febrero 23, 2025

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FOTO: SAÚL LÓPEZ /CUARTOSCURO.COM

Son pocos quienes en el movimiento de López Obrador tienen el coraje -o la claridad- para admitir que lo suyo se trata de un proyecto de restauración. Restauración, confían, no del autoritarismo, pues muchos de ellos lo padecieron, pero sí de una forma de concebir el gobierno y, sobre todo, de operarlo. Argumentan que es el retorno de la política como razón gubernamental. De poner la estabilidad del régimen y la reconstrucción de lo colectivo al centro de toda acción de gobierno, y lo demás como secundario. Lo económico, por ejemplo, como consecuencia o a pesar de ello. Esto, a través de un poder funcional que para serlo tiene que concentrarse más, romper amarras, y luego desdoblarse nuevamente. Un gobierno que vuelva a ser cuerpo: con un presidente fuerte como cerebro y un aparato burocrático a su servicio para entender y hacerse entender con el pueblo. Detrás de ello, se asoma la intención de un servicio público no forzosamente sujeto a leyes, ni a necesidades de largo plazo o restricciones administrativas, sino a un proyecto ideológico que permita (re)conducir el país.

Gibran Ramírez es de las pocas personas que ha tenido el atrevimiento de esbozar el fenómeno restaurador a la luz de las recientes decisiones administrativas anunciadas en las concurridas escaleras de la colonia Roma. Se trata, dice, de politizar de nuevo la administración y actuar un poco más con sentido común y un poco menos con soluciones estandarizadas. Al volver a los setenta, regresa a donde los moderados del nuevo gobierno no se atreven y ahí descubre lo que hay en la mente, en la historia y en el propósito del presidente electo.

Hay que conceder, primero, que la premisa de la que surge este impulso restaurador es cierta y hasta verificable: el neoliberalismo efectivamente desplazó y desmanteló esa forma de gobernar en su búsqueda de darle más racionalidad al servicio público. En el camino hizo inoperante al gobierno ante la compleja realidad social. A diferencia de Gibran yo diría que ese proceso arrancó en verdad, o dio un salto definitivo, con la muerte de Colosio y la llegada de Ernesto Zedillo al poder. Lo cierto es que la tecnificación se concretó. Los resultados del experimento ahí están y son, por no agraviar, poco convincentes. Se cumplió la profecía de Octavio Paz sobre la tecnocracia:

La función sustituiría al fin; el medio, al creador. La sociedad marcharía con eficacia, pero sin rumbo. Y la repetición del mismo gesto, distintiva de la máquina, llevaría a una forma desconocida de la inmovilidad: la del mecanismo que avanza de ninguna parte hacia ningún lado.

Son muchas las razones del triunfo del populismo moderno en México, pero los tecnócratas, como operadores gubernamentales del neoliberalismo, son parte de ellas. Para muestra dos ejemplos de este gobierno que le sirvieron la mesa a Obrador: los drásticos aumentos a la gasolina dictados desde Hacienda que llevaron al límite al ánimo social, y la draconiana aplicación de la reforma educativa que, de no ser por la intervención de los políticos del gobierno, estuvo a punto de reventar delicados equilibrios en el sur del país que pudieron poner en jaque la estabilidad del Estado Mexicano. No es casualidad que el PRI fuera llevado al borde de su muerte de la mano del prototipo tecnócrata: José Meade.

El problema para el país que se nos viene es que la respuesta populista encuentra su faro en un pasado peligroso. Se pretende gobernar desde la nostalgia, que es traicionera. Volver allá, al presidencialismo que se nos fue, y hacerlo desde el México de los 200 mil muertos, puede ser atractivo, pero lo es porque inevitablemente magnifica sus bondades y es condescendiente con sus vicios.

En las decisiones y en las formas de las cuatro semanas del gobierno de transición se palpa un ambiente de melancolía más que de esperanza. Hemos sido testigos de un desfile de viejos rostros y viejas recetas, añorantes de la juventud que se les fue y extraídos de lo más recóndito del presidencialismo paternalista. De un régimen pacificador tan peculiar como, creo yo, irrepetible en la historia mexicana. Hay nostalgia por el presidencialismo popular de antaño y su gobierno eficaz; por el poder con significado y la sociedad sectorizada; por la paz hegemónica.

Se pasa por alto, sin embargo, que ese modelo es anacrónico en el México democrático que hemos construido. Esa democracia a la que, por la inmediatez de su presencia, hoy le negamos sus bondades: la pluralidad y la ampliación de libertades.

