Hace un par de años visité el observatorio astronómico de Paranal, en el desierto de Atacama, y en abril de este año conocí a su fundador, el italiano Massimo Tarenghi, en la ciudad de Antofagasta.
Las arenas de Atacama semejan las soledades de la luna. Al finalizar la dictadura de Pinochet, en esa tierra baldía el poeta Raúl Zurita excavó una frase de tres kilómetros de largo que debe ser vista desde las alturas: “Ni pena ni miedo”. Durante un tiempo, los aviones que despegaban de Antofagasta alertaban a los pasajeros para que vieran el lema desde la ventanilla, pero esa costumbre se perdió.
Por azares de la fortuna, pude subir al helicóptero de una compañía minera y sugerí que buscáramos la frase que el poeta diseñó en letra manuscrita, como los mensajes evanescentes que se escriben en la playa. Ni el piloto ni el dueño del helicóptero conocían ese verso telúrico. Google Maps llegó en nuestro auxilio y logramos ver el descomunal gesto poético que perdura en soledad, ajeno a la erosión del viento, sobrevolado por los buitres, demostrando que nada dura como lo que parece efímero.
De los cinco tripulantes, el más impresionado fue el piloto. Durante años había recorrido esos terregales sin nadie y de pronto encontraba un rastro humano de dimensiones colosales.
No es fácil sobreponerse al aislamiento de los grandes desiertos. Hoy en día, Paranal es un oasis con palmeras, alberca cubierta y espacios recreativos. Ese albergue de lujo, rodeado de un entorno inclemente, despierta fantasías extremas: fue escenario de la película de James Bond Quantum of Solace. Pero el sitio no fue edificado por uno de los extravagantes enemigos del agente 007, sino, como he dicho, por Massimo Tarenghi, hombre de humor incombustible que construyó su primer telescopio a los 17 años, se formó en Milán y peregrinó por Arizona, Ginebra y Heidelberg para perfeccionar el arte de mirar el universo. En tiempos de los radiotelescopios se mantuvo fiel a los aparatos ópticos. En 1977 asumió la construcción de un telescopio para La Silla, en Chile, y en 1983 inició el diseño del que entonces sería el mayor telescopio del mundo y cuyo ensamblaje duró seis años. “Si quieres trabajar en el observatorio más grande del mundo, tienes que construirlo”, dice el pionero de Paranal. El sueño comenzó en 1986. Después de dos años de proyectos, Tarenghi se mudó a un container en la arena: de día coordinaba trabajos de albañiles; de noche habitaba un palacio astral.
Ganador del premio Tycho Brahe, que se otorga a quienes, como el célebre precursor danés, crean fábricas para mirar el cielo, Tarenghi combina el espíritu científico con la aventura en la naturaleza. Cuando lo conocí, habló con deleite de los restaurantes que ha descubierto en Santiago, donde ahora vive, y desplegó un talento muy mundano para las bromas y los chismes.
Ese hombre sociable había vivido en un aislamiento radical. ¿Cómo pudo lograrlo? “La astronomía es cosa de locos y yo me salvé por ocho personas”, dijo en forma enigmática. Luego narró una anécdota ejemplar.
Su familia vivía en Alemania y él la visitaba en los lapsos de descanso obligatorio que impiden que los astrónomos despeguen para siempre de la Tierra. Quiso la casualidad que en un avión de regreso a América su vecino de asiento fuera un científico que trabajaba en la Antártida. Por entonces, Tarenghi iniciaba sus tareas en Paranal. Le preguntó a su compañero de viaje cómo sobrellevaba la soledad entre los hielos y recibió esta lección de supervivencia: “Elige a ocho personas con las que puedas hablar a cualquier hora por teléfono y que trabajen en otras cosas. Serán tu contacto con el mundo. No necesitas más ni menos: ocho personas”. La frase adquirió fuerza oracular, Tarenghi la puso en práctica y dio resultado: durante más de una década fue feliz en Atacama.
La vida entre las piedras hizo que un ser comunicativo limitara su trato a ocho voces. Acaso ése sea el número de relaciones que a todos nos corresponden. En la era de las redes sociales y los “amigos” de Facebook sobran vínculos espectrales, pero sólo unos cuantos nos rescatan de nosotros mismos.
Tarenghi instaló un espejo para explorar los confines de la galaxia. Ese inaudito logro de la lejanía dependió de contactos más cercanos: ocho persona
Este artículo fue publicado en Reforma el 14 de julio de 2017, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página