Guillermo del Toro es un personaje que goza de la simpatía de multitudes alrededor del mundo. En repetidas ocasiones ha dado muestras de generosidad hacia sus compatriotas mexicanos en el campo del cine y otras actividades. Hay quienes parecen verlo como muñeco de peluche de tamaño humano y aseguran que su imagen es la de la ternura encarnada. Es probable que sea, como decimos coloquialmente, una buena persona. Así como una vida privada despreciable no invalida la obra de un artista, tampoco las cualidades de alguien —por encomiables que sean— tendrían por qué contaminar la apreciación, ni deberían magnificar el alcance de sus creaciones.
Pinocho (2022), película de animación con marionetas, fue dirigida por Guillermo del Toro y Mark Gustafson. Sin apegarse estrictamente a la trama, está basada en la novela de Carlo Collodi, Las aventuras de Pinocho (1882-1883). La nueva cinta tiene el rasgo llamativo de un Pinocho raquítico e inacabado, en contraste con el muy conocido Pinocho de Disney. Se trata de una narración límpida, carente de experimentación. El conjunto del filme se desarrolla de maneras convencionales, no por ello menos efectivas en su propio nivel: la generación de emociones básicas y la arenga moral explícita. Es una película musical, pero eso es lo de menos, pues sus fórmulas residen más en recursos como causar preocupación por una rama convertida en puente a punto de caer, en estribillos de personajes como el grillo y, particularmente, la exposición abierta de planteamientos, como Pinocho preguntándose por qué la gente quiere a Cristo, pero no a él, si ambos son de madera. Hay incluso la exposición de conos de pino como símbolos explicados de renovación de la vida. Es una cinta en que la aparición y acción de espíritus no conduce a un mundo encantado, aunque cuente una historia fantástica.
El artesano y escultor en madera Geppetto ha perdido a su hijo Carlo en la Primera Guerra Mundial. Tras años tormentosos, un día construye a Pinocho, pero la reacción hacia la marioneta que ha cobrado vida es adversa. Geppetto quiere que Pinocho sea como Carlo, para sustituirlo plenamente; tarea, por supuesto, imposible. La condición de los diferentes es tema recurrente en las películas de Del Toro, quien repetidamente ha hecho referencia al asunto, argumentando que su interés por los monstruos —que ha coleccionado de tal forma que ha generado una exposición itinerante— está basado en esa dialéctica de aceptación y rechazo hacia personas distintas a la mayoría. Hacer cine como reacción a una experiencia personal puede ser campo fértil, si hay elaboración intelectual y cinemática que apunte a la sabiduría.
En Pinocho la solución es fácil: Geppetto trató de hacer de Pinocho alguien que la marioneta animada no era, después Geppetto acepta que lo ama tal como es e instruye a Pinocho que nunca permita que nadie lo obligue a ser alguien que no es. Pero ¿quiénes somos? La prédica sobre la validez de ser distinto es fácil de aceptar, sin embargo, pasa por alto facetas del asunto, para empezar que hay múltiples formas de ser distinto: desde la payasada exhibicionista hasta los espíritus excepcionales. En los temas secundarios la solución es igualmente simplista: Pinocho es comparado con un mueble respecto al dilema de si es niño real —pues puede revivir— y por la anécdota, y lo dicho por los personajes, el mensaje resultante es que la vida vale por su brevedad. Un acercamiento contrario a la postura de estos directores sería que la cinta supone que el público tendría mentalidad infantil, mientras que una expresión favorable diría que Pinocho les habla a los niños y al niño que todos llevamos dentro. El hecho es que el tipo de reflexión que subyace en Pinocho es más cercano a cualquier sección de libros de superación personal —que suelen ser discursos de entusiasmo— que al área de filosofía.
La elaborada factura de Pinocho es evidente. Difícilmente podría ser de otro tipo, como producción para el mercado internacional del más amplio alcance. La técnica de animación cuadro por cuadro en que está hecha y la elaboración artesanal de las marionetas requirió el mayor cuidado. Entre los resultados está una textura especial de las imágenes. Pinocho es una película bonita como las piezas de origami, la cestería alemana, las muñecas rusas o los rebozos. Esto va unido a la orientación hacia la moraleja. Que Pinocho sea edificante y artesanal tiene muy poco que ver con gestas del cine como Bergman imaginando y creando un país en guerra, con todo y lengua inventada; con Reygadas mirando y escuchando circularmente un accidente sobre vías férreas, con el poder de observación de Varda sobre lo que pasaba en su calle o con Kiarostami construyendo el encuentro de su personaje, y del público, con un árbol. Es como la distancia insalvable y radical entre Dan Brown y Joyce.
La comparación parecería fuera de lugar de no ser porque incluso personas con aspiraciones artísticas caen en el error de ver a Del Toro como cúspide cinematográfica. Al final de 2022, la Cineteca Nacional de la Ciudad de México proyectó Pinocho: se convirtió en la película más vista en la historia del recinto, el gentío cotidiano era palpable y problemático en muchos sentidos, hubo necesidad de colocar anuncios a diario sobre los boletos agotados para las muchas funciones —en el inglés original y doblada al español— que había en oferta. Además, se montó una exposición de las marionetas de Pinocho que permanentemente tenía público a su alrededor. El lugar común sería criticar que la Cineteca —a la que suele verse como templo del arte cinematográfico— programara con tal centralidad un producto de Netflix. No obstante, la realidad es que buena parte de lo exhibido en la Cineteca no es artístico, sino meramente cine extranjero no estadounidense. Pero tratándose de Del Toro, lo que abundó fueron celebraciones. Aun así, Pinocho es apenas una excelente realización de una de las formas más elementales del cine. Hay que repetirlo para evitar confusiones como la que seguramente surgió en miles de asistentes a la Cineteca esas semanas —que estaban ahí por primera y última vez en su vida— quienes pudieron interpretar la proyección y exposición en tal sede como validación y, peor aún, como motivo de orgullo nacionalista por tonterías como que Pinocho estaría hecho de madera mexicana.
La infatuación por Pinocho ha llevado a que incluso se hable de ella como portadora de un acertado contenido político. Es cierto que la figura del conde Volpe puede entenderse como un típico líder populista del siglo XXI: es consciente del éxito que puede tener su circo con Pinocho, pues sabe que “los idiotas” lo amarán; para convencer a la marioneta enfatiza la superioridad de ver el mundo por uno mismo, en vez de a través de libros —despreciando el conocimiento formal, experto, como quienes hicieron campaña por la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea—; a Pinocho el conde Volpe lo cautiva a tal grado —no sólo con chocolate sino también con la promesa de estrellato— que la marioneta se niega a ver que Volpe se queda con él dinero que había prometido mandar a Geppetto (como quienes confían en el presidente mexicano que se dice demócrata, mientras trata de lisiar al instituto electoral autónomo). La proyección a nuestro tiempo, probablemente intencional, no hace que esa sea la materia fundamental del filme, como tampoco lo es la religiosidad o el guiño de un retrato de Schopenhauer, otro elemento del ambiente.
A través de la película, por su temporalidad, hay elementos del régimen fascista: carteles con lemas, representaciones de Mussolini y el mismo Mussolini acudiendo al circo de Volpe. Geppetto revela el temor hacia los fascistas cuando quiere contener lo que Pinocho dice ante el líder local. Este fascista abomina de pensadores independientes y, por el contrario, anhela al soldado ideal, al grado de afirmar que Pinocho sería un italiano real si fuese soldado imbatible. Pero la cinta no es antifascista: ridiculizar hoy a Mussolini es algo obvio, pues en cualquier escuela primaria del mundo es uno de los malos definitivos. Se trata, en realidad, de un elemento contextual bien manejado, no de una disquisición política reveladora.
El centro emocional de la película está en otro tema de interés de Del Toro: la relación entre padre e hijo. Geppetto ha permanecido en duelo destructivo, acumulando resentimiento por años por la ausencia definitiva de Carlo. Pinocho es una gracia para aliviarlo, pero la marioneta animada no es como su hijo. Pinocho sabe cómo llegar a la iglesia y la escuela, pero no entiende cosas como el trabajo o la muerte. Es caprichoso. Debe tomar decisiones como obedecer o no a Geppetto sobre ir a la escuela, sin que eso sea dilema, sino sólo titubeo. Para Pinocho el dolor del rechazo se sintetiza en que Geppetto le diga —en un arranque— que es una carga, pero en diálogo con un niño comprende que los padres aman a sus hijos, aunque a veces se desesperen. Con todo, permanece el duro tono de pérdida y fragilidad del amor entre padres e hijos, pues sea amorosa, ausente o de cualquier tipo, la intensidad de este vínculo toca a cualquiera. ¿Esto es virtud fílmica o manipulación de emociones primigenias?
Hay multitudes que ven el reconocimiento global de una persona, o su obra, como logro magnífico (hoy es factible la centralidad del personaje, aun sin talentos discernibles fuera de la autopromoción). Conseguirlo revela habilidades, muy valoradas actualmente. Del Toro es otra clase de figura: le sobran méritos en la creación de películas de género. Él dice que la animación cuadro por cuadro sería cine de arte, no de género —por su meticuloso trabajo— pero el arte puede ir más allá de la artesanía bella y la moraleja simple: problematiza la vida sin ofrecer soluciones y se involucra con la tradición del lenguaje de cada disciplina, realizándose en la búsqueda. La oleada de premios que el Pinocho de Mark Gustafson y Guillermo del Toro está, y seguirá, acumulando no cambiarán el carácter de su película: un cuento que quizá echará raíces en la cultura popular.