Vale la pena recordar, advertir acaso, obviedades que ya se pasan por alto en los tiempos del populismo nostálgico; condiciones que permitieron al viejo régimen ser y consecuencias que lo hicieron perecer.


FOTO: CUARTOSCURO.COM

Primero, que el presidencialismo fue fuerte y eficaz porque era hegemónico. Que la ausencia de pluralidad permitía que los objetivos políticos del gobierno y el partido se mimetizaran y, en consecuencia, que el aparato burocrático funcionara a su servicio. La carrera del servidor público no dependía de ganar una elección, sino de servir con eficacia al aparato. La competencia electoral es incompatible con ese modelo, pues pone al partido antes que al Estado. La figura de un Coordinador Estatal propuesta por AMLO, por ejemplo, no puede aislarse de la competencia electoral y, lejos de aportar a la gobernabilidad del país, puede ser fuente de conflictividad. Los enviados federales, difícilmente evitarán la tentación de construir su candidatura en el estado y chocarán con gobernadores que no forman parte del mismo aparato, contaminando así agendas sensibles como la seguridad.

Segundo, que la amalgama de ese complejo aparato gubernamental era la corrupción. Si algo permitió construir la pax priista fue el régimen de concesiones y arreglos al margen del poder, que desde las cloacas hasta las oficinas ilustradas operaba de forma transversal. Si se busca construir una nueva forma de corporativismo, esos arreglos no institucionales habrán de ser restaurados y ello implicará traicionar el mandato que buena parte del electorado expresó con su voto: acabar con la corrupción. Es imposible no levantar la ceja cuando se nombra a un Manuel Bartlett al frente de la CFE (y de la relación con su sindicato), cuando se revive a una Elba Esther, o cuando se abraza a un Napoleón Gómez Urrutia.

Finalmente, no podemos olvidar que despreciar la técnica y la evidencia, significa también someter constantemente el destino del país al estado de ánimo o al cálculo del presidente en turno. Si bien la técnica no pude ser la única brújula, no deja de ser fundamental. No hay que olvidar los yerros de ese modelo: cuando el cerebro falló, el aparato gubernamental le acompañó al precipicio en lugar de limitarlo. Y las consecuencias fueron drásticas. La economía alcanzaba a lo político estallando en sus manos. Si entonces era riesgoso, hoy lo será más con una economía que ya no depende ni del gobierno ni del país. Construir una refinería sin demostrar su rentabilidad o descentralizar la burocracia sin justificar su costo, es acudir al otro extremo: gobernar con base en la corazonada política. Pareciera que se busca sustituir el dictamen técnico (que debe concebirse tan sólo como una parte más del proceso) por la voluntad omnímoda del nuevo patriarca en la toma de decisiones

En síntesis, el riesgo de restaurar un modelo de operación gubernamental como el del siglo pasado es que éste venga no solo con sus bondades, sino que también reviva sus vicios. La burocracia populista, como antítesis de la tecnocracia, está destinada al fracaso si no se limita. Si uno todo subordinaba a la racionalidad económica, el otro pretende reducirlo al cálculo político. Mientras el tecnócrata vivió atrapado en el largo plazo, con el populismo podemos condenarnos al cortoplacismo.

La próxima vez que miremos al pasado para buscar referencias, miremos con cuidado: cuando el aparato gubernamental no limitó al presidente, la realidad fue la encargada de hacerlo y el ciudadano pagó las consecuencias.

Contaba Jesús Silva Herzog Flores que, cuando fue Secretario de Hacienda de López Portillo y lidiaban con la delicada situación económica, éste le pedía no poner en riesgo la transición de 1982. Pese a las resistencias de su Secretario, el Presidente se fue por lo drástico y, por cálculo político, decidió nacionalizar la banca. Previo a tomar la decisión, según Silva Hérzog, el Presidente le dijo: “Bueno, yo me voy a Zihuatanejo, y voy a consultar la decisión con el mar, el viento y el sol”. El resto ya lo sabemos, fue el fin de aquel experimento populista.

Recomienda la habanera de Guillermina Aramburu: El amor que ya ha pasado, no se debe recordar.

Autor

  • Carlos Matienzo

    Politólogo por la UNAM y Maestro en Administración Pública con especialización en Seguridad por la Universidad de Columbia, Nueva York. Especialista en temas de seguridad y gobernabilidad.Twitter: @CMATIENZO

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