es que la manipulación externa tiene una implicación neuronal en lo profundo de nuestras cabezas y que eso ocurre muy cerca del hipotálamo.

Así que de ahora en adelante, si no quieren recordar un suceso detestable, olviden los olores que lo pueden asociar. Pero si quieren recordar algo agradable, empiecen por dormir con el perfume de eso, lo amado, si quieren convocar durante el sueño a las hadas nocturnas de la neurociencia.

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