Después de ver el documental La autobiografía de Nicolae Ceaușescu, del director rumano Andrei Ujica, pasé la semana pensando en las resonancias de la autocracia totalitaria instaurada en Rumania de 1965 a 1989.
El documental vale la pena porque reproduce en lenguaje cinematográfico la vida cotidiana tal como la propaganda de la dictadura pretendía que fuera en aquella Rumania tan cercana a la Corea de los Kim. En pocas palabras, el documental hace su denuncia por medio de la reproducción del infierno oficial.
Un rasgo de aquella dictadura fue el culto a la personalidad de corte norcoreano y estética soviética: el realismo socialista, el nacionalismo religioso, la abundancia de carteles y retratos, las librerías que únicamente venden libros a propósito del líder, la veneración a la primera familia, la devoción de los intelectuales, el adoctrinamiento infantil.
Pero el documental hace énfasis en un aspecto singular: la atmósfera de felicidad comunitaria bajo el manto del líder. Parece haber alrededor de él una bonanza fraternal, un halo de concordia. El benefactor no es tanto un guía sino un demiurgo –un ordenador del mundo. De hecho, así le decían, según una lista de apelativos que recopiló el escritor Dan Ionescu (disponible en Wikipedia): arquitecto, cuerpo celestial, dios secular, abeto, milagro, estrella. El documental transmite muy bien esa sensación de armonía, de sintonía fina entre los comunes, la patria y el Líder.
Como usted imaginará, todo era un montaje, una puesta en escena para ocultar los engranajes del régimen: un aparato represivo y sanguinario, conocido como la Securitate, que operaba en concierto con las demás perlas del comunismo, como la escasez y las filas de racionamiento.
Pero lo crucial de esa aparente armonía es que sofocó todo disentimiento. La crítica no existía más allá de pugnas simuladas al interior del partido y otras contiendas sindicales. En buena medida por el miedo: los pocos atrevidos, como Paul Goma o Cornel Chiriac, eran exiliados, en el mejor de los casos. Pero también, en buena medida –según el historiador Dennis Deletant– porque los rumanos no le veían el caso: la propaganda de la armonía aparentaba que el régimen lo tenía todo tan seguro, que una crítica sería inocua en el plano mayor. Un poco lo que sucede en las democracias con el votante que cree que su voto no importa.
Aunque López Obrador no sea Ceaușescu ni Morena la Securitate, sí ostentan esa infalibilidad, tanto que muchos opositores empiezan a pensar como aquellos rumanos: se dejan abrumar por el tsunami demagógico, los avisos de autoritarismo, las encuestas de popularidad y las proyecciones del voto. El peor error que pueden cometer es creer que ya todo está perdido y callarse, pues la disidencia es un arma que sólo vale mientras se detenta y se empuña. El silencio voluntario, tanto como el miedo, sirve a la oscuridad.