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No creo que la solución sea la absorción del Inai por la presidencia de la república. El instituto no siempre resuelve bien, ha dejado en la impunidad a entes opacos y ha sancionado injustamente a otros. ¿Le urge una reforma? Sí, pero no la que pretende López Obrador.

En más de una ocasión he señalado que el Inai debería convertirse en una sección del Inegi y que el modelo de solicitudes de transparencia es arcaico y absurdo, que los ciudadanos deberían acceder a la información pública en un modelo de autoservicio (donde simplemente toman la información de un catálogo total) y no con el mecanismo abarrotero de una petición a un dependiente en mostrador, como actualmente opera.

Eso implica un cambio de 180 grados: el Inai (o el órgano autónomo que lo sustituya) debería ser un guardián de que las dependencias suban toda su información en automático y no una suerte de seudotribunal dedicado a revisar solicitudes no atendidas. En un sistema así, pedir información debería ser una excepción escandalosa, porque implicaría que alguien debió publicar algo y no lo hizo.

Pero López Obrador, desde que era perredista, odiaba el modelo del instituto de transparencia, hay que tener presente que el Alejandro Encinas de la época quería un Consejo de corte más gubernativo que el instituto estilo IFE sobre el que se basó el Ifai. Ya como jefe de gobierno del DF, López se dedicó a evadir sus responsabilidades en esa materia, baste con recordar las reservas de información sobre los segundos pisos y su asedio contra María Elena Pérez-Jaén Zermeño, pleito en el que la Corte Suprema le dio la razón a la politóloga.

Detrás de la destrucción del Inai también está una vieja obsesión de los Ackerman-Sandoval, otrora beneficiarios del Ifai y que se dicen transparentólogos, aunque su vocación al enriquecimiento poco explicable, patrimonialismo político y las decisiones opacas y autoritarias, los acercan más al concepto de transparentistas que alguna vez acuñó Javier Hurtado: son espiritistas de la transparencia… y quieren apoderarse en exclusiva del espectro. Así, el hambre se unió con las ganas de comer: por un lado, López se deshace de una piedra que le incomoda bastante, por el otro, sus esbirros convierten a esa roca en la joya de la corona de su imperio burocrático.

Opino que las decisiones de transparencia siempre deben ser revisables judicialmente (con un procedimiento breve, rápido y sencillo), que el modelo de acceso a la información debe evolucionar hacia los catálogos totales de información pública, en lugar del esquema de cuico macanero que actualmente existe. También creo que los comisionados deben ser juristas y no sujetos que deciden desde la ignorancia asistida. Pero ninguna de estas medidas se logra con la reforma de López Obrador: lo que él impulsa es que el proxeneta se encargue de los albergues de menores o que los secuestradores ahora sean los ministerios públicos. Así de absurdo es que el presidente proponga que el revisado ahora sea el revisor, es como un estudiante burro que pretende calificarse con diez sus disparates en los exámenes.

Reitero, si el Inai no funciona, hay forma de diseñar una autonomía que sí sea eficaz e incluso disociarlo en dos figuras: una vicepresidencia en el Inegi encargada del sistema nacional de información pública gubernamental y un tribunal nacional de acceso a la información en caso de controversias (que deberían ser poquísimas, porque el nuevo modelo garantizaría que toda la información pública estuviera disponible y en línea). Pero una iniciativa así es la opuesta a la que intenta López Obrador: él quiere desaparecer a los órganos garantes, no hacerlos más independientes y mejores.

Sin una reforma que optimice la independencia del órgano regulador de la transparencia (llámese como se llamare), es preferible no cambiarlo: si (medio) funciona, no pretendas (mal) arreglarlo. López Obrador quiere reparar una televisión de bulbos echándole una jarra de agua adentro, cuando lo que hace falta es cambiarla por una pantalla de alta definición y circuitos integrados. No lo entiende y no le interesa entenderlo: la transparencia le estorba.

Coda: como una mala broma del destino, ahora los matraqueros lopistas aplauden que la canciller alemana Angela Merkel considere que la suspensión en redes de Trump es algo “problemático”. Su argumento es muy sencillo: las limitaciones a la libertad de expresión le corresponden a las leyes y a los tribunales. Tiene razón… y no: el enfoque estatal, regulatorio, es una necesidad para evitar que un hipster comunista silencie a las opiniones que no le gusten (como suele suceder con los moderadores de Twitter, que son tiranuelos de la corrección política). Pero el modelo regulatorio que desea Merkel aún no existe a nivel global… y, ante la ineptitud gubernamental existente, las empresas tecnológicas atajaron un discurso de odio peligrosísimo para la democracia, mediante una figura jurídica privada: el contrato, ese mismo que Trump firmó para tener una cuenta de Twitter. Así que no, no es problemático que el todavía presidente de Estados Unidos cumpla los contratos que acuerda, como debe hacer toda persona. Si Donald cree que su contraparte contractual lo discrimina, para eso están los tribunales, donde podría demostrar que el veto es ilegal, pero sabe que la sentencia le sería desfavorable, porque la incitación a la insurrección contra un gobierno democrático no es una expresión jurídicamente protegida. Detrás de la declaración de Merkel (y la de López Obrador) está el miedo de los gobernantes a someterse a la ley, el estatalismo es la respuesta medrosa a la expansión de la iniciativa privada: por eso desde el mercantilismo se limitó la vida de las sociedades comerciales, para que no fueran rivales del gobierno (que se declara eterno). El precedente de la expulsión de Trump de las redes sociales asusta a aquellos que suelen asumir que la burocracia gubernativa todo lo puede: sólo desde esa óptica puede considerarse problemático que se suspenda a un troll que intentó causar un golpe de Estado con sus expresiones abusivas e irresponsables, conductas por las que incluso está en la antesala de un segundo impeachment, situación inédita en la historia de Estados Unidos. En suma, en esta ocasión fue desafortunada la declaración de Merkel: libertad es que nadie esté por encima de la ley… y los contratos para usar redes sociales tienen fuerza legal, por más que los loperos quieran obviar este punto.

Autor

  • Óscar Constantino Gutierrez

    Doctor en Derecho por la Universidad San Pablo CEU de Madrid y catedrático universitario. Consultor en políticas públicas, contratos, Derecho Constitucional, Derecho de la Información y Derecho Administrativo.

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