Pablo Díaz Ordaz, “El señor Morsa” o Gustavo Gómez Álvarez

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El señor Morsa es un tipo peculiar. Bajito de estatura y traje impecable, habla siempre como si estuviera dando clase de ética. Con el dedo índice en todo lo alto, en cualquier oportunidad anota las injusticias que hay en el mundo mientras degusta su crema de espárragos, camarones a la diabla y vino Merlot Petrus a la salud de Ignacio Ovalle, amigo del jefe máximo y un próspero octogenario que hizo fortuna con el dinero de una empresa nacional.

El señor Morsa sabe de lo que habla. Desde que fue encarcelado aquel infausto 2 de octubre de 1968 hasta que incluso estuvo al frente del Partido Socialista Unificado de México, hace unos 40 años. Siempre ha luchado contra las injusticias y por ello ahora uno de sus mejores logros es que él y su familia están consolidados en cargos importantes del gobierno. “La revolución me hizo justicia”, dice, cada que recuerda (y lo hace muy seguido) cuando quiso gobernar la CDMX, pero lo impidió un acuerdo espurio entre el entonces presidente de México y el Jefe Máximo para que este pudiera ser candidato, aunque hubiera nacido en Tabasco.

Pero lo que importa es que ganamos, declama mientras lleva a la boca una galleta con caviar. Los burgueses quedaron fuera del gobierno y yo solo debo acatar órdenes del líder máximo para quitarle de encima a esos periodistas que lo fastidian nada más porque él cuida la riqueza de sus hijos, expandida con cargo al erario. Pues ¿qué se creen esos conservadores?, dice el señor Morsa, golpeando la mesa repetidamente mientras come migajas de la mesa. “Algo les voy a encontrar”, añade a media botella de vino tinto, a pesar de que lleva tres años sin hallarles un centavo mal habido.

En todo eso pensé cuando lo vi postrado en el hospital, con las cejas pobladas y los bigotes que subrayaban el apellido. A sus 78 años, el viejo topo de la historia estaba exhausto de tanto cavar. Aquel día tuvo un microinfarto cuando le avisé que una periodista lo había hecho quedar como mentiroso ante el país, pues él había negado que estuviera persiguiendo a periodistas mientras se distraía leyendo a Lenin cada que le recordaban que Hugo, Paco y Luis, los hijos del presidente, acabaron con varios ricos, pero porque los sustituyeron.

Es muy emotiva la historia de Paco, por cierto, que hace unos años solo quería tomar café en cualquier lugar sencillo y viajar en metro, y ahora es uno de los hombres más ricos de Tabasco. Para eso, me decía el señor Morsa masticando un chocolate Rocío, hay que extraer toda la sangre de los empresarios. A mí todavía me remuerde la conciencia haberle informado que alguien en X había dicho que él no honraba a los movimientos estudiantiles del país, sino que era un apóstol de Gustavo Díaz Ordaz. Después de eso, yo nada más veía cómo se le abrían y cerraban sus ojitos mientras oprimía su pecho y abría la boca como pelícano.

Ahora lo veo con sus ojos cerrados. En el mismo hospital público donde atendieron a mi tía el año pasado. Eso es ser pueblo, me digo satisfecho. Pongamos que la única diferencia, porque aún no terminan las diferencias, es que mi tía tardó 18 horas en tener cama mientras aquel viejo revolucionario entró a pie, con sus pants de gran marca y ocupó la habitación que antes le habían preparado, a la altura de su legado histórico, para que lo atendiera su hermano de esas punzaditas en el corazón que el señor Morsa atribuye a pequeños cargos de conciencia (tan pequeños como la papilla de atole que comió con el dedo esta mañana). Digamos que son como las agruras inevitables cuando comes pato laqueado y lo combinas con champagne.

Pero este solo es un pequeño tropiezo, porque pronto regresará el señor Morsa para perseguir neoliberales, como lo hicieron con él cuando soñaba muy joven (parecía una foquita) en los prados de la UNAM.

